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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Consumo y control

LAS FOTOGRAFÍAS de las vacías estanterías de los comercios de Moscú se disputan hoy la primera página con las de las aglomeraciones registradas ayer en los grandes almacenes de Madrid y otras ciudades españolas. Dicen los expertos que esta temporada de rebajas moverá unos cien mil millones de pesetas. No es de extrañar entonces que aglomeración, fotógrafos y declaraciones de clientes por televisión formen ya parte de la tradición con no menor mérito que las representaciones del Tenorio por Todos los Santos o la compra de los roscos de Reyes en su día. La tradición, ese invento tan moderno.Pero ha habido este año, y ya el pasado, una novedad. La presencia, junto a los mensajes publicitarios, de los avisos de las asociaciones de consumidores alertando contra eventuales fraudes. Consejos como el de comprobar que la rebaja sea sólo en el precio, y no también en la calidad, así como de claridad en el etiquetado: precio anterior y rebajado bien visibles. Y otros más genéricos, destinados a incautos recalcitrantes: que suelen existir pocas unidades de los productos ofrecidos como reclamo a precio de ganga.

La novedad de tales avisos no es menor. Aquí estamos al cabo de la calle en lo que a pasión consumista se refiere, pero en pañales respecto a reivindicacionismo consumerista. En otros países que superaron antes que el nuestro la afición a las emociones fuertes, ese reivindicacionismo, manifestado en la pujanza de las asociaciones de defensa de los consumidores y usuarios, tiene una enorme incidencia social, superior, por ejemplo, a la de los sindicatos. Ello es una garantía contra los abusos. Incluso, eventualmente, los de los sindicatos mismos: cuando organizan huelgas dirigidas, antes que contra la Administración o los empresarios, contra los usuarios particulares; o cuando no respetan los servicios mínimos.

El 50% de los ciudadanos españoles tiene confianza en las asociaciones de consumidores, pero un porcentaje bastante inferior está dispuesto a afiliarse a esas asociaciones (unos tres millones de personas, según una encuesta realizada hace un par de años), y una proporción aún más pequeña participa efectivamente en ellas. La presión de esa minoría organizada ha conseguido algunos logros concretos en materia legal y puesto las bases para una cultura del consumidor y usuario consciente de sus derechos. En un país en el que ha habido miles de intoxicados por la venta como comestible de un aceite lubricante industrial, esa presión es casi una necesidad pública.

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Por ello hay que felicitarse de iniciativas como la constitución, hace poco más de un mes, de un Consejo General de Consumidores y Usuarios que habrá de ser necesariamente consultado por la Administración ante cualquier disposición legal relacionada con la política de consumo. Y hay que saludar que los tribunales hayan dictado las primeras sentencias por delito de publicidad engañosa, en los términos de la Ley General de Defensa del Consumidor.

Lo que en países como los escandinavos era norma desde hace decenios, parece abrirse paso entre nosotros, y ya no será posible engañar a clientes ingenuos con cláusulas de letra pequeña en contratos o anuncios. Siendo tal vez lo más alentador que el 70% de las reclamaciones planteadas por usuarios que se habían sentido defraudados se resolviera en 1989 a favor de los reclamantes, merced a la intervención de esas asociaciones.

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