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Tribuna:ANÁLISIS
Tribuna
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El regreso a Sión

El 10 de noviembre de 1975 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución por la que se calificaba el sionismo, la doctrina fundadora del Estado de Israel, de "una forma de racismo y discriminación racial". La moción obtuvo 72 votos a favor, 35 en contra, y 32 abstenciones. Nunca unas líneas de fractura políticas y culturales se habían visto mejor reflejadas en una votación internacional como en ese momento.A favor de la resolución votaron todo el mundo árabe, el bloque soviético casi al completo, y gran parte del Tercer Mundo; en contra se alineó el bloque occidental, también en su casi totalidad, más adláteres escogidos; la abstención se la repartieron básicamente los que vivían en un empate de lealtades o indiferencias que hacían aconsejable tomar la calle de en medio.

España, ausente

Algunos casos peculiares se dieron, sin embargo, en cada uno de los bloques. Portugal y Brasil votaron en favor de la resolución, mientras que España, en la última recta de la dictadura pero país copiosamente occidental, y Rumania, la criada respondona del equipo del Kremlin, se abstuvieron hasta de abstenerse. No comparecieron el día del sufragio.

El contexto en el que se producía el voto era el de la relativa frustración de una guerra más en Oriente Próximo -la de octubre de 1973- en la que el bando árabe, aunque derrotado por Israel, podía argumentar que su prestación en el campo de batalla había sido por primera vez notable. En la época, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, iniciaba un juego diplomático para el disengagement de las fuerzas militares a ambos lados del Canal de Suez y del Golán. Y el líder de la OLP, Yasir Arafat se dirigía a la ONU ofreciendo a Israel la paz sin anexiones, o la guerra sin cuartel. Pero, con todo ello, la OLP no se veía más cerca de llevar a Tel Aviv a la mesa de negociaciones. Por esa razón, la idea del cerco internacional y la ruptura de relaciones de una gran parte del Tercer Mundo con Israel, constituían una forma extrema pero comprensible de presión diplomática sobre el Estado judío. Se pretendía convertir a Israel en un apestado internacional, y ya se sabe que nada cunde más en los foros mundiales que las admoniciones contra el racismo.

El sionismo es una doctrina política que nació entre las minorías judías europeas durante el siglo XIX. En su más soportable levedad propugnaba el establecimiento de un Estado para el pueblo judío disperso en el mundo entero.

La Revolución Francesa había sabido anunciar un tiempo nuevo, proclamando la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. La Restauración posnapoleónica no trataría de volver al statu quo, en ese particular, y a mediados del siglo XIX el judío había progresado corno nunca anteriormente en su implicación en la vida nacional de los países europeos, en especial en los imperios centrales. De ese primer optimismo, que se conoce con el nombre de movimiento de la Haskalá, nace la gran frustración en el último cuarto de siglo, al topar el judío integrado con los límites reales de esa progresión en la sociedad huésped. El cristiano viejo, protestante o católico, lleva un Torquemada apenas somnoliento en su interior.

Antisemitismo

Cuando el porcentaje de profesionales, periodistas, políticos, y banqueros judíos empieza a ser, sobre todo en Europa central y oriental, visiblemente superior al que el volumen numérico de esa minoría parece justificar, el antisemitismo se convierte en un arma política. El "socialismo del pobre" como lo llamó Sorel.

En la Rusia zarista, en un sentido mucho más paleo-político, es el pogrom simplemente lo que se pone al orden del día, y tras el asesinato del zar Alejandro en 1881 la caza al judío es una forma de catarsis nacional por el terror.

Entonces se inicia la aliyá, la vuelta más o menos masiva a tierra santa. En ese periodo finisecular, los judíos fugados del zarismo siembran la semilla de lo que hoy es el Estado de Israel en la Palestina otomana. Al igual que ocurre en la actualidad con la emigración del judío soviético, la mano de obra rusa insufla vida al sueño de Sión.

Es un judío vienés, bien integrado en la sociedad de su tiempo, Theodor HerzI, el que pone letra a una música histórica. En su obra El Estado judío, publicada en 1896, establece las bases de la doctrina sionista. Su mirada, sin embargo, no se dirige necesariamente a Palestina como condición para el regreso. Herzl entretiene, contrariamente, la idea de comprar a Argentina un pedazo de tierra en la Patagonia, donde se crearía una commonwealth judía bajo la protección de las grandes potencias.

El movimiento de regreso a Sión prosigue con fervor diverso en el periodo de entreguerras, según la actitud más o menos consentidora del imperio británico, que ejerce el mandato de la Sociedad de Naciones sobre Palestina. Y es la segunda guerra mundial, con su horror genocida contra el pueblo hebreo, el que legitima universalmente el derecho del pueblo judío a tallarse un Estado a expensas de la mayoría árabe-palestina en lo que hoy es Israel. Hitler contribuye, de manera tan póstuma como involuntaria, a que el remordimiento y la conveniencia hagan casi acto de fe en Occidente la necesidad de promover el establecimiento sionista en Palestina.

La doctrina del regreso a una tierra, que los judíos abandonaron hace casi 2.000 años, se convierte ya en el nuevo Estado de Israel en texto legal con el nombre de Ley del Retorno. En virtud de ese ordenamiento, todo judío, aunque no haya tenido jamás ninguna conexión con Palestina, excepto la paradójica de sus 20 siglos de ausencia, posee el derecho imprescriptible de establecerse en Israel y, eventualmente, en sus conquistas, en perjuicio del palestino habitante ancestral e ininterrumpido de esa misma tierra.

De igual forma, la doctrina fundadora del Estado hebreo establece como única vía para adquirir la ciudadanía la pertenencia a la comunidad mundial judía, con la sola excepción de los palestinos que permanecieron en el territorio a la proclamación de la independencia en 1948. Ellos son los únicos árabes que tienen legalmente la nacionalidad israelí y la capacidad de transmitirla a sus descendientes.

De casi un millón de árabes que vivían en la zona, una gran mayoría se vio obligada a huir por el terror guerrillero de Menájem Beguin, o la acción del ejército regular que mandaba el fundador del Estado sionista, David Ben Gurion.

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