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Tribuna:
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Comparaciones odiosas

Se han inaugurado hace pocos meses el Museo Municipal de Francfort (MMK), obra del vienés Hans Hollein, admirado por nosotros los arquitectos; la extensión de la National Gallery, según proyecto de Venturi, americano, y bajo la dirección de una firma inglesa de tan alta profesionalidad como para salvar la falta que de ella suele mostrar tal arquitecto; y se exhibía en París a Dubuffet en la rehabilitación del Jeu de Paume. En Francfort, además, está el museo de Arquitectura, de Ungers, que se inauguró en 1985 y me apetecía de modo especial ahora, cuando muchas ciudades del mundo se han dispuesto a mostrar los planos y dibujos de una época que ya se ha ido, sustituida por la de las computadoras.Así que, haciendo la trampa de alargar un fin de semana, caí en la capital industrial de Alemania. Con 17 grados amables, tras los 40 que habíamos dejado en Madrid, acompañados de verdes jugosos y un gran río nos templaron el ánimo, camino de la catedral a cuya vera se abre intencionadamente la puerta del MMK.

El primer golpe de vista -conocía el proyecto- fue el que me temía: una inteligente elaboración de apariencia germánica.

Frío, penetré por el vértice del triángulo -ésta es la forma del solar que determina aquella arquitectura- al vestíbulo que, en columnata, nos orientó hacia el sorprendente centro de gravedad del edificio. Desde él -cuya rigurosa simetría queda hábilmente descompuesta por una escalera- se despiertan infinidad de curiosidades. Sólo les voy a decir que, a pesar de que nada de lo colgado nos convidó, terminamos nuestra visita -iba con mi mujer- asombrados: la variedad de espacios, los distintos puntos de vista desde los que, dada la geometría arquitectónica, se aprecian los planos de exposición, convierten al museo en el receptáculo soñado de una rica colección. Igual da que ésta sea rememorante o esperanzada, pero su programa elegido es de arte moderno. Aunque los medios con los que ha contado el Ayuntamiento, promotor de la obra, han dilatado el tiempo de su construcción (10 años) y exigido una gran austeridad en el LISO de los materiales, nos sentimos visitantes de un monumento de actualidad generadora de futuros.

La catedral gótica, impoluta, y reconstruida tras la guerra, nos fue preparando a la limpia silenciosidad de las muchedumbres -estaba llena- alemanas. De ella disfrutamos inmediatamente mientras comíamos en una placita ajardinada primorosamente con nuestros geranios y que, a pesar de estar en el mismo corazón urbano, parecía recoleta y educada. Ni una colilla a la vista, ni siquiera en ceniceros. Recordamos a Madrid con el deseo natural de que sus jardineros hicieran realidad las recientes frases gloriosas de nuestros munícipes.

Después, sin más que cruzar el río, que otra vez nos pareció grande, secos como estábamos de sed en nuestra estepa, llegamos a una gran avenida que lo acompaña y en la que, en secuencia culta, se levantan varios museos hasta llegar al de Arquitectura, nuestra meta.

Una ordenación nueva, dentro de una casa veterana, da soporte a arquitecturas que influyeron desde el pasado histórico o desde el más reciente, con maquetas y planos situados, ordenada y convenientemente, en torno a un circuito que, a su vez, rodea a las salas de audiovisuales.

Se notaba mucho la tendencia parcial que sienten germanos y sajones para creerse autores de la historia, incluso edificatoria. Aunque no puedan evadir a Palladio -"de donde hubieran extraído semejante poesía"-, eché muy en falta el recuerdo a nuestro quehacer meridional que, desde Oriente, va abriendo camino, a lo largo de la costa sur del Mediterráneo, para saltar por España hacia la joven Europa. La Mezquita y la Alhambra serán definitiva y únicamente nuestras. Si por una parte admiraba su educada silenciosidad continental, por otra me dolía la planeada ignorancia reservada para nosotros que somos parte de sus orígenes plásticos. Y recordé ese dúo de riquísima sonoridad que desarrollan en Granada los rotundos baños pétreos del rubio Carlos V y los delicadísimos encajes, blancos pero morenos, del patio de los Leones.

De vuelta a España hicimos estación en París. Me interesaban las opiniones de quien me acompañaba sobre dos idiomas tan diferentes como los que usan Hollein y Pei. La identidad externa que la pirámide del chino-americano ha otorgado al Louvre es ya universalmente indiscutida. Su majestuosa nitidez interior es, para mí, de categoría aún superior. La contención, poderosa en su detalle, se siente tensa de riqueza expresiva. El orden, sin equívoco alguno -Hollein en Francfort lo interrumpe-, supera, con el efecto de su claridad, cualquier ironía intelectual, que queda relegada a periodo anterior. La limpieza se impone espontáneamente de manera que la masa -en el momento que miraba se congregarían bajo los inmensos lucernarlos alrededor de 2.800 personas- no deja caer un papel: parece sentirse llamada a "ese orden" conmovida visualmente en su cultura. Vivimos, un año más, el deseo inalcanzable de ver de cerca a La Gioconda para consolarnos otra vez con los ojos del San Juan (?) y su "aquí estoy yo". Otra vez nuestra España pictórica -tengo manía persecutoria- me pareció desplazada comparativamente en su presencia, por más que se ganen un sitio a pulso las dos marquesas de Goya, Se exponía, muy lejos del corazón, la interesante colección de dibujos del XVII en cuya recopilación ha intervenido Pérez Sánchez.

El musco del Jeu de Paume merecía. la visita por su arreglo: con muy poco, pero muy Ínteligentemente, el arquitecto ha rejuvenecido espacio el espacio interior haciendo olvidar por completo su conformación longuilínea. De nuevo una escalera lateral ligeramente desviada (en habilidad muy en boga, como vimos en Francfort) distribuye con su rellano la entreplanta y el acceso al segundo piso de exposición, de modo que su vestíbulo proporciona adecuadamente los fondos de las salas resultantes. Dubuffet se refocila en su modo, el que, en escultura y pintura, le ha dado renombre.

El Pompidou exige visitas periódicas: nunca defrauda. Aunque su fachada posterior nos sorprendió descuidada (en un París acicalado al máximo en sus jardinerías y pinturas), su aspecto frontal, trepidante de juventud y vivo en infinitas representaciones simultáneas, reivindicaba su categoría de plaza capital de Europa. En este momento se exponían los comics de una serie de artistas españoles con enorme éxito de crítica y público. Aquí sí que nos sentimos a gusto con el ingenio de nuestros paisanos.

Pasear por Les Halles, cubiertos sus trillajes de exuberante vegetación verde en sus enredaderas y tapizados sus jardines de vivos colores recorta dos con precisión de cirugía, era un placer sólo enturbiado, con un cierto cinismo envidioso, por la arquitectura hortera de su centro comercial. París, ahí -estamos en plena crisis económica europea-, parece ple tórico y exultante. Más tarde nos subimos a lo más alto del arco de La Défense para contemplar la perspectiva e intenciones características de La Grandeur, que quedan desvirtuadas, en parte, por la falta de exquisitez en el desarrollo de proyecto tan bello que se resiente de la muerte de su arquitecto antes de consumar la obra. De todos modos, la categórica recta que conecta la Pirámide del Louvre (pasando por La Concorde y L´Étoile, vértebras articulantes de la espina) con dicho punto singular ejerce hoy, con autoridad de eje urbano de la cultura de Occidente.

Para revivir nostalgias me quise dar un ligero remojón histórico volviendo a Versalles y, a Los Inválidos. Luis XV y su palacio -admiro y eximo de culpa los boellísimos jardines me parecieron más importantes y sobrecargados que nunca. Mira que me gustan los caballos; bueno, pues después del paseo entre Batallas, casi relincho ante tanta vanagloria iluminada. Hay momentos en los que uno añora con desesperación la sustancial armonía de los palacios mediterráneos. Pero son momentos

Entré a Los Inválidos por el museo del Ejército y aquí, en cambio, aplaudí el respeto que nuestros vecinos mantienen en todo momento hacia su historia y hacia quienes velan militarmente por ella. Actitud que se sublima en el templo que escenifica la tumba del emperador, cuya cúpula ha sido recientemente dorada. El silencio, casi alemán, me hizo sentirme provinciano en una Europa que, a pesar de lo que nos contamos en casa, es cada día más consciente de sus deberes individuales, colectivos y cívicos.

Ya en Orly -a la ida habíamos aterrizado en De Gaulle- vi que nos clasificaban con el resto de los países tercermundistas, para los que Francia ha abandonado un trozo del aeropuerto que hace una década era todavía presentable. Claro que, al lado de Barajas, resulta un regalo y, en cualquier caso, nos preparaba para volver a Madrid.

Esta reconsideración anual -me he convencido- es necesaria porque corre uno el peligro de creer que lo nuestro está casi bien a. fuerza de mirarlo con los ojos entornados del amor que no percibe defectos. Y lo que hay es que verlos con crueldad para, entre todos, curarlos.

España no se respeta a sí misma. Ni se imagina cómo podría ser si realmente, se pusiera a ello: incomparable.

Miguel de Oriol e Ybarra es arquitecto.

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