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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una CSCE insólita

DURANTE AÑOS, la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) fue más un vehículo de contacto entre dos bloques inmersos en la guerra fría que un foro en el que se discutieran con seriedad los temas de las relaciones entre Estados, del desarme, de la libertad y de la democracia. Las interminables sesiones dedicaban sus mejores momentos a contar la cantidad de ángeles que cabían en una cabeza de alfiler, en vez de tratar de impedir que se utilizara el alfiler para torturarlos. Los sistemas políticos que intentaban establecer el diálogo eran tan heterogéneos que no había posibilidad de entendimiento.Todo empezó a cambiar con la caída de los muros. La paulatina aunque acelerada desaparición de los regímenes socialistas en la Europa del Este fue haciendo posible el sueño de la extensión de la democracia y las libertades a todos los países miembros de la CSCE. A finales de noviembre del año pasado, todos sus jefes de Estado se reunieron en la capital francesa y firmaron la Carta de París. Se ponían en marcha medidas para estimular la confianza (el centro de prevención de conflictos establecido en Viena) y se lanzaba el desarme convencional en Europa. Pocos meses después, reunidos en Berlín, los ministros de Asuntos Exteriores de la CSCE daban un paso más al diseñar un mecanismo de intervención pacífica en la resolución de conflictos. Lamentablemente, no ha sido eficaz en el primero que se ha producido, el de Yugoslavia.

Ahora le ha tocado el turno a un viejo caballo de batalla del enfrentamiento entre países: la cuestión de si la actividad internacional en defensa de los derechos humanos es o no injerencia en los asuntos internos de un país. Los ministros de Exteriores de los 38 países de la CSCE -lo son con la adición de las tres repúblicas bálticas-, reunidos en Moscú, han dicho esta semana que no. El principio de la no injerencia, que ha sido durante décadas la piedra angular de las relaciones internacionales y que empezó a erosionarse con la inclusión de los derechos humanos en una de las cestas de la CSCE, ha saltado por los aires.

Durante 50 años, los soviéticos fueron los máximos defensores del derecho de cada Estado a dotarse de su propio régimen político y de sus propias y especiales leyes penales y civiles. Incluso en los primeros tiempos de la perestroika fue mantenido el principio contra viento y marea. El giro completo lo ha dado Gorbachov tras el fallido golpe de Estado moscovita del pasado agosto. Bajo la influencia del equipo del presidente ruso, Borís Yeltsin, la delegación soviética se presentó ante la CSCE casi como el más ardiente defensor del derecho de la comunidad internacional a injerirse en los asuntos internos de un país detenninado. Hasta tal punto, que ahora son algunas potencias occidentales las que desean limitar un tanto esta nueva prerrogativa de la CSCE. Resultaría sin duda paradójico y poco realista creer que EE UU pudiera aceptar que la comunidad internacional le obligara a abolir la pena de muerte, el más degradante de los castigos, prohibida por la Conferencia.

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La conferencia de Moscú ha tenido en cuenta, por otra parte, la complejísima situación creada en Europa con el estallido de la ola de nacionalismos. Queden como queden los mecanismos previstos por la CSCE para controlar el respeto a los derechos humanos (con autorización o sin ella por parte del país afectado), lo que está cada día más claro es que tampoco subsistirá el concepto de no injerencia cuando se trata de defender los derechos colectivos y, concretamente, el respeto a las minorías nacionales. La apostilla final de la Conferencia es aún más extraordinaria: la consagración de la democracia parlamentaria como único sistema político aceptable internacionalmente.

Lamentablemente, de momento todo queda limitado a declaraciones políticas. Aun así, la importancia de estas decisiones para los años venideros será decisiva, no sólo para los firmantes del Acta de Helsinki, sino para todos los países del mundo, que no tienen más remedio que observar el proceso.

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