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Tribuna
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Reflexión sobre la violencia policial

Una serie de casos ocurridos recientemente en diversas partes del mundo parecen señalar un recrudecimiento de la forma quizá más frecuente del abuso del poder: la violencia policial. Con la sospecha de que estos casos no son ellos mismos el problema, sino el resultado de otro más grave, quiero intentar una reflexión sobre el asunto. El hecho de que dos de esos incidentes hayan ocurrido en lugares que conozco bien -Los Ángeles, donde viví ocho años; Lima, donde nací- quizá lo haga más justificable.Posiblemente el más difundido en los últimos meses ha sido el ocurrido en Los Ángeles, a tal punto que ha generado una cadena de denuncias por otros casos semejantes en diversas partes, dentro y fuera de Estados Unidos. Supongo que el público de España ha podido ver algunas imágenes del vídeo que registró la brutal golpiza que un grupo de policías de Los Ángeles propinó a un hombre negro, quien, como consecuencia del ataque, ha sufrido daños cerebrales quizá permanentes. La televisión norteamericana lo ha mostrado varias veces; debo confesar que ver el vídeo completo es casi intolerable. Nos da un ejemplo patente de cómo la policía puede adoptar una conducta criminal con el pretexto de que está combatiendo el delito, aunque el delincuente no ofrezca ninguna peligrosidad y esté ya completamente sometido. Hay un momento terrible en el que un policía, al parecer cansado de golpear al hombre caído sobre el suelo, le cede el turno a un compañero, más fresco que él; otro muestra a un policía tratando de acomodar el cuerpo derribado para que los golpes sean más efectivos. El vídeo es un documento espeluznante de lo que puede pasarle a cualquiera, especialmente si es negro, si cae en manos de una organización que, teóricamente, existe para protegerlo.

Conozco un poco de cerca a esta policía porque la he visto actuar en calles, carreteras y barrios de Los Ángeles. La primera acusación que puede hacérsele es que trata a los ciudadanos de acuerdo con su origen racial o su posición social. En las privilegiadas calles de Beverly Hills o Westwood, donde circulan los Rolls-Royce y los Mercedes Benz, la policía no sólo parece actuar con eficacia y prontitud, sino hasta con amabilidad. Una vez, un policía en moto me cruzó intempestivamente mientras yo manejaba mi auto (que, por cierto, no era ni un Rolls ni un Mercedes) por una vía preferencial. La luz de un semáforo nos detuvo a ambos un poco más adelante. El policía acercó su moto, me saludó y me ofreció disculpas; cuando se enteró de que yo enseñaba en una universidad se mostró más cordial todavía y me trató respetuosamente de professor, pese a que podía reconocer mi acento.

El incidente es minúsculo, pero revelador, porque ejemplifica una regla no escrita del poder: se puede ser suave con los iguales (o los de arriba), pero hay que ser duro con los débiles. Porque este mismo cuerpo policial protagonizaba simultáneamente claros actos de abuso y arbitrariedad: robar el poco dinero que tenían en el bolsillo los inmigrantes ilegales de México y Centroamérica; intercambiar favores sexuales (si la víctima era una mujer) por ignorar infracciones de tránsito; sistemáticas formas de agresión contra la población negra o hispana (como llaman en Estados Unidos a los de origen latinoamericano, aunque los españoles estén excluidos de la confusa denominación). Varios estudiantes me contaron que, por ser jóvenes y de color, se habían resignado a ser detenidos en plena carretera simplemente por la sospecha de que el auto de su propiedad era robado. Recuerdo haber visto a Miles Davis, el gran músico negro de jazz, declarar en televisión que tuvo que ponerle a su Ferrari rojo una placa con su nombre, para hacer más fácil su identificación si lo detenían, lo que ocurría con frecuencia. Es decir, hay una considerable parte de la población norteamericana que está constantemente acosada por la fuerza policial cuyos sueldos ellos ayudan a pagar con sus impuestos locales. Es fácil comprender su desaliento y frustración. En este contexto hay que recordar que las campañas por los derechos civiles de los negros son parte de la historia reciente: ocurrieron hace apenas 30 años, y aunque sus avances han sido enormes, quedan todavía áreas y aspectos que no han sido mayormente modificados por las leyes antisegregacioniktas. Uno de esos aspectos es el de la composición interna de los cuerpos policiales, especialmente en las ciudades donde hay una alta cuota de minorías raciales. El problema es doble: por un lado, la policía sigue siendo predominantemente blanca, y eso hace que las tensiones dentro de comunidades racialmente mixtas alcancen fácilmente un punto explosivo; por otro, la actitud del policía promedio es recelosa de las minorías porque las asocia directamente con la alta incidencia del crimen y la violencia urbana. Una comisión especial nombrada pata investigar el incidente de Los Ángeles descubrió que en las comunicaciones radiales entre los policías era normal referirse a los negros. como "monos a los que hay que darles una buena paliza". En otro caso parecido, en el que un sospechoso fue golpeado 28 veces por un policía de Tejas, éste declaró que sólo había hecho "lo que había sido adiestrado para hacer".

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Y esto nos lleva -aunque no hay ninguna semejanza entre las respectivas realidades sociales- al caso de la policía peruana. Hace poco, una noticia proveniente de Lima alcanzó notoriedad: en un operativo policial lanzado contra miembros de la secta terrorista Sendero Luminoso, un estudiante de medicina y dos adolescentes, que tuvieron la mala suerte de pasar por allí, fueron detenidos, introducidos a puntapiés en un vehículo policial, y aparecieron poco después muertos a balazos. La policía, ciertamente, dijo no saber nada del asunto, pero la escena de la detención había sido captada por un camarógrafo de televisión con innegable nitidez, y el escándalo se desató. The New York Times publicó un fotograma del vídeo que habla por sí solo: en primer plano, muestra el gesto aterrado de un muchacho aplastado bajo la bota de un policía. Poco antes, en la selva, un avión de pasajeros había sido abatido con armas de fuego por un destacamento policial que, presuntamente, lo confundió con un avión de traficantes de droga; todos sus ocupantes murieron. Como es bien sabido, estos actos de arbitrariedad o torpeza supremas ocurren en un ambiente de violencia generalizada por el terrorismo político y por el narcotráfico, que durante más de una década han dominado la vida político-social peruana. Se calcula que durante ese periodo han muerto o desaparecido en el país un promedio de 10 personas al día, y este año ese promedio ha crecido a 18. Con extensas zonas del territorio liberadas por la insurgencia y otras bajo total control de los narcotraficantes, Perú es un país desangrado por una guerra interna cuya crueldad e insensatez ya no sorprende a nadie.

Tres distintos Gobiernos han tratado de combatir el terrorismo lanzando al Ejército y a la policía en una vasta campañía antisubversiva; los resultados han sido desalentadores. Hay que reconocer que ninguna de las dos instituciones estaba preparada para una guerra de ese tipo y que los primeros en sufrir las consecuencias han sido ellas mismas, con cientos de muertos y heridos; su personal está aterrado y desmoralizado. Pero al mismo tiempo su intervención no ha hecho sino ampliar los efectos de la violencia creando otra nueva y todavía más odiosa: la violencia estatal, que no obedece sino a sus propios designios. Este resultado puede considerarse la más importante victoria de Sendero Luminoso: demostrar que el Estado democrático es la máscara y que su brutal aparato represivo es su verdadero rostro. Descubrir que la policía peruana (y en menor medida, el Ejército) es corrupta, ineficiente, escasa en recursos técnicos y abusiva de la población civil no es nada nuevo. Hace muchos años, la policía recuperó unas barras de oro que habían sido robadas, pero ella misma robó parte de ese botín, y nunca se supo adónde fue a parar; lo mismo acaba de ocurrir con un decomiso de varias toneladas de droga. Una vez, Los Angeles Times publicó una noticia que me avergonzó: un extranjero en Lima denunció un robo en su casa de Lima, y cuando los policías fueron a investigar, notó que uno de ellos, al irse, se metió al bolsillo un objeto de plata. Los peruanos sabemos que es una práctica común que los policías, en compensación de su magro salario, detengan a un ladrón de poca monta, no para llevarlo a la justicia, sino para comisionarle, a cambio de su libertad, una nueva fechoría en la que dividen ganancias.Ante lo que está ocurriendo hoy, lo anterior parece anecdótico: ahora la misma impunidad funciona cuando se trata de desapariciones y ejecuciones clandestinas. Tal situación es posible porque se ha producido un total colapso de la autoridad civil. El Perú actual vive en un estado general de anarquía, en la que ya no se respeta -como dijo un humorista- ni la ley de la gravedad. Como el sistema judicial es inoperante, los que tienen el poder, o algún tipo de poder, lo ejercen sin límites y sin temer consecuencias; mejor dicho: usurpan sus funciones. No es extraño, por tanto, que las fuerzas policiales y militares capturen sospechosos, decidan quiénes son culpables y ejecuten la sentencia. De hecho, la población civil teme tanto a estas fuerzas como a las del terrorismo y la delincuencia: espera ataques de ambos lados. La policía usa sus armas para protegerse a sí misma, y los ciudadanos velan como pueden por su propia seguridad.

Situaciones tan graves como ésta no son fáciles de resolver. Pero tanto en Los Ángeles como en Lima es evidente que la violencia policial es una manifestación de problemas distintos cuya raíz es, sin embargo, común. Lo que revelan es que el sistema policial sencillamente ha sido superado por la realidad y los conflictos propios de las sociedades contemporáneas: no está a la altura de su propia tarea. Y mientras no se reconozca que ese desfase existe tanto en los barrios de Estados Unidos como en los de América Latina (y en todo el mundo, para ser imparciales), los abusos y los crímenes de las instituciones creadas precisamente para combatir el crimen seguirán ocurriendo, y el deterioro de las comunidades humanas continuará acelerándose. El abuso policial ocurre no sólo porque el poder tiende siempre a excederse, sino porque nosotros, como sociedad civil, hemos abdicado de nuestras propias responsabilidades: es el precio que pagamos por ser indiferentes. La violencia policial es parte de la violencia que hemos dejado florecer en la política internacional, en la publicidad, en la vida cotidiana. El totalitarismo comienza en nuestras propias calles. Recordemos: peor que un país donde no se respeta a la policía es otro donde sólo se respeta a la policía.

José Miguel Oviedo es crítico literario, ensayista y profesor de Literatura de la Universidad de Pensilvania.

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