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El final del gran experimento

En cierto modo, más de un mes después de sucedido el drama , los artículos y análisis periodísticos están aún repletos de detalles acerca del fracasado golpe en la Unión Soviética y del frenético esfuerzo dirigido a mantener unido el vacilante imperio. Y es comprensible que así sea, dado que ha cambiado todo el mapa geopolítico del mundo y que la misma noción de la política, tal como la hemos entendido durante medio siglo, ha sufrido drásticas modificaciones. Pero el significado del gran acontecimiento es más profundo. En esta coyuntura, la modernidad, que había nacido hace unos dos siglos, durante las grandes revoluciones libertarias, ha completado las labores de su primera fase; puede, pues, hacer un alto y reflexionar sobre su futuro.El primer resultado de esta reflexión sobre la situación de la modernidad es que con la muerte del comunismo (que es un hecho comprobado, incluso aunque China se aferre a él y Cuba y Vietnam cambien su ruta de forma marcadamente lenta y gradual) se ha terminado la pesadilla totalitaria. El comunismo fue, entre los hermanos gemelos totalitarios, el que Más éxito tuvo porque era universalista. No fue elaborado para favorecer una raza, religión o país determinado, sino que había sido diseñado y publicitado como la respuesta a todas las preguntas de la raza humana en su conjunto. El fascismo no tuvo la menor oportunidad de conquistar el globo y convertirlo en un mundo de falta de libertad y control absoluto, oportunidad que sí tuvo el comunismo, con sus seguidores repartidos por los cinco continentes. Ahora, tras el diluvio, puede volver a emprenderse la tarea de colocar la libertad, como valor indiscutible, en el pináculo de la modernidad.

El totalitarismo comunista no era ciertamente un producto necesario de la historia: a su conquista del poder y su mantenimiento en él durante siete décadas contribuyeron muchos elementos accidentales. Pero si se hubiese tratado solamente de un suceso contingente que no tuviese como base una idea profunda, nunca habría conseguido el éxito que le acompañó durante tanto tiempo. La idea subyacente era la del gran experimento, la convicción que tenían los ingenieros sociales radicales de ser capaces de -y estar autorizados para- diseñar un nuevo orden mundial como si se tratase de un laboratorio y los seres humanos fuesen los cobayas del gran experimento, independientemente de sus deseos, necesidades, tradiciones, hábitos e incluso de sus vidas. Ahora, el altivo edificio erigido en el laboratorio social está en ruinas y sus líderes de ayer mismo, Gorbachov y Yeltsin, declaran al unísono que verdaderamente se trataba de un experimento y que ha fracasado. Pero los analistas deben captar la realidad, mucho más profunda, de que las raíces del gran experimento hay que buscarlas en la estructura misma de la modernidad y de que el mundo moderno no es tan inocente como quiere creer respecto a la catástrofe acontecida. El culto acrítico de la revolución, del cambio súbito y violento que remoldeará la faz del planeta de un día para otro y que producirá un mundo totalmente nuevo, fue una de sus raíces. La otra fue la idea fija de la ilustración de que el mundo moderno es un artefacto, a diferencia de los mundos anteriores que habían crecido orgánicamente, y que, por tanto, tiene que ser diseñado y fabricado.

Previsiblemente curada de su ambición fáustica, pero reteniendo al mismo tiempo su espíritu de innovación, diseño y racionalidad, la modernidad puede ahora dedicarse a cancelar su herencia teórica decimonónica. El siglo XIX elaboró una visión del mundo que el siglo XX, que se ha acabado entre 1989 y 1991, puso en práctica basándose en que la sociedad moderna estaba totalmente predeterminada por el modelo de gestión económica. De aquí que las descripciones alternativas predominantes de la sociedad moderna sean o capitalista o socialista; de aquí también el lenguaje inadecuado y obsoleto con el que se caracterizan los cambios en el este de Europa y en la Unión Soviética como " el triunfo del capitalismo". En realidad, es mucho más probable que tras la caída del comunismo pueda emerger un mundo, al menos en el hemisferio Norte, que rechaza su caracterización en términos exclusivamente económicos; un mundo para el que la organización política y cultural de la sociedad será tan crucial como la económica; un mundo que no reconocerá un solo centro que determine todas las esferas de la vida social y que, por tanto, no será ni capitalista ni socialista.

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La modernidad está llegando a su madurez, lo cual significa sobre todo el reconocimiento de que ya se ha encontrado la forma apropiada para la libertad en la moderna democracia liberal. Sus instituciones pueden y deben remodelarse con regularidad (y en la parte oriental del continente europeo están aún por construir); sus variadas formas sufrirán repetidas reformas si no se paraliza completamente nuestra imaginación constitucional. Pero la modernidad adulta no se embarcará probablemente en precipitados experimentos que trasciendan sus propios límites, imaginando modelos sociales que sean "más libres que la libertad" y que caigan en la tiranía totalitaria. La democracia liberal puede ser, lo es de hecho, un marco vacío en tanto que formal. Pero podemos organizar nuestra casa mediante esfuerzos permanentemente renovados dentro de ese marco vacío, que tiene una gran ventaja: dado que es formal (es decir, que su contenido no está definido previamente por principio único alguno), no establece límites, excepto el de la libertad, a la imaginación política moderna.

Tras la caída del gran experimento surgirán sin duda conflictos políticos enteramente nuevos. La economía mixta y la gestión dirigida por los trabajadores seguirán siendo temas relevantes en algunos países, aunque se trate solamente de una solución parcial. Pero la expropiación-nacionalización masiva y la destrucción sistemática del mercado parecen haber desaparecido definitivamente de la agenda política. Muy al contrario, la economía puede transformarse de una esfera autónoma cuya única función reconocida es el crecimiento y la generación de beneficios en una institución social a la que se apliquen las expectativas del conjunto de la sociedad. Y tales expectativas, ya ahora y mucho más en el futuro, demandan no solamente un crecimiento traducido en mayores dividendos y salarlos más altos. La sociedad espera también que la economía funcione de tal modo que en principio todos puedan tener un trabajo y llevar una vida que vaya más allá de la beneficencia y de la caridad. Más aún, se produce una demanda creciente de mejora sistemática de la calidad del trabajo y de aumento del tiempo dedicado no al trabajo, sino al estudio, a la diversión y de una jubilación no amenazada por las miserias sociales de la vejez. En la institución social de la economía, el desarrollo tecnológico podrá ser supervisado, dirigido y conformado por las expectativas culturales, ecológicas y humanísticas. La idea misma de una transformación semejante puede no sonar tan radical como las expropiaciones violentas y la introducción de una economía planificada. Pero tiene la oportunidad de ser incomparablemente más beneficiosa y muy probablemente no está destinada a terminar su carrera entre las ruinas.

El estilo de vida está destinado a convertirse en un tema po

Agnes Heller es profesora de Sociología de la Nueva Escuela de Investigación Social, de Nueva York. Traducción: Rafael Roldán.

El final del gran experimento

lítico decisivo. Este cambio empezó ya con los movimientos de 1968 y, según todas las indicaciones que vienen predominantemente de la Europa oriental, la tendencia puede mantenerse y tener un gran impacto en la formación de partidos. Tanto a la derecha como a la izquierda, los partidos tienen crecientes dificultades para definirse a sí mismos tanto en términos de programa como de composición de clase. El conservadurismo radical de Thatcher tenía muy poco en común con las viejas políticas tories; los socialistas occidentales tienen mucho que perder si se identifican con los dogmas de su propia tradición. Pero incluso si se producen acuerdos temporales y ocasionales entre socialistas y thatcheristas en temas económicos con opciones limitadas, la divergencia entre ambos en lo que se refiere a estilos de modernización es genuina y es ésta la diferencia que les separa en cuanto fuerzas políticas. La raza -el sexo- y los temas de las culturas minoritarias, todo el conjunto de problemas que podríamos llamar biopolítica, están a punto de llegar a ser algo más importante que el tradicional temario de las clases sociales, aunque con sus peligros específicos. Porque en caso de que los movimientos biopolíticos opten de forma permanente por ir contra la libertad, pueden convertirse en una importante fuente de tensión social `- Del mismo modo, si con la muerte del universalismo comunista los enclaves étnicos optan por el nacionalismo virulento en vez de por la existencia como entidades libres y diferenciadas dentro de un marco más amplio, pueden llegar a envenenar los pozos de la modernidad (como sucede actualmente de forma trágica en Yugoslavia). Pero en éstos y en otros conflictos similares una modernidad adulta tendrá que afrontar sus propios conflictos después del fiasco del gran experimento en una atmósfera que es de esperar no esté dominada por las obsoletas alternativas existentes en el pasado de la modernidad.

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