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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pujol contra Pujol

EL PRESIDENTE de la Generalitat, Jordi Pujol, acaba de realizar uno de sus acostumbrados movimientos de cadera de gran velocidad. Primero cooperó a la exaltación dialéctica de la ola lituana con frases susceptibles de doble interpretación respecto al impacto en nuestro país de las independencias bálticas. Después, con motivo de la Diada del Onze de Setembre, modificó el rumbo del discurso, reiterando que su política nacionalista se enmarca en la Constitución. Ahora, en la apertura del curso parlamentario catalán, consolida ese planteamiento y da tres pasos más.El primero es la afirmación de que no es preciso reformar la Constitución en materia autonómica, pero sí eliminar el sentido restrictivo de la misma y del estatuto de autonomía, lo que resulta muy significativo en la actual discusión sobre la Carta Magna tras el vendaval báltico. El segundo es la concreción de una auténtica cartilla para esa aplicación no restrictiva sobre la que ir edificando cualquier tipo de acuerdo de fondo con los socialistas. El tercero, el rechazo frontal del independentismo, nunca realizado hasta ahora de forma tan solemne.

El nacionalismo moderado y conservador catalán pide cuatro cosas: que la Generalitat sea, en Cataluña, la Administración hegemónica y casi única ("el Estado en Cataluña"), que se refuerce el estatuto jurídico del idioma catalán, que no se reproduzcan los regateos competenciales y que la reforma de la financiación autonómica no perjudique a la autonomía catalana. Ninguna de estas cuatro reivindicaciones se aleja del marco constitucional y estatutario ni constituye una traba al Estado de las autonomías. Son, más bien, elementos para una profundización del mismo, por lo que es lógico que hayan sido bien recibidos por las otras fuerzas parlamentarias, con la excepción de Esquerra Republicana.

Otra cosa es que, también como es frecuente en el discurso nacionalista, pida más que ofrezca, minimice el debate sobre el balance del ejercicio de sus propias responsabilidades y presente sus exigencias con un talante susceptible de polémica e incluso de recelos. Afirmar la relevancia del Gobierno autónomo es defendible siempre que la práctica política no revele que esa preeminencia pueda traducirse deslealmente en el nínguneo hacia los demás, como ocurre con el trato autoritario dispensado a las Administraciones municipales, cuya autonomía tiende a ser absorbida por el Gobierno de la Generalitat. Asimismo, para pedir una financiación autonómica más igualitaria respecto a la que reciben otras comunidades no es preciso alimentar la queja basada en el desequilibrio entre lo que se recauda fiscalmente en Cataluña y lo que ésta recibe, porque es lógico que la aportación de las nacionalidades más desarrolladas a la caja común sea superior a la de las menos desarrolladas, lo que nada tiene que ver con el buen principio de que todos los ciudadanos españoles deben recibir del Estado los mismos recursos para servicios equivalentes. Mezclar una y otra cosa introduce confusión en el debate sobre la financiación autonómica, que debe hacerse sobre bases técnicas objetivas y racionales.

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Igualmente, el fomento del catalán como patrimonio de toda España está en la Constitución, por lo que Pujol no pide en la práctica nada extraño, aunque lo formule de forma equívoca -reconocimiento del catalán como "idioma oficial español", "como mínimo" en el Senado- y sujeta a cualquier interpretación. Una petición que parece destinada a saciar las ansias de sus bases radicales y a Intranquilizar a esos sectores que sólo aplauden a Pujol en su condición de útil muro de contención de la izquierda.

En el debate parlamentario, Pujol volvió a encarnar el nacionalismo constructivo, pactista y exigente, aliñado con todos los guiños que se quieran destacar. El problema es que la rápida sucesión de roles distintos asumidos por la misma persona desconcierta a todos aquellos que no sean su público o se le acercan con sentido utilitario. Tampoco facilita el análisis el otro Pujol que, simultáneamente, suele mostrar la faz esencialista, abstracta y totalizante de un nacionalismo que, en ocasiones, tan mala imagen procura a los catalanes. Ocurre, simplemente, que ambas visiones responden a lo existente. Y como no hay más remedio que trabajar con la realidad, políticos, intelectuales y medios de comunicación no pueden limitarse a reducirla a sus aspectos positivos -como cansinamente exaltan los medios de comunicación institucionales de Cataluña- ni a denigrarla en sus elementos más antipáticos, como determinados portavoces de la caverna que pasan de la adulación a la criminalización sin más. Pueden, eso sí, incentivar a que prevalezcan siempre los elementos de apertura y no ofrecer coartada para el victimismo y la cerrazón. Pero, claro, esa tarea exige bastante esfuerzo.

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