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LA BATALLA DE MAASTRICHT

España se la juega en Flandes

SOL GALLEGO-DÍAZ MadridFelipe González va a la cumbre de la CE con fe europeísta y poco apoyo para sus reivindicaciones

Soledad Gallego-Díaz

La posición española, y la de los otros miembros de la Comunidad, quedó clara en el cónclave de ministros de Asuntos Exteriores celebrado la semana pasada en Noordwijk (Holanda). Claridad no quiere decir acuerdo, sino, en este caso, todo lo contrario. Cierto que aún se celebrará otra reunión de Exteriores y que los propios jefes de Gobierno negociarán personalmente durante dos días en Maastricht. Pero de momento las novedades que trajo. Noordwijk no fueron positivas para España.El Consejo ofreció modificar varios apartados del artículo 130 del borrador de tratado. De acuerdo con estas modificaciones, la Comunidad debería tener en cuenta la cohesión "al formular y desarrollar" sus diferentes políticas, la Comisión quedaría encargada de hacer un seguimiento a este respecto y se dejaría abierta la posibilidad de crear algún nuevo fondo para financiar determinados capítulos.

Los representantes españoles se declararon absolutamente insatisfechos y resumieron su propuesta en tres puntos:

1. Modificación de la tasa de cofinanciación: actualmente, la CE paga hasta el 50% de determinados proyectos destinados a regiones cuyo desarrollo no llega al 75% de la media comunitaria. España quiere que la financiación comunitaria pueda ser superior (más del 80%) y que puedan recibir esa ayuda quienes no alcancen el 80% u 85% de la media de desarrollo, de forma que no queden fueran regiones como Asturias o, incluso, Canarias.

2. No dejar abierta la posibilidad de crear nuevos fondos, sino establecer directamente la creación de uno, llamado de convergencia estatal, que tendría una duración indefinida y no, como han sugerido algunos expertos de la Comisión, algo destinado a acciones coyunturales y con vida limitada, hasta la creación de la moneda única. Este fondo, cuya dotación se fijaría en el futuro, no se aplicaría a regiones determinadas, sino a Estados, y permitiría financiar proyectos de infraestructuras, telecomunicaciones, equipamiento sanitario o equipamiento educativo, entre otros.

3. Modificación del artículo 200 del borrador, de forma que quede claramente establecido el principio de que los recursos propios de que dispone la CE deben ser obtenidos teniendo en cuenta una cierta progresividad (cuanto más tienes, más pagas). Es decir, acomodar el sistema "tributario" de la CE, de forma que no sea "insuficiente, ineficiente e injusto", como lo es en la actualidad, a juicio del Gobierno español.

La propuesta española no recibió en Noordwijk ningún apoyo. El ministro de Asuntos Exteriores de Dinamarca intervino para asegurar que todos eran conscientes de los problemas que se le planteaban a España, Grecia, Portugal e Irlanda, y defender la posibilidad de crear un fondo especial (no interestatal y no definitivo) para los conflictos concretos que provoque la nueva política comunitaria de medio ambiente. El ministro belga señaló que las reclamaciones españolas podrían quedar recogidas no en el articulado del tratado, sino en una declaración política en la que se hablara de la necesaria cohesión y de los medios para garantizarla. España rechazó ambas posibilidades.

Pocas horas después, Felipe González viajó a Holanda y a Alemania para entrevistarse con el presidente de turno de la CE, Rudd Lubbers, y con el canciller Helmut Kolh. A los dos les transmitió el mismo mensaje: el principio de la cohesión afecta a los intereses vitales españoles.

¿Por qué es vital? Un documento, interno elaborado por la Secretaría de Estado para la CE lo resume del siguiente modo: "Si España corre el riesgo de crecer con menores tasas por haber renunciado a tener una mayor soberanía sobre la política monetaria y si se dispone de un menor margen de maniobra respecto al presupuesto nacional, es decir, si no debe aumentar sus inversiones públicas [dos condiciones exigidas por la Unión Económica y Monetaria], los países más desfavorecidos deberían contar con unas transferencias regulares de recursos que contribuyan de manera razonable al ayudarles a reducir sus distancias con la media comunitaria y a soportar los ajustes a los que estarán sometidos por su especial situación".

A la hora de diseñar una estrategia para defender esos intereses, el Gobierno español optó por la frialdad y la credibilidad personal de su presidente. Los británicos tienen fama de flemáticos, y los españoles, de apasionados. La realidad, a la hora de las grandes discusiones, ha sido, por lo menos dentro de la CE, justamente la contraria. El Reino Unido ha actuado con el ardor de Carmen, y España, con la frialdad de mister Pickwick.

Cuando el Reino Unido constató que existía un gran desequilibrio entre lo que pagaba a la Comunidad Europea (CE) y lo que recibía de ella, Margaret Thatcher organizó un verdadero escándalo. La batalla por el cheque duró dos años (1982-1984), que aún se recuerdan en Bruselas con pavor, y fue ganada, con todos los pronunciamientos a favor, por la primera ministra británica, que obtuvo un retorno especial por valor del 66% de su déficit (más de 130.000 millones de pesetas). España, se enfrenta exacta mente al mismo problema y hasta el momento no ha desencadenado ningún huracán, ni en Bruselas ni en Madrid. Thatcher reclamo, además, el apoyo entusiasta de su opinión pública para defender su posición en la CE, mientras que González opta por hacerlo de forma tan discreta que no recurre siquiera a la presión del Parlamento nacional.

Como siempre que se habla de cosas "auténticamente vitales" en la CE de lo que se trata es de un problema de dinero. En concreto: España aporta el 8% del presupuesto global de la CE; hasta el momento ha conseguido obtener retornos de la Comunidad superiores al monto total pagado, pero si no se modifica el actual borrador del Tratado de Maastricht, a partir de 1993 el saldo será pura y simplemente negativo (ver cuadro 1). Es decir, lo que se discuta en Maastricht afectará de forma directa, económica y financieramente, al Presupuesto General de Estado.

Se trata, como dice el ministro Solchaga, de un problema "capital, económica y políticamente". "No lo hemos planteado a nuestros socios en términos de ruptura", afirma, "pero creo que todos son conscientes de la importancia que le atribuimos".

El problema, simplificado, radica en la forma en la que se obtienen los fondos con que se financia la CE y en la forma en la que se reparten de nuevo. En este momento, España entrega a la Comunidad una parte de lo que recauda sobre la base del IVA y paga la parte que le corresponde en todos los gastos que se aprueben (ayuda a la antigua URSS, subvenciones a los países perjudicados por la guerra del Golfo, etcétera). Ahora recupera ese dinero, algo incrementado, gracias a la parte que le corresponde en el FEOGA (fondos agrícolas) y el FEDER (fondos estructurales).

Según todos los estudios realizados por los expertos españoles, es imposible obtener en el futuro más de lo que se obtiene hoy día del FEOGA, es decir, un 8% o un 9%. Si prosperan como todo el mundo espera las negociaciones del GATT (un acuerdo que regula las condiciones de comercio en todo el mundo), las subvenciones dedicadas a la agricultura europea sufrirán un progresivo recorte. Puesto que el dinero no se incrementará, la única forma se-

ría recortar más el apartado dedicado a los agricultores del Norte para destinarlo a los del Sur, pero eso está absolutamente descartado por todo el mundo.

En cuanto al dinero procedente del FEDER, tampoco se puede esperar obtener un mayor retorno. En primer lugar, porque la mayoría de los proyectos que pagan estos fondos requieren una fuerte cofinanciación del país interesado, en este caso España, y de momento no hay nada por el estilo previsto en los presupuestos nacionales. La posibilidad de aumentar el FEDER sustancialmente, de forma que conservando el mismo porcentaje la cantidad retornada a España sea mayor, es también difícil.

Tal y como se distribuyen ahora, por cada 25 ecus (un ecu vale 128 pesetas) que se dedican a proyectos españoles, hay que destinar 38,2 tanto a Grecia como a Portugal e Irlanda, y 19,2 a Italia. Es decir, para aumentar el dinero destinado a España hay que aumentarlo para otros cuatro países, uno de ellos Italia, que ya está desarrollado y al que Alemania, Francia o el propio Reino Unido no desean enviar ni una lira más.

Además, hay que tener en cuenta que varias regiones españolas, por ejemplo Valencia e incluso Asturias, están alcanzando ya el 75% de la renta per cápita media comunitaria, por lo que se saldrían de la lista de regiones más favorecidas, en la que, por el contrario, han entrado los cinco länder de la antigua Alemania Oriental.

Se podría decir que la situación de España en la CE es paradójica y que lo será cada vez más, como no se remedie. La única forma de obtener retornos superiores a nuestra contribución sería a través de programas y acciones comunitarias como los fondos para la investigación o los fondos estructurales, a los que no podemos acceder en mayor grado porque precisamente no tenemos el desarrollo tecnológico ni el presupuesto nacional necesarios.

En teoría, la solución parece simple: puesto que no hay forma de recibir más, paguemos menos. Pero es o equivale realmente a mentar a la bicha en una reunión de supersticiosos. Plantear en la cumbre de Maastricht la modificación del sistema de recursos propios sobre el que se asienta hoy la Comunidad sería algo así como poner una bomba bajo la mesa o soltar una colección de víboras sobre ella. España ya lo sugirió tímidamente en 1988 (en forma de un nuevo recurso, o fuente de financiación, de carácter progresivo) y la iniciativa de Solchaga pasó como un día de lluvia en Bruselas: sin que nadie se sintiera impresionado. En Noordwijk se volvió a la carga sin mejores resultados.

La situación sería difícilmente mantenible si todo quedara como está ahora. Pero se convertirá sin duda en insoportable si el Tratado de Maastriclit no recoge algunas de las peticiones españolas.

La nueva unión europea implica serios sacrificios para un país medio como es España. Supone transferir competencias (soberanía o capacidad de decisión, como se prefiera decir) en sectores que generan mayores gastos tanto en la economía pública como en la privada. Y además, en muchos casos, renunciar al derecho de veto y someterse a la voluntad de la mayoría (por muy cualificada que sea). En concreto, materias como medio ambiente, asuntos sociales, consumo o sanidad, que se decidirían por mayoría, generan siempre fuertes obligaciones financieras, tanto para el Estado como para las diferentes administraciones públicas, e incluso para los agentes privados.

Los cálculos realizados por los diferentes ministerios españoles a este respecto son esclarecedores. Según Economía, la armonización de los salarios mínimos, sugerida por algunos países, supondría añadir 2,6 billones de pesetas al presupuesto actual de pensiones. Y ello sin contar la repercusión en el llamado "salario social", que está en relación con el mínimo interprofesional.

Gracias a que todo lo relativo a medio ambiente se ha decidido hasta ahora por unanimidad, el Gobierno español bloqueó la directiva sobre grandes instalaciones de combustión que propuso en su día la Comisión Europea. Implicaba para España una inversión en 10 años de 600.000 millones de pesetas, que tendrían que haber repercutido en el coste de las tarifas eléctricas. La propuesta inicial sobre depuradoras de aguas residuales hubiera representado, por su parte, otros 800.000 millones de pesetas.

El borrador de tratado hacia la unión europea prevé que a partir de una cierta fecha todas estas decisiones pasen a tomarse por mayoría cualificada, lo que resultaría inaceptable para España. Tan inaceptable como la posibilidad de que sea directamente la Comisión (oído un comité de especialistas) la que decida qué zonas, sin límite alguno, deben ser protegidas por la existencia de especies en peligro. Ello implicaría, por ejemplo, que no se podrían construir presas ni carreteras ni complejos fabriles o turísticos en dichas zonas sin permiso de Bruselas.

La posición española es que estas transferencias de soberanía (o competencias) generaran gastos "no asumibles ni prioritarios" para la economía nacional. Si todos los demás países están dispuestos a hacer "comunitarias" estas políticas, debería exigirse, al menos, que se aprueben los fondos necesarios para financiar, también comunitariamente, cada proyecto o decisión.

Hasta ahora, el borrador de tratado no ha contemplado esa posibilidad. La CE sólo prevé, de momento, apoyo financiero excepcional por dificultades económicas temporales, del tipo de las ayudas que concede el Fondo Monetario Internacional. Nada sobre compensación por razones estructurales.

A sólo 20 días de la cumbre, no parece fácil que los otros países comunitarios estén dispuestos a conceder algo más que la modificación de la aludida tasa de cofinanciación y una vaga declaración de intenciones. Pero, como decía Westendorp, "las declaraciones no sirven de gran cosa" frente a problemas reales. El Gobierno español y su presidente, Felipe González, son conscientes de que en Maastricht se juegan algo vital y están dispuesto a jugar sus cartas. El problema es que hasta ahora no han exhibido muchos ases. Si la cumbre, agobiada por otros problemas, opta por un tratado de mínimos, la batalla por "la pica en Flandes" será dolorosa.

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