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Separación de poderes

En el corto espacio -no durará mucho- en que la democracia occidental no tiene competidor en el mundo -han quedado barridos los dos grandes rivales que le salieron en este siglo, el caudillismo fascista y el burocratismo estalinista-, la labor del intelectual, entendido en el sentido más amplio de ciudadano que se siente corresponsable de la res publica, ha de centrarse en la crítica del orden establecido, no desde criterios foráneos, que han perdido toda credibilidad, sino desde los mismos supuestos y valores en que dice fundamentarse la democracia. Hay que atreverse a tomarla en serio para dejar constancia del abismo que separa principios de realidades.Cierto que a estas alturas no hay forma de legitimar el poder sin recurrir a la democracia, pero, más allá de esta función legitimadora, muchos son los que descubren más inconvenientes que ventajas en la pretensión de los de abajo por inmiscuirse en lo que, según los de arriba, o no están preparados o no les concierne. De ahí la tentación permanente de reducir la democracia a la expresión mínima que resulta de aplicar con carácter exclusivo el principio de las mayorías.

La democracia, indiscutible como instrumento de legitimación, produce mayores desapegos cuando se pone énfasis en su verdadera esencia, no tan sólo una forma de selección de los gobernantes por el principio de la mayoría, sino fundamentalmente una de reparto o redistribución del poder. Porque en esto consiste en última instancia la democracia, un sistema para controlar el poder por el procedimiento de repartirlo. De ahí que la función principal de la democracia consista en poner límites y cortapisas al afán, consustancial con el poder, de crecer indefinidamente.

He aquí lo que cabría llamar la paradoja del poder: cuanto más tiempo se tiene, más se necesita para conservarse e imponerse. El poder lo es únicamente en la forma de aspirar a más poder. La democracia, al tratar de distribuirlo entre el mayor número, representa el único antídoto de que disponemos para recortar, cercenar, limitar un poder siempre creciente, al menos como pretensión. La última consecuencia, al tender la democracia a repartir el poder por igual entre todos, acabaría por suprimirlo. Utopía que ciertamente la democracia lleva en su seno, hasta el punto de que no cabe ser demócrata sin una buena dosis de utopismo. Pero esto ya es harina de otro costal.

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Pues bien, lo que caracteriza a la joven democracia española es haber pasado en un tiempo récord de la comprensión más amplia y utópica de democracia a manejar una noción tan restringida que llega a eliminar la función principal de control del poder, para subrayar exclusivamente el principio de la mayoría que, aislado en sí mismo, resulta compatible con la concentración del poder en una sola persona. Sobre la significación originaria de la democracia como un sistema para impedir la condensación del poder en uno absoluto, se superpone una segunda en la que el principio de la mayoría podría emplearse incluso para legitimar a un poder absoluto con tal de que haya sido elegido por mayoría. La democracia pasa así de ser un sistema de limitar el poder a uno de selección de los que lo ostentan.

Se trata de dos versiones de democracia que pueden resultar hasta irreconciliables; en la primera, surgida como reacción a la monarquía absoluta, lo primordial es controlar el poder, cualquier poder institucional o social; en la segunda, ya pervertida por el uso, la democracia se agota en el principio de la mayoría para seleccionar a los que lo ostentan, sin otro control efectivo que el que ejercen los ciudadanos con su voto cada cuatro años.

En este segundo modelo, el que disponga de la mayoría estaría legitimado para hacer todo lo que se le antoje -el poder, o es arbitrario o no es poder-, y ello, sin que, importe cuál fuere la proporción de la mayoría respecto a la totalidad -si la medimos no por el número de los que hayan votado, sino, como sería más lógico, en relación con los que tienen derecho al voto, pondríamos de, relieve que los Gobiernos suelen representar una minoría social que sólo se distingue de las rivales por haber conseguido un poco más de compactibilidad- los medios empleados para conseguirla: la noción de democracia, como principio de la mayoría que se renueva cada cierto tiempo, concluye en el corolario de que el alfa y omega de toda actividad política es el poder, con lo que todo vale para conseguirlo y, en teniéndolo, para conservarlo. En fin, el que ostenta la mayoría, no importa cómo haya sido medida ni con qué medios alcanzada, puede hacer lo que le parezca; luego la ciudadanía ya tendrá ocasión de confirmarlo o rechazarlo.

El Gobierno discurre y actúa como si hubiera hecho suyos los dos postulados siguientes: primero, el único poder legítimo es el que ha sido elegido por mayoría; o, si se quiere, es el más legítimo entre los poderes legítimos, por . ser el originario. Segundo, en virtud de esta legitimación original, el Ejecutivo puede hacer todo lo que le parezca conveniente, incluso desviarse del orden legal establecido si la razón de Estado así lo exigiera.

La legitimidad proveniente de contar con la mayoría bastaría, por un lado, para justificar la persistencia de elementos propios del Estado no democrático: secretos de Estado, fondos reservados sin control de ninguna clase, que van a parar a las cloacas en las que se dice también el Estado democrático tendría que estar presente. Por otro, cualquier poder del Estado que subraye su propiálegitimidad y se comporte con la autonomía que le garantiza la Constitución, si disintiera en algún punto de la voluntad del presidente, el hecho mismo de la discrepancia revela un carácter reaccionario, ya que aquél encarna por definición la voluntad de la mayoría progresista, que es la que le ha elegido y sostiene con sus votos.

En nombre del principio de la mayoría, como en tantas otras ocasiones en la historia contemporánea, asistimos a una negación sistemática de las estructuras democráticas más elementales, la principal, la división de poderes como modo de control mutuo. Importa no olvidar que la democracia moderna surgió precisamente en Estados Unidos de América para impedir cualquier forma de concentración de poder que pudiese desembocar en un poder absoluto. El equilibrio de los distintos poderes, sin que el uno se trague al otro, constituye la base sobre la que se levantan las demás instituciones democráticas.

En España es un secreto a voces que el poder del Ejecutivo, ha invadido todas las esferas. El sistema parlamentario conlleva ya de por sí una subordinación de hecho del poder legislativo al ejecutivo, al controlar éste a la mayoría parlamentaria que necesita para gobernar. Se ha esfumado en mera pretensión sin apenas realidad el llamado control parlamentario del Gobierno, arrastrando consigo el prestigio del Parlamento. Pero donde últimamente chirría de manera cada vez más escandalosa y preocupante es en las relaciones entre el Ejecutivo y el poder judicial. El Ejecutivo, al haber asumido con todas sus consecuencias la lógica del poder, parece no estar dispuesto a tolerar un poder judicial verdaderamente independiente.

Veamos algunos síntomas graves: el destituido vicepresidente no se harta de declarar que el proceso abierto contra su hermano es producto de una conspiración de unos cuantos desaprensivos omnipoderosos que, de creerle, manejarían a su antojo al tribunal; el presidente del primer partido de la oposición no duda en atribuir a presión política del partido gobernante el que haya sido invitado a declarar como testigo. Dos políticos del máximo relieve se permiten la desfachatez de acusar gravemente de parcialidad a sendos tribunales de justicia, remachando los prejuicios sociales existentes al respecto, sin que, al parecer, haya habido respuesta de los tribunales, ni tampoco -y esto es lo que me parece grave- por parte de la opinión pública.

El ministro del Interior, que, como se sabe, al referirse a algunos jueces no tiene pelos en la lengua, se encuentra en la dificil coyuntura de tener que dirigir en un Estado democrático el aparato policial heredado del franquismo. En vez de retomar la tarea pendiente de democratizar a la policía -algo tan esencial quedó sin hacer en la transición-, prefiere salir del atolladero concediéndola una mayor autonomía de los jueces, aunque para ello tenga que recortar derechos fundamentales de los españoles. El señor ministro no ve otra forma de mejorar los servicios de una policía que, al no haber estado en el pasado acostumbrada a respetar los derechos de los ciudadanos, si se le obliga a ello, se muestra por completo ineficiente.

Un paso gigantesco más en el fortalecimiento de un Ejecutivo que no mostró el menor pudor a la hora de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial en razón de su disposición a votar como presidente a aquel que para el. cargo había previsto el Gobierno. Hace unos días leí en este mismo periódico que el Gobierno ya tiene in péctore el nombre del próximo presidente del Tribunal Constitucional. Espero de la independencia y dignidad de los ocho miembros del tribunal que quedan después del relevo, tan gravemente insultados en su dignidad e independencia, que sabrán votar a cualquier candidato que, según su leal saber y entender, consideren cualificado, menos al propuesto por el Gobierno. Sí, después de tener ya de por sí una influencia excesiva en la elección de los miembros, el Ejecutivo designa también a los presidentes del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, habrá desaparecido el último vestigio de una separación de poderes, fundamento en que ha de sustentarse cualquier ordenamiento democrático.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín y militante del PSOE.

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