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El magnate británico pasó en soledad sus últimos días y cayó al mar desde su rincón favorito del yate

Juan Cruz

La certeza del juez de que la muerte del magnate Robert Maxwell, de 68 años, se produjo en su yate Lady Ghislaine, en aguas canarias, el pasado martes, "por causas naturales", ha cerrado de momento la carpeta del misterio, pero no ha podido difuminar las especulaciones sobre los últimos tres días de soledad de uno de los hombres más polémicos del mundo. Aparentemente, Maxwell cayó del barco, tras sufrir un infarto, a estribor por la popa, en su lugar favorito del barco, adonde acudía habitualmente a respirar él aire del mar. Maxwell padecía una afección pulmonar, y la noche de su muerte se hallaba especialmente agitado, caminando de un lado al otro del barco, paseando desnudo por cubierta y entrando y saliendo de su camarote.

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Maxwell aparecía en público, a bordo del yate en el que murió, con su imagen habitual: rimbombante y poco sutil, vestido con shorts, se interesaba en alta mar, a gritos, ante los yates vecinos, por el paradero de los atunes. En solitario, la última noche de su vida parecía otro hombre. Vestido con una camisa clara, un pantalón oscuro y con su chaqueta en la mano, Maxwell era un cliente más en un restaurante en el que a esa hora no había nadie. Los camareros que le atendieron en su última cena recuerdan la ansiedad con que pidió y consumió tres cervezas. El líder más conflictivo de la comunicación en el mundo, que en los últimos meses de su vida fue asociado con el Mosad (los servicios secretos de Israel) y con el tráfico de armas, no podía, desde la mesa donde cenaba el lunes una merluza, comunicar con un yate que tenía a tres kilómetros.

'Disfrutando más que nunca"

MaxweIl no dijo una sola palabra que revelara su estado de ánimo. Este hombre expansivo apareció como "pensativo, como si estuviera abrumado", según el maître del hotel Mencey, donde se produjo la solitaria cena del magnate. La versión oficial de sus últimas horas indica que habló luego desde el barco con su hijo Philip, y que con éste trazó planes de futuro. Los planes de futuro de MaxweIl no parecían incluir los de su propia salud: en aguas canarias se recuperaba de una gripe que ya duraba un mes, y a pesar de ello no interrumpió su costumbre de pasear desnudo por cubierta.Su capitán, Angus Rankin, ha dicho que durante el viaje, que se inició en Gibraltar hace una semana y que siguió por Madeira hasta recalar en Tenerife y en Las Palmas, "estaba disfrutando más que nunca. Disfrutaba de la comida y del clima, y se recuperaba del resfriado".

Esta supuesta satisfacción de Maxwell contrasta con la decisión del magnate de comer solo la última noche de su vida. El cónsul británico en Tenerife, Keith Hazell, describió ayer el estado de ánimo del magnate: "El fuerte catarro que padecía había hecho que no estuviera en su mejor momento".

Irritable, Maxwell se había disgustado con su tripulación porque no le habían conseguido una langosta para su cena, y ello originó el que pudo ser su postrer exabrupto: indignado, gritó en cubierta reclamando aquel alimento y luego se marchó en un taxi a disfrutar de su última merluza.

El cónsul inglés ha hecho este recuento: tres británicos mueren a la semana en Tenerife en incidentes similares al que ha supuesto la muerte de MaxweIl. Sin relacionarlo directamente con este caso, el cónsul dijo a un grupo de periodistas: "Normalmente, los británicos en vacaciones beben demasiado, comen demasiado, toman demasiado el sol y luego se tiran a una piscina de agua fría".

No parece ser el caso: Maxwell, aparentemente, se sintió asfixiado en torno a las cinco de la madrugada y acudió a su lugar favorito a tomar el aire: protegido por una cuerda, MaxweIl cayó, poseído por un infarto, por ese sitio del barco, en la, cubierta inferior del barco que lleva el nombre de su hija Ghislaine.

La tripulación estaba compuesta por 11 personas. Entre ellas, dos chicas, una británica y una danesa. El cónsul británico volvió ayer por la mañana al barco. El día anterior halló un ambiente más distendido entre los tripulantes, "aunque la familia está muy disgustada, y no es extraño, porque ese matrimonio duraba ya 47 años".

El día anterior el cónsul había hallado un ambiente de desolación y de estupor, "como si no se explicaran qué pasó". La única explicación yace ahora en un inmenso ataúd de madera en el que hace, su último viaje un hombre que, como El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, cambió su nombre y escaló altitudes multimillonarias para morir luego antes de caer al agua.

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