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De un Karl a otro Carlos

A juzgar por las embestidas que aún provoca, Karl Marx no está muerto del todo. Tras una interminable agonía, todavía no se sabe bien si resta por firmar el acta de su defunción o sus funerales se prolongan (o postergan) más de lo que algunos desearían. El último en emprenderla con ese muerto viviente, pese a su "limitada afición por el tema", ha sido Carlos Solchaga. Que un ministro tuviera ideas es algo que, por lo raro de su exhibición, hasta ahora sólo cabía suponerlo. Ya es más difícil que las respete quien, por aquello de la necia moda idiomática, dice conceder a su opinión idéntico valor que a "cualquier otra" contraria... Pero que un ministro socialista segregue siquiera alguna idea socialista, eso va a resultar en adelante sencillamente inverosímil.En su aireada intervención ante el comité federal de su partido comienza el señor ministro por reconocer que la caída del comunismo va a salpicar al socialismo. Y en primer lugar, por la confusión creada en torno al significado de ambos conceptos ya desde la Crítica del programa de Gotha, de Marx... Pero es el caso que, de haberlas leído, sabría que en esas mismas páginas quedan expresamente distinguidos. Es de temer, pues, que el "par de tonterías" que el señor Solchaga tan bonitamente endilga a Marx pertenezcan a la cosecha propia del señor Solchaga. Pues el lema del socialismo no pregona, como reza el tópico ignorante y se encarga de remachar nuestro ministro, en "pagar a todos igual"..., que eso es lo que el alemán desprecia como comunismo vulgar y grosero, sino en exigir de todos según sus capacidades y dar a cada uno según su trabajo. Y como tal distribución tampoco parece justa (porque se limitaría a consagrar legalmente las diferencias puestas por la naturaleza), Marx propugna para el comunismo que a cada cual se le dará según sus necesidades. Todo lo cual no sólo desmiente el burdo criterio igualitario achacado al marxismo, sino que viene a actualizar una vieja doctrina de Rousseau que sería excesivo recordar al señor ministro.

Claro que, a la hora de marcar las fronteras entre socialismo y comunismo, todo depende de la autoridad a la que nos acojamos: Karl Marx o Carlos Solchaga. En caso de que, tras un somero examen de sus obras teóricas y su papel histórico respectivo, nos inclinemos por el primero, entonces las lecciones que extraer de aquella confusión serían muy otras. Por lo pronto, que si las repúblicas y partidos comunistas se han identificado impropiamente con el socialismo (que de ningún modo forjaron), con mayor razón habrá que negarles el nombre de comunismo, que sería una fase mucho más elevada. A renglón seguido, que no menos usurpan el de socialismo los partidos y Gobiernos socialistas contemporáneos, que ni por asomo lo tienen entre sus aspiraciones. Y habrá que concluir, en fin que socialismo y comunismo jamás existieron de otro modo que no fuera en el de las mejores utopías de la humanidad.

La segunda causa de aquella confusión indebida, sostiene el ministro de Economía, estriba en ciertos prejuicios largamente alimentados por el socialismo democrático. Verbigracia, la prolongada fe en la revolución, del todo incompatible con la creencia en la democracia... Muchos distingos, que dejaremos de lado, habría que hacer a semejante afirmación para consentir en ella. Recordaremos tan sólo, porque suele olvidarse, que el propio Marx propuso para los países desarrollados "ganar la batalla de la democracia" como el mejor cauce para la causa revolucionaria, y celebraba con entusiasmo las conquistas del sufragio universal. ¿Que la entendía como simple instrumento, y no como fin? Naturalmente, en la misma medida en que la democracia -y el señor Solchaga no hace sino corroborarlo- se defina como mera forma y no prejuzgue ningún con tenido particular. Porque cuando la democracia se presenta "como medio y como fin", en frase que algunos nos apresuraríamos a rubricar, entonces hay que añadir: como medio, la democracia política; como fin, la democracia económico-social. El señor ministro, en cambio, no parece vislumbrar otro sentido de democracia que vaya más allá de la declamatoria soberanía popular, derecho de voto, partidos políticos y regla de la mayoría. Nuestro hombre no llega siquiera a percibir cómo la perversión de los mecanismos contemporáneos de esa libertad política (tal como desde años atrás subrayan sus compañeros Bobbio o Flores d'Arcais; de otro lado, Habermas y Offe) está agostando las promesas de la democracia y trae a primer plano la cuestión de su legitimidad. Una vez reducida la libertad a su molde político democrático y, para colmo, a esta viciada forma vigente de democracia, las tesis del señor Solchaga suenan a insostenibles en boca de un socialista: "La libertad está por encima del socialismo (...), es primero que el socialismo". Más cuadraría a un socialista proclamar que las libertades democráticas -profundamente transformadas, desde luego, si quieren ser a su vez transformadoras- son requisito del socialismo y que el socialismo es condición última de la verdadera libertad. Pero aquí asistimos a una impecable inversión de los términos porque antes se ha procedido a un vaciamiento total de los conceptos. Mientras la socialdemocracia de un Bernstein, por ejemplo, consideraba al liberalismo como etapa previa del socialismo, todo indica que este su aventajado discípulo concibe el socialismo como estación de paso hacia un nuevo liberalismo. Cabe entonces sospechar que a la expresión "socialismo democrático" le sucede lo mismo que a aquella otra de "democracia orgánica": que en ellas el adjetivo no tuviera más fin que poner entre paréntesis el sustantivo.

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Para que no haya duda vengamos al otro presunto lastre del que debe desprenderse el llamado socialismo democrático si no quiere ser confundido (?) con el comunismo: el prejuicio contra el mercado. Ha de saberse que fuera de él no hay salvación, pues "donde no ha habido mercado, nunca ha habido libertad, nunca"... Dicho así, a palo seco, es el señor ministro quien se confunde o está interesado en confundirnos. Mercado, en mayor o menor medida, lo ha habido desde la prehistoria, y Aristóteles mismo ya fijó la diferencia entre economía y crematística, según tuvieran por objeto el uso o el cambio de los productos. Por el contrario, las libertades políticas que se le vinculan parecen conquista más reciente. Así que, de los múltiples mercados históricos (siempre más o menos subordinados, limitados y reglamentados por otras instancias sociales), habrá que distinguir la clase específica de mercado capitalista. Sólo éste es propio de la sociedad moderna, una sociedad que Marx caracterizaba por el hecho crucial de que en ella, tendencialmente, nada (personas, actividades y cosas) escapa al tráfico mercantil. Es cosa sabida que ese intercambio capitalista exige, desde su propia naturaleza y con vistas a su pleno funcionamiento,

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el tipo de libertades políticas de que gozamos: la igualdad y la libertad del individuo en tanto que cambista; en suma, el derecho civil y político propios de una sociedad enteramente atravesada por el mercado. ¿Qué dice, pues, en tono tan solemne el señor ministro? Una solemne tautología: que no hay ni un solo ejemplo histórico de sociedad organizada sin mercado (capitalista) que haya originado las libertades políticas (de voto, de partidos, etcétera) correspondientes a ese mercado. Y a tal punto tiene razón nuestro ministro, y tan conforme va con los tiempos modernos, que hasta podría agregar que el ejercicio de esos derechos ciudadanos adopta en nuestros días la forma misma mercantil. O, lo que es igual, que el mercado está a punto de engullirse las instituciones democráticas.

Mas no son esos prejuicios democráticos contra el mercado los que desvelan al ministro, sino los que pretenden fundarse en razones económicas y sociales. Comencemos por tranquilizarle. Nadie ignora (y menos qué nadie, Marx, quien lo reconoce a cada paso) los inmensos beneficios de toda índole que ha traído la expansión mercantil universal. Pero hasta un niño sabe también cuál es el precio pagado por aquellas ventajas medido en exterminio de poblaciones, explotación del trabajo, destrucción de la naturaleza, pobreza, dolor y muerte cotidianos. Las leyes ciegas (impersonales, inconscientes, naturales) del mercado producen inexorablemente tanto aquellos colosales bienes como estos incontables males, y produce los unos porque genera los. otros. Hace ya mucho tiempo -pongamos desde El capital- que esto fue mostrado y explicado. Desde entonces al menos, la cuestión estriba en cómo salvaguardar sus valores reduciendo al máximo sus horrores. Y, en general, la única salida es ésta: poniendo al mercado bajo el control de la sociedad (en su forma de Estado o de otras asociaciones civiles), y no al revés. Pues que se ignore la receta exacta de lo que debe y puede haber, para nada justifica que se pondere como insuperable lo que hay.

El ministro de Economía piensa de muy otro modo: "El orden espontáneo del mercado podría ser, y es en muchas ocasiones, injusto e insatisfactorio. Pero para eso estamos, para corregirlo, pero aceptándolo como parte absolutamente fundamental de la libertad de los seres humanos". Que se nos permita, antes de corregir el mercado, corregir una vez más al señor ministro. El orden del mercado capitalista (y el de toda la sociedad con él) es, precisamente por espontáneo, esencialmente injusto. La injusticia es su regla, y la justicia, su excepción; en el mejor de los casos, resultado casual e involuntario de un movimiento que sólo tiene como móvil la obtención de valor, dinero o capital. En el mercado de productos, éstos no se destinan a las necesidades reales que pueden satisfacer, sino a los valores de cambio que pueden respaldar a algunas de esas necesidades. En el de trabajo (que ya ha hecho de toda capacidad humana una mercancía) es el capital el que determina el número y la calidad de los hombres que necesita emplear y, por tanto, a quienes permite vivir. En el mercado de capitales, sólo su expectativa rentable decide el cuánto, dónde, cuándo y cómo de su inversión. Cualquier otra mirada le es esencialmente ajena, superflua, contra natura. Puesto entonces a hacer una falsa metafisica del (y de) supermercado, el ministro debería más bien reflexionar sobre la verdadera ontología de la sociedad capitalista. Es decir, acerca de qué significa para la realidad en general el ser-mercancía y socialmente sólo eso. Anticipemos la respuesta: su real enajenación, su corrupción.

No ya, pues, la libertad; ni siquiera la mera subsistencia de los individuos queda asegurada por el mercado. Incluso en los países más prósperos y democráticos se revela incapaz de proporcionar a la población bienes tan primarios como la alimentación o la vivienda (y ello porque tampoco puede garantizar su trabajo). Para atender las necesidades básicas en sanidad o instrucción, los Estados occidentales de bienestar se ven obligados a rescatarlas en lo posible del orden mercantil. Cuesta así esfuerzo entender que se denomine orden a lo que sólo puede funcionar a expensas del más absoluto desorden. Es un misterio que sea bastante corregir el mercado cuando aquello que dice procurar, incluso en su grado mínimo, exige. intervenir por sistema contra el mercado. Para advertir todo esto no se requiere el título de ministro, ni de economista ni de socialista; basta con el de ser racional. Pues podría ser que el ministerio quedara demasiado alto, el socialismo fuera una caricatura y la macroeconomía no sirviera, por lo general, más que para encubrir la microrracionalidad y la minihumanidad de los economistas.

¿Habrá que seguir adelante? No merecerá la pena apurar la defensa de un Marx que, a juicio del teórico tafallés, tan sólo tuvo ciertas apetencias de científico y que "en algún sentido lo era mucho más que algunos socialistas". El último misterio penoso nos aguarda al final del discurso: a falta de saber más firme, el señor ministro propone un "rearme ideológico" basado en la reconsideración de los aspectos éticos del socialismo. Si de veras los reconsiderase observaría que la ética socialista resulta incompatible con el ethos del mercado. Los viejos valores de solidaridad, cooperación, tendencia a la igualdad y eliminación de la pobreza son, desde luego, valores buenos; pero tan buenos como que son exactamente los contrarios a los valores mercantiles. Así que la ética predicada por el señor ministro, bastante más pro que contra el mercado, ni es de los principios ni de las responsabilidades. Es nada más que una ética mentirosa, imposible. Una ética deshonesta.

Aurelio Arteta es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco.

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