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La opción de morir

Numerosos pensadores han debatido durante siglos el dilema de la existencia del ser humano, la única criatura que después de evolucionar, liberarse y concienciarse hasta trascender con nobleza y dignidad la condición animal, se enfrenta con su inevitable caducidad, con la realidad agónica de que, por especial que se crea, su final es el mismo al de cualquier otro animal.La idea de la muerte persigue a la humanidad más que ninguna otra cosa. El hombre dedica enormes energías, conscientes e inconscientes, a evadir o negar la fatalidad de su destino irrevocable. Aunque no sea siempre aparente, el terror a la muerte es universal, constituye la motivación principal en la vida de la persona y nutre el instinto humano de conservación. De hecho, a lo largo de la historia, uno de los atributos más admirados en el hombre es el valor de arriesgar su vida y de enfrentarse con la muerte.

Sin embargo, cada día se encuentran más personas para quienes la supervivencia se torna amargura, vivir se vuelve intolerable y el horror al final se transforma en el deseo de fallecer. Como consecuencia de la extraordinaria tecnología médica que existe para prolongar artificialmente la vida biológica del ser humano, uno de los mayores retos de la existencia modema es la agonía interminable que producen muchas de las enfermedades incurables de nuestro tiempo, como ciertos cánceres, las demencias y otros procesos degenerativos del sistema nervioso. Para sus víctimas, el miedo al dolor, a la dependencia, a la soledad y a la indignidad que causan estas dolencias, lentas y devastadoras, es muchas veces superior al terror de la misma muerte.

En las grandes urbes de Occidente, el debate sobre el derecho de la persona a morir de acuerdo con sus propios términos y deseos ha pasado del mundo del tabú y de la intimidad, o de la discusión académica a puerta cerrada, a la luz pública. Por ejemplo, recientemente han surgido movimientos muy activos a favor de la legalización de la eutanasia. Si esta legitimación llegara a ocurrir, les sería permitido a los médicos quitarles la vida sin dolor, como un acto compasivo, a quienes, sufriendo de enfermedades incurables, así lo deseen.

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La idea de la muerte misericordiosa y sin dolor provocada por un médico es muy antigua; se basa en la noción de que la muerte no es un enemigo de toda la humanidad. Para quienes la vida se ha convertido irreversiblemente en una carga insufrible, en un martirio, la muerte es más bien un amigo. De hecho, los médicos tienen una larga tradición de dejar morir a ciertos pacientes de edad avanzada que se encuentran en estado terminal y sin esperanzas de cura. En estos casos, numerosos pensadores modemos rechazan cualquier distinción moral entre dejar morir a un paciente sin solución o quitarle la vida.

De todas formas, todavía son muchos los doctores y profanos que temen que permitirle a un profesional dejar morir o quitarle la vida a otro ser humano, aunque éste lo haya pedido y esté en su sano juicio, es robarle valor a la vida, deshumanizar al médico e imputarle al galeno un poder superior al de la misma naturaleza. Otros citan, por añadidura, el juramento de Hipócrates de hace 2.500 años: "Nunca proporcionaré una droga mortal a persona alguna, aunque lo solicite, ni tampoco insinuaré semejante acción".

Hay gente que se opone vehementemente a la opción de morir por razones religiosas. Para estas personas, sólo Dios da la vida y, por tanto, solamente Él la puede quitar. Algunos también temen que si se legaliza el principio de que es más compasivo terminar con la vida de un enfermo incurable que dejarle sufrir, pueda luego desviarse de su objetivo y ser aplicado a la población de minusválidos. Este grupo recuerda sin ambages que quitarle la vida a personas que sufren "por su propio bien y el de la sociedad" era el lema que se popularizó en la Alemania de los años veinte y a ue resultó en las trágicas ejecuc.ories masivas de ciudadanos para "purificar la raza".

De la misma forma, otros razonan que el que la sociedad acepte la noción de que la medicina puede disponer de la vida de un enfermo traerá como consecuencia una forma de eutanasia social, motivada por la conveniencia económica. Específicamente, se teme que en sociedades donde colectivos importantes de la población carecen de seguro o de recursos para afrontar los altos costes de los cuidados médicos avanzados, las instituciones sanitarias lleguen a negar a las personas de condición económica baja los tratamientos caros de alta tecnología que requieren ciertas enfermedades graves. En el mismo sentido, otros tienen miedo a que incluso algunos enfermos vulnerables, preocupados por la carga económica que su enfermedad supone para la familia, interpreten como un deber o se sientan obligados a solicitar la eutanasia por temor a ser considerados egoístas o, simpiemente, cobardes.

Aparte del drama personal, el morir es también un rito social en muchos sentidos. Hace años era corriente que, una vez que el enfermo presentía la llegada de la agonía, llamara ceremoniosamente a los familiares y amigos y los reuniera para comunicarles las instrucciones finales y expresar sus últimas palabras y deseos. Seguidamente, los acompañantes velaban sin descanso al agonizante, y con cantos, rezos y su presencia le daban prueba de su cariño, su apoyo y su respeto hasta que fallecía.

Hoy día el ritual de la muerte es diferente. Los dramáticos avances de la tecnología médica y los cambios en la estructura de la sociedad urbana, que han resultado en una unidad familiar reducida y autónoma, hacen que el proceso de la muerte se haya deshumanizado. Mientras que los enfermos de antaño morían en su casa, rodeados de familiares y amigos, los de ahora suelen expirar en instituciones, solos, conectados a un sinfin de tubos, líneas vitales de sustentamiento. Hoy resulta casi imposible vivenciar el rito personal y social de la muerte. La cultura hospitalaria no permite al enfermo presentir la agonía ni a los familiares participar de sus últimos momentos.

La intensidad y la amargura del debate actual sobre el derecho a morir con dignidad disminuirían considerablemente si la sociedad, los médicos y los políticos de la sanidad prestaran mayor atención a cómo mitigar el dolor y el sufrimiento del enfermo, si concedieran a los valores y deseos del doliente el respeto y la estima que merecen y si enfocaran la muerte del ser humano con más compasión e indulgencia.

Los avances de la tecnología médica moderna han contribuido a la victoria casi milagrosa de la supervivencia. Pero, al mismo tiempo, han deshumanizado implacablemente el proceso de la muerte. Como sugirió Joseph Flechter, mantener a una persona viva, sin considerar sus sentimientos ni su dignidad, es una forma de idolatría biológica, un fetichismo cruel que niega la condición finita de la existencia humana a cambio de una aventura faustiana a costa de la persona que muere.

En su empeño por dominar el aspecto más indómito de la naturaleza, pocos presagiaron que detrás de la promesa de una larga vida se ocultaba la amenaza de una muerte lenta. La opción de morir quizá sea el justo precio de este olvido.

psiquiatra, dirige el sistema hospitalario municipal de salud mental de Nueva York.

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