Un Moisés de tercera mano
El metal precioso con que los españoles se toparon "de manos a boca", por así decirlo, desde el primer instante en la isla que bautizaron como La Española fue la señal que marcó decisivamente para en adelante al Imperio Carolino -también llamado "Imperio Español"- como un imperio fundamentalmente minero, condicionando, a tenor de este sentido, y de una vez por todas, la relación de los españoles con los indios. Así, dejando aparte ahora las terribles matanzas de la conquista y las vesanias del expolio, el desiderátum permanente de los poderes metropolitanos, comprendido y compartido en mayor o menor medida por los sectores más conscientes del criollaje tanto de nacimiento como de elección (incluido el propio Cortés, aunque, a despecho de su marquesado, acabase muriendo en la metrópoli, pero siempre dejando bien heredada en ultramar su descendencia), consistió, de manera precisa y demostrable ley en mano, en encontrar el equilibrio justo entre el máximo grado de explotación de los indígenas y el grado cero de disminución del censo demográfico de las poblaciones explotadas, propósito que, ya sea el incontenible empuje maximizador connatural a cualquier forma de furor del lucro individual, ya sea el imprevisible y asolador azote de las recurrentes epidemias, ya, en fin, la casi siempre catastrófica incompetencia y confusión política y social de las administraciones sucesivas, hicieron fracasar estrepitosamente en los tres siglos de dominación. Tal relación entre la preocupación por la conservación del indio y el interés concreto vinculado a la necesidad de su reproducción puede encontrarse en infinidad de escritos y de leyes, pero baste por muestra la Ley 21 del título XII del libro VI de la recopilación de 1680 (tomo segundo de la edición de Julián de Paredes, Madrid, 1861, folio 244 recto y verso): "Por la mita, y repartimiento ordinario en el Perú, no se pueda sacar de cada Pueblo más q[ue] la séptima parte de los vezinos, q[ue] huviere en aquel tie[m]po, considerando, que no se deve atender tanto a la más, o menos saca de plata, y oro, como a la conservación de los indios, sin cuyo trabajo, y diligencia cessaría el beneficio, y labor de las minas: y si todavía pareciere necessario aumentar este número a cada vezindad, suspéndase el efecto desta ley, informándonos el Virrey con expressión de las causas, que le obligaren [acentuación actualizada por mí]". Dejando aparte a los "protectores de los indios", movidos por impulsos religiosos, que fracasaron en su empeño aún más, si cabe, que la Administración política metropolitana, ésta tuvo por mira y por preocupación capital en todo tiempo la de velar por la reproducción demográfica de las poblaciones explotadas, aunque con la clamorosa falta de éxito por todos conocida. El genocidio propiamente dicho ni entró nunca en sus miras ni en sus hechos ni podría haber cuadrado con sus intereses.El cariz inicial de la colonización anglosajona, tanto por lo que ya de partida iban buscando los colonos como por lo que hallaron, de hecho, en ultramar, aparece totalmente distinto. La fórmula española de la colonización, esto es, la de un empresario individual que, mediante contrato con el soberano, se convierte en concesionario de una determinada zona "descubierta o por descubrir" y en general más o menos vagamente delimitada, ya sea por una franja de costa definida de modo negativo por sus dos extremos, ya en ocasiones por puntos cardinales definidos en grados o, más comúnmente, en leguas por un solo extremo (como la que dio lugar a la querella entre Cortés y Blasco de Garay sobre el río Panuco, o la que fue pretexto de la sangrienta guerra entre Almagros y Pizarros a propósito de El Cuzco), ofrece, por cuanto yo pueda saber, un único ejemplo importante en la colonización anglosajona: la fundación de Virginia por Walter Raleigh en 1584; y aun en este caso se vio pronto sustituida por uno de los modelos clásicos tanto británico como holandés, o sea, el de las compañías comerciales, puesto que en 1607 la concesión de Raleigh había sido absorbida por la Compañía de Virginia, que fundó Jamestown. Pero más peculiar y sobre todo más relevante para lo que aquí me importa es el otro modelo de establecimiento colonial anglosajón: el de una secta religiosa minoritaria perseguida o mal vista en la metrópoli, cuyo paradigma o arquetipo es el de los 102 puritanos que, de entre los huidos a Holanda en 1608, regresaron en 1620 a Southampton sólo para embarcar en el Mayflower con rumbo a Jamestown. Si las corrientes marinas y los imponderables de la navegación les hicieron surtir en realidad bastante más al Norte, su idiosincrasia religiosa debió de hacerles atribuir esta deriva de unos cinco grados de latitud norte a los designios de la Providencia, pues el caso es que allí donde arribaron allí mismo se quedaron. Más de 20.000 correligionarios fueron a reunirse con ellos hacia 1633, y así quedó formado el núcleo demográficamente suficiente de Nueva Inglaterra. Pues bien, las inclinaciones veterotestamentarias del puritanismo, reforzadas en estos emigrantes por una suerte de identificación con el pueblo del Éxodo mosaico, unidas, por una parte, a la gran diferencia de las tribus indígenas con las que se toparon, por cuanto más indómitas y más "primitivas", con respecto a los taínos de La Española, y no digamos con respecto a las gentes del Imperio Azteca o del Imperio Inca, y, por otra, a las condiciones de la tierra, sin muestras aparentes de metales preciosos -que de todos modos aquellos piadosos pilgrimas se habrían resistido a beneficiar-, hicieron que tales establecimientos pusieran inicialmente la colonización anglosajona bajo un signo predominantemente agrícola, predisponiendo además a los colonos, de modo aún más voluntario que obligado, a la autosuficiencia. Mientras al colono español jamás se le pasó por las mientes ir a labrar la tierra con sus manos, sino a ser señor de labradores indios que arasen para él, o, aún mejor, patrono de mineros que lavasen la arena de los ríos o bajasen al infierno de las minas para poner en sus manos el oro o la plata así obtenidos, en cambio, ya desde el mismo instante de zarpar de Europa, los puritanos iban dispuestos a labrar la tierra con sus propias manos, a levantar sus casas y su iglesia y a vivir a solas, en una comunidad homogénea y casi teocrática, en sus poblamientos. De esta manera, salvo como expertos guías individuales de tramperos cazadores de pieles, más típicamente franceses (Quebec fue fundada en 1608) que ingleses u holandeses, los indios del Norte eran ya por lo pronto, en el mejor de los casos, una gente perfectamente innecesaria, y en el peor, unos fantasmas inoportunos y obstinados que era preciso ahuyentar, expulsar y dispersar. Otra colonización religiosa -harto efimera por lo que yo haya podido averiguar- fue la de un grupo de hugonotes franceses en la costa de Florida unos 30
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años antes del Edicto de Nantes.
En cuanto al modelo de colonización holandés, que, salvo por la Guayana y Curaçao, fue poco duradero en América, pues, tras haberse establecido en 1616 poco por bajo de donde cuatro años después arribaría el Mayflower, apenas tuvo tiempo de fundar, en 1652 y bajo el nombre de Nueva Amsterdam, la que sólo 15 años más tarde, habiendo caído en poder de los ingleses, sería rebautizada como Nueva York, fue un modelo que llegó a mezclar, al menos en un punto particularmente sensible, el rasgo de compañía de navegación comercial con el de asentamiento de comunidad religiosa de inspiración veterotestamentaria. Aquel mismo año de 1652 de la primera fundación de Nueva York, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales fundó, como dependencia no ya de la metrópoli, sino de su propia central de Batavia, la Ciudad del Cabo. Las exigencias impuestas a los colonos por la compañía prefiguraron la religiosidad patriarcal y en ciertos casos neomosáica de los futuros bóers: una moralidad intachable en el sentido de la iglesia reformada, una autosuficiencia económica total con prohibición de relaciones tanto con los no holandeses como con los indígenas y, final mente, la lectura de la Biblia en familia, que sólo al padre, erigido en patriarca, competía comentar. Cuando en 1685 la revocación del Edicto de Nantes, o de Tolerancia, por el rey Luis XIV provocó la desbandada de los hugonotes sobre todo hacia Holanda y Alemania, 550 de ellos decidieron embarcarse en los galeones de la compañía y fueron amorosamente recibidos y acogidos en comunidad de los que ya empezaban a llamarse boers (boyeros).
Y aquí es donde encaja la observación de que tanto los rasgos de minoría religiosa blanca segregada en la metrópoli comunes a los pilgrims puritanos del Mayflower, a los boyeros holandeses llevados por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales a la Ciudad del Cabo -y, en un principio, sólo como criadores de reses destinadas al aprovisionamiento de los navíos que hacían la carrera de la especiería- y a los hugonotes que se les unieron, como determinadas coincidencias en el tiempo con la ulterior historia de los bóers, sugieren una particular interpretación del sionismo, y especialmente de su corriente extremista "Eretz Yishraël". En 1838, un año después de que los bóers, ya sometidos desde 1806 a la dominación británica, descontentos con ciertas exigencias de la Administración, emprenden, en número de 2.000 familias, el Gran Trek (id est "gran éxodo"), saliéndose, con sus carretas y sus ganados, del territorio colonial, Moisés Montefiore propone la creación de un Estado para los judíos. En 1881, tras la derrota de los británicos por los bóers de la reciente República del Transvaal, presidida por Paul Krüger, la corona acepta la independencia del Transvaal, pero reservándose el control de la política exterior, por lo que algunos grupos de bóers descontentos emprenden un nuevo éxodo y fundan otras dos repúblicas: "Stellalandia" la una, y la otra con el significativo nombre de Goshen (es el nombre de la región de la península del Sinaí, lindera con Egipto, en la que el faraón permitió establecerse con toda su familia y haciendas a Jacob-Israel, el padre de José, su gran ministro e intendente del Alto y Bajo Imperio), y en 1882, León Pinsker, con su libro Autoemancipación -en el que se propone como solución del antisemitismo el asentamiento de los judíos en Palestina- da impulsos al comienzo de la primera Aliá (inmigración de judíos en Tierra Santa). Por otra parte, nada hay más ajeno a la benigna y pacífica religiosidad judía de la sinagoga europea medieval y moderna -surgida del triunfo exclusivo de la secta de los fariseos- que el yaveísmo o el éxodo mosaico y la belicosa invasión de Canaán, ni nada más extraño a la sociedad urbana y burguesa de las juderías de la diáspora y a sus ocupaciones mercantiles, artesanas o de profesiones liberales y con una media de nivel cultural siempre muy superior a la de todo su entorno, que la dedicación a la agricultura o la ganadería. Surge así la fortísima sospecha de que el sionismo no es algo reflorecido en el seno de las propias comunidades judías, a partir de una tradición autóctonamente conservada, sino una artificiosa reinvención secundaria rebotada del veterotestamentarismo rehabilitado ad hoc por ciertas sectas cristianas reformadas, como comunidades religiosas minoritarias perseguidas, especialmente inglesas y holandesas. "Eretz Yishraël" no sería, así pues, sino el último caso de arreglo mediante emigración y establecimiento colonial de una comunidad blanca minoritaria discriminada y perseguida, como en el caso de los pilgrims del Mayflower. Una ya un tanto rancia superproducción norteamericana en tecnicolor sobre el éxodo mosaico se recreaba precisamente en todos los detalles capaces de establecer, sin reparar demasiado -siempre que fuese "por exigencias del guión"- en algún que otro anacronismo, una explícita identificación del pueblo de Israel, esta vez no con los pilgrims del Mayflower, sino con sus feroces sucesores, los pioneers del Destino Manifiesto, con sus carretas de toldo redondo, sus niños con gatitos en los brazos, sus vigorosas mujeres de pañoleta atada a la barbilla y de holgadas y largas sayas remendadas, y hasta un Charlton Heston que, encarnando a toda barba al mismísimo Moisés, daba con estas palabras la salida: "¡Partamos hacia la tierra de la Libertad!". De hecho, las discusiones sobre un arreglo mediante asentamiento colonial para la comunidad judía llegaron a enfocar las cosas, al menos al principio, como si se tratase de cualquier otra minoría social blanca segregada, supuesto que, como territorios idóneos para ello, se barajaron, que yo sepa, por lo menos Uganda, Madagascar y El Canadá, incluso después de haberse propuesto Palestina. Para el propio Herzl estaba claro el papel del judío como el del blanco que, por su superior civilización, está capacitado para colonizar y dominar: 'Tara Europa constituiríamos allí un trozo de muralla contra Asia; seríamos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie" (Der Judenstaat, 1895). ¡Nada, pues, para él, de idílicas comedias pastoriles, de agropecuarias ficciones patriarcales! ¡Poder tan sólo, puro y duro poder territorial, como es propio de todo colonialismo blanco! Pero yo digo: entonces, ¿por qué precisamente Canaán? ¡2.000 años de consanguinidad desparramada -y sin embargo, presuntamente conservada- por cinco continentes no pueden ser realmente más que un caso muy grave de histrionismo historicista! ¡Habiéndosenos perdido, al que más y al que menos, casi todo o aun todo -y a veces hasta la sombra- en todas partes, aún seguimos andando por el mundo como el que no ha perdido nada, como el que todo lo tiene bien guardado en sí mismo y en la que se le antoja decir que es su tierra! A tenor de lo cual, el éxodo sionista sería una expatriación colonizadora, urdida sobre el precedente de las ya referidas minorías cristianas reformadas y sugestivamente maquillado con los alegóricos colores, miméticamente asimilados, de un neoveterotestamentarismo remasticado ad hoc por dichas sectas cristianas protestantes. Al retomar, de este modo, la tradición mosaica de una ya artificiosa rehabilitación cristiana, Eretz Yishraël sería como repatriación, desde el punto de vista de móvil ideológico, algo aún más gratuito y fantasmal de cuanto podría llegar a serlo un pretendido "retorno" de los sefardís a Sefarad.
De modo que si el Moisés del veterotestamentarismo protestante era ya un Moisés resucitado ad hoc, como ideología conveniente tanto para los pilgrims del Mayflower como para los pioneers del Destino Manifiesto, y, por tanto, de segunda mano, el Moisés de Eretz Yishraël, reimitado del neoveterotestamentarismo cristiano reformado, sería un Moisés de tercera mano.
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