El último coletazo de Mitterrand
FRANÇOIS MITTERRAND acaba de superar la plusmarca de Charles de Gaulle de permanencia de tiempo en el poder. La V República, fundada por su ilustre antecesor, fue pensada precisamente como un régimen de presidencia fuerte, en el que los vaivenes de la gestión diaria dirigida por el Gobierno hallan una contrapartida de permanencia y de continuidad en la presidencia de la República y en los poderes de su titular, fuertemente concentrados en las dos materias que pueden permitir hilvanar una política de gran potencia: la defensa, con la llave de la fuerza nuclear, y la política exterior.El propio De Gaulle no consiguió sacar todo el jugo a las posibilidades de permanencia en el poder que le proporcionaban las instituciones: decidió regresar a su casa de Colombey cuando los franceses le negaron en un referéndum la mayoría que él consideraba imprescindible para seguir en el Elíseo. Sus conciudadanos le pasaban así factura por la revuelta de mayo de 1968. En aquel entonces, De Gaulle fue pillado a contrapié de la historia: para el viejo y glorioso mastodonte, héroe de la Liberación, eficaz y pragmático descolonizador y fundador de un régimen (la V República), aquellos jóvenes izquierdistas excedían todos sus cálculos y fuerzas.
No extraña, por tanto, que una gran mayoría de comentaristas establezca un estrecho paralelismo cuando Mitterrand supera la barrera de los 10 años y se convierte en el estadista más longevo de Europa. No se puede permanecer impunemente tanto tiempo en el poder sin pagar un impuesto en desgaste de la propia imagen. Ni tan siquiera cuando se goza de prerrogativas presidenciales pensadas precisamente para permanecer cuanto más tiempo mejor.
Con el socialismo francés agotado ideológicamente, el partido dividido en reinos de taifas y pretendientes a la sucesión, su propia ideología -el mitterrandismo- identificada con el retroceso y la rectificación programática, a Mitterrand sólo le faltaba el vendaval que ha modificado el atlas del mundo, desde la caída del muro de Berlín hasta la revolución democrática de Moscú, para que quedaran también en evidencia sus instrumentos de poder fundamentales: la política exterior y el arma nuclear.
En las dos cuestiones, el presidente francés no supo oler ni lo que sucedía en Berlín ni, tampoco, lo que ha pasado en Moscú, demostrando con ello que es un hombre de la vieja política, la que ha quedado desbordada por los actuales acontecimientos. Como han dicho muchos comentaristas franceses, sabe gestionar el tiempo lento de los conflictos de la guerra fría. Sabe estar a la altura, incluso, cuando actúan, como en el caso de la invasión de Kuwait por Irak, poderes contrapuestos en un tablero de ajedrez, con sus respectivas capacidades de disuasión y de persuasión. Pero aparece sin reflejos ante la inesperada irrupción de la historia en mayúsculas que es la reunificación alemana o el golpe de Estado en la URSS. En cuanto al arma nuclear, la tendencia al desarme y las recientes mudanzas en la correlación de fuerzas sitúan en una crítica posición a Francia, y al dueño de su gatillo nuclear.
No sorprende, por tanto, que el papel de Mitterrand esté a la baja entre los franceses. Sus conciudadanos le han perdonado todo: su larga y florentina peripecia de político de la vieja escuela, su radicalismo socialista y nacionalizador, sus bruscas rectificaciones, sus mañas de zorro viejo y a veces cruel. Pero les cuesta más perdonarle lo más fácil: su humanidad, su llana capacidad de error. Muchos creían tener como presidente a un viejo sabio, bordeando las dotes proféticas, y se hallan con un simple y falible político, incapaz a estas alturas de encontrar la forma de los atletas más jóvenes, la que debía haberle dado la agilidad para encontrar el ritmo de la nueva era en la que se está sumergiendo el mundo.
Mitterrand, sin embargo, siempre se ha crecido ,ante las dificultades y ha sacado de ellas el mejor revulsivo. Ayer mismo inició la contraofensiva contra sí mismo y contra su vieja política: confirmó su Gobierno -su último error-, lució sus mejores artes de encantador de serpientes -el charme francés, que domina hasta la maestría- y echó sobre la mesa la carta más dificil y osada: Francia propone negociar sobre el arma nuclear en Europa con el Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética. Ahí vuelven a estar sus bazas (gatillo nuclear y política exterior), aparentemente gastadas, pero renovadas por la voluntad y la ambición políticas siempre renacidas. Todavía es pronto, pues, para dar por liquidado a este personaje que lleva 40 años resurgiendo de sus propias cenizas.
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