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La guerra festiva

Antonio Elorza

La costumbre de la guerra florida pertenece al mundo azteca. Primero entre los chalcas, luego entre los mexicas, estos enfrentamientos previamente acordados no se integraban en una campaña bélica, atendiendo la doble necesidad de templar combatientes y de obtener prisioneros para los sacrificios en una organización social sometida a la religión de la guerra. El ritual de los enfrentamientos periódicos respondía así a una intencionalidad conservadora del orden social, articulándose con el sistema de valores, el sentido de la fiesta y el vínculo profundo entre guerra y religión. En otras coordenadas históricas, el torneo medieval responde a un propósito similar: la casta de caballeros representa en público la actividad que legitima su dominación, a falta de suficientes guerras en que emplearse. También en este caso la hegemonía de un grupo social se legitima ante los demás miembros de la colectividad proyectando sobre ella el espectáculo de su lógica guerrera, aun cuando la guerra en sentido estricto no exista.Salvadas de nuevo las distancias, no difiere mucho de los ejemplos anteriores la articulación entre violencia y fiesta en el nacionalismo radical vasco. También aquí se trata de imponer una lógica de guerra a una sociedad en paz. Así, todos los veranos, coincidiendo con las principales celebraciones festivas en Euskadi, el nacionalismo radical se las arregla para introducir en las mismas el ingrediente de su borroka. Los grados de violencia varían según los años, pero la secuencia y el ritual se ajustan ya a un código perfectamente establecido. Calmosos en la semana de Vitoria, lanzando todo el empuje el día de la Salve en la de San Sebastián, para desde ese momento tratar a toda costa de sostener la conjugación de enfrentamientos de calle y participación festiva hasta que se cierra la semana bilbaína. El documento con que HB contraponía su idea de la fiesta a la pretensión de celebración ordenada del Ayuntamiento donostiarra contribuyó a toda una declaración ideológica. El pueblo tiene derecho a fiestas, pero también el pueblo (y aquí el sujeto se encoge hasta designar a los abertzales radicales) ha de utilizarlas para expresar espontáneamente sus posiciones políticas. El sentido de estas expresiones queda al descubierto con otro gesto ritual, repetido un año tras otro: los insultos, las piedras y las monedas lanzadas contra las autoridades que asisten a la Salve en la parte vieja. En su deslegitimación: son marionetas al servicio de Madrid. El pueblo -es decir, los grupos violentos abertzales- adquiere el derecho de conquista sobre la ciudad en fiestas. Al provocar la intervención de la fuerza pública, con choques que a veces se prolongan durante horas, desenmascara la situación de guerra larvada con las fuerzas del Estado. Otro acto ritual, el incendio de autobuses urbanos por encapuchados, simboliza su oposición a toda normalidad y, complementariamente, mima las acciones de ETA sugiriendo la identidad entre la organización terrorista y, como siempre, el pueblo. Los balances son de consideración: 150 heridos en una noche donostiarra, varios cientos en el conjunto de la semana bibaína, 200 millones de pérdidas por destrozos en esta última (y eso que esta vez sólo cayó un autobús). El ciudadano desaparece, en su casa o tratando de salvar el automóvil, literalmente de la quema. Pero el pueblo ha cumplido una vez más su misión: como para aquel ministro de Franco, la calle es suya o no es de nadie.

En principio, todo es absurdo, pero dista de ser ineficaz. En los últimos 70 años, desde el ascenso al poder de fascistas y nazis, existen suficientes ejemplos para comprobar cómo una minoría violenta puede imponer su predominio sobre una colectividad generando un consenso cómplice a través de la intimidación. Es un "si no soy capaz de oponerme a ellos, debo seguirles", cuyo ámbito de aplicación va desde los grupos pequeños a la adhesión a los movimientos totalitarios. Paradójicamente, cuanto mayor es el grado de irracionalidad, más difícil resulta el retroceso. Y en el caso que nos ocupa, una vez asumido el trago de secundar políticamente los atentados mortales de ETA, debe ser bien fácil convertirse en lo que ellos llaman consecuente. De ahí la estabilidad del electorado que respalda tales opciones. Sólo hace falta reiterar una y mil veces las ilustraciones del único hecho significativo en el devenir histórico, del cual depende todo: el enfrentamiento violento entre el pueblo vasco (es decir, de la minoría vasca que asume el papel de la totalidad) y el Estado español. No hay dudas, ni momento de libertad, según el viejo esquema ignaciano: la elección de campo se sitúa en el punto de encuentro entre los antecedentes, esa dualidad originaria, y la consecuencia, el deber para el patriota de asumir su papel en la lucha.

La guerra festiva viene así a compensar simbólicamente y a subsanar en parte el fracaso de la estrategia originaria de ETA, tendente en su día a hacer del terrorismo la punta de lanza de una insurrección popular vasca. Eran los años del FLN, de Debray y del Inti Peredo, así como de una vocación progresista que hasta 1977 se tradujo en reiteradas derivas para convertir el capital acumulado por el terrorismo antidictatorial en partido nacionalista-obrerista. Surgió de este modo una tensión entre lo militar y lo político, que quedó zanjada en favor de lo primero desde el asesinato de Pertur. En el mundo político del sistema ETA, desde entonces la única disidencia posible es el silencio obediente. Con la democracia había que forzar los análisis para mantener la continuidad de la lucha armada y, a pesar del hallazgo de Herri Batasuna, la capitalización política fue insuficiente: el pueblo no llegaba a un quinto de los electores. Resultó necesario, pues, acudir a tácticas conservadoras. Al ser imposible conquistar, ETA pasó a mantener la ficción de la lucha armada, ante todo mediante los atentados, pero también con los enfrentamientos recurrentes de sus seguidores civiles con las fuerzas del orden. De este modo, el nacionalismo radical aspiraba a una legitimación de la hegemonía en disputa también con el PNV, compensando la inferioridad política con el dominio del espacio urbano. El círculo de círculos, a modo de estructura fortificada en torno al bastión (núcleo militar, centro de decisiones), se proyectaba sobre el orden político a través de HB y sobre la sociedad civil por medio de un engranaje de instrumentos diversos (diario como agente de conservación ideológica, gestoras, grupos ecologistas, etcétera). Con más de una década de experiencia a sus espaldas, puede decirse que este mecanismo de conservación ha funcionado. A pesar de los retrocesos electorales y de las acciones de inútil barbarie en la trayectoria terrorista, la cohesión se mantiene, incluso en una etapa como la actual de desmantelamiento de comandos y atentados con muertes baratas. Sólo que para frenar la tendencia al declive resulta imprescindible de cuando en

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Antonio Elorza es catedrático de Historia del Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

La guerra festiva

Viene de la página anteriorcuando acreditar una presencia efectiva en el sistema político vasco, cosa difícil con la automarginación parlamentaria de HB. Ello justifica, con la mirada puesta en el pasado -el éxito de Lemóniz- la centralidad asumida por el tema de la autovía. Era y es la gran ocasión para imponer la propia ley sobre las instituciones dependientes del centralismo, y también la gran ocasión para mostrar que ETA no es sólo una fábrica de asesinatos absurdos, sino una fuerza decisiva en la política del país.

Al justificar el pacto sobre rectificación de trazado, el portavoz del PNV habló de la conveniencia de sacar del pozo a HB. La primera cuestión a discutir aquí es si ese apoyo a la pieza política clave del sistema ETA ha de hacerse forzando su autonomía respecto del centro de decisión militar (lo que valdría más de un sacrificio) o creando los cauces para que ETA incida con eficacia en un sistema político tan frágil como el vasco (lo que aparenta implicar el pacto con Lurraldea). Así que, en la imposibilidad actual de lo primero y ante la escasa deseabilidad de lo segundo, no queda por el momento otra salida válida que forzar al máximo la imagen de que HB es políticamente inútil para conseguir cualquier fin positivo mientras siga sosteniendo a ciegas el proyecto ETA. Hacer ver que ésta es la única protagonista real del sistema y que los demás actores políticos vascos prescinden de los fantasmas en escena. El objetivo no es fácil y, en ocasiones, el azar, como en las elecciones navarras, juega a hacer diabluras. Pero el costoso rechazo del PSOE al diálogo con HB tiene una recompensa: mostrar la fidelidad de HB a la política de "cuanto peor, mejor", llevando al poder al partido más antivasco del antiguo reino. Paralelamente, la salida en el caso de la autovía no parece consistir en la alteración del funcionamiento de las instituciones para aportar oxígeno a una formación que las ataca de modo sistemático. Claro que para el sistema ETA se trata de algo crucial, como pudo apreciarse en el editorial de su órgano de prensa sobre las muertes de Morlans: era preciso conservar la cabeza fría, pues lo esencial era sostener lo alcanzado por Lurraldea. Como contrapartida, lo es también para la democracia vasca,especialmente en estos días en que empieza a agitarse el síndrome de Lituania. Ciertamente hay que estar dispuestos a hacer todo lo posible, por arrancar a HB y a ETA del pozo. Pero la vía es la integración en los mecanismos regulares de la vida política vasca, no recompensando la interferencia. eficaz de una violencia que ya por sí sola ejerce suficiente desgaste, desde los atentados a la difusión sistemática de¡ irracionalismo y la intolerancia, pasando por el momento simbólico de la guerra festiva.

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