Bandos y bandazos
LOS BROTES de autodefensa ciudadana contra la amenaza de la droga, surgidos fuertemente estos días en diversos puntos del territorio español, están adquiriendo connotaciones inquietantes. Nadie duda de que la cada vez mayor conciencia de la población ante tal amenaza es un factor de primer orden en una estrategia que pretenda ganar la guerra que los traficantes de la muerte han impuesto a la sociedad. Nada de artificial tiene, pues, el sentimiento colectivo de inseguridad y de miedo que tal amenaza genera ni debe escandalizar que desde lo profundo de la sociedad se reaccione contra ella.Lo que debe escandalizar y ser condenado sin miramientos son algunas de las formas de rechazo que tal conciencia popular adopta. Es intolerable en una sociedad civilizada que nadie se tome la justicia por su mano e inadmisible que se enjuicie y condene a etnias enteras o a colectivos marginados por causa de su color o forma de vida, convirtiéndoles en chivos explatorios de los males de la sociedad. Impedir que familias gitanas se asienten en determinadas zonas o permanezcan en otras, y quemarles sus viviendas y enseres, hostigar a grupos de color y de emigrantes y perseguir y maltratar a drogadictos, reales o supuestos, son comportamientos equiparables al racismo y a la xenofobia. Todo ello conforma la intolerancia social.
A nadie se le oculta lo explosivo que puede resultar un cóctel que mezcle la inquietud popular ante la amenaza real de la droga con elementos racistas y xenófobos y con actitudes de discriminación social. En Francia, el presidente Mitterrand acaba de pronunciarse con valentía contra el racismo y la xenofobia y ha condenado la irresponsable actitud de algunos políticos que no dudan en acariciar con miras electoralistas el huevo de la serpiente. En España, los más altos responsables políticos deberían sopesar si no ha llegado el momento de combatir con mayor firmeza estas manifestaciones que amenazan la cohesión social y la convivencia.
El sentimiento de inseguridad, más o menos exacerbado, que ha prendido en amplios sectores de la sociedad española frente a la droga y la delincuencia en general no puede convertirse en botín electoral del que cada cual, a su manera, intente sacar provecho. Sin embargo, es dificil ver algo más que motivaciones electorales en el tratamiento que las principales fuerzas políticas están intentando dar a esta creciente amenaza. El Gobierno presenta su proyecto de ley sobre seguridad ciudadana poco menos que como la panacea que pondrá coto a este mal con la opinión mayoritariamente contraria de expertos y jueces, que ponen en duda su constitucionalidad. No se sabe muy bien qué es lo que le impide, con la legislación actual, luchar con eficacia contra el tráfico de drogas en sus diversos escalones. Entrar en una casa por el sistema de la patada en la puerta, sin juez que lo autorice, parece anunciarse como el método definitivo para combatir el narcotráfico.
El Partido Popular, por su parte, se presenta como defensor a ultranza de los derechos individuales, enmendando la totalidad de la ley porque atenta contra principios básicos como la inviolabilidad del domicilio sin mandato judicial, al mismo tiempo que sus alcaldes, con el de Madrid a la cabeza, dictan bandos de dificil cumplimiento en una línea exclusivamente represiva: multas por drogarse en público. En resumen, todo parece indicar que los partidos han optado por una política basada más radicalmente en conceptos represivos que en la solución del problema y sus dramáticas derivaciones entre sus consumidores.,
El problema de la droga y el cariz racista y socialmente disgregador de algunas de las reacciones populares que lo combaten merecerían por parte de los responsables políticos respuestas más serias que normas de corte voluntarista o bandos de imposible cumplimiento. Y, desde luego, una mayor atención, incluso presupuestaria, a los centros de rehabilitación de los drogodependientes. Con bandos de cara a la galería o con bandazos legislativos parece dificil aceptar que sea posible ganar la batalla.
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