Personajes clásicos literarios sirven a Jarman y a Oliveira como parábolas del mundo actual
ENVIADO ESPECIALHay mucha literatura metida dentro de la selección oficial de esta Mostra. Unas veces, las más, mala literatura; otras, buena literatura mal filmada, y otras -como hace unos días Jean Genet recreado por Michel Piccoli y ayer Marlowe y Dostoievski llevados a su propio molino por el británico Derek Jarman y el portugués Manuel de Oliveira-, buena literatura bien filmada. Eduardo II, la tragedia isabelina de Marlowe, es desentrañada y abierta de par en par por Jarman, con indudable audacia visual e intelectual.
Oliveira por su parte, hace en La divina comedia una elegante parábola, refinada y escéptica, sobre el mundo de hoy. El patriarca del cine portugués, sin un solo aspaviento, pone patas arriba muchos tabúes.La figura de Christopher Marlowe, en muchos aspectos tan genial como su gigante contemporáneo, ha sido oscurecida por la sombra aplastante de Shakespeare. No obstante, es Marlowe un poeta excepcional y un dramaturgo habilísimo, una de cuyas obras, Eduardo II, ha entrado en la leyenda de los enigmas más intrincados de la literatura universal, a causa de la pasión, expresada en versos sublimes, con la que el rey inglés reclama la presencia de su valido Gaveston, exiliado por la corte. La amistad entre dos hombres llevada a las cumbres del lirismo. ¿0 tal vez algo más que amistad?
Derek Jarman cogió el toro por los cuernos y, llevado de su afición a romper tabúes, hace añicos a éste. Las tradiciones puritanas británicas cerraban el paso a la idea de que -como ocurre frecuentemente en Shakespeare, comenzando por su Hamlet- tras la música de filigrana de la tragedia de Marlowe hay en realidad un canto desesperado a un amor homosexual, que lleva a los dos enamorados al desastre.
Dice Jarman: "Mi película es una reivindicación histórica, porque durante mucho tiempo se ha pretendido ocultar el componente homosexual que existe entre Eduardo y Gaveston. De ahí que la tragedia nunca haya sido representada en su ,entera verdad. Y es esta verdad la que me propongo rescatar: esa amistad llevada a límites inquietantes no es otra cosa que amor, verdadero amor. Un amor que, no obstante, sobrepasa también los límites de la verdad del amor, y nos sitúa ante el propio misterio, muy complejo, de la concepción marlowiana del drama y la complejidad obsesionante de su visión de la vida".
El filme tiene mucho poder visual. Sigue al pie de la letra, sin apartarse un milímetro de ella, la concepción pictórica de la pantalla, en la que Jarman ha empeñado toda su carrera -es reciente el estreno en España de su Caravaggio; que es un filme emblemático de este cineasta-y sobre la que ha logrado hacer audaces incursiones en la renovación de la plástica cinematográfica. Pero es en este Eduardo II donde llega más lejos. Se desprende Jarman de sus inclinaciones al adorno innecesario ' a su habitual barroquismo, excesivo y en gran parte arbitrario, y va al grano sin un solo desvío. Sus otras veces retorcidas exposiciones se hacen aquí rectilíneas, ayudadas en la potencia del verso de Marlowe, que contribuye a crear una banda sonora que merece entrar en la mejor antología de los sonidos del cine.
Transparencia
Manoel de Oliveira, patriarca del cine portugués, conocido en todo el mundo salvo -unos cuantos circulitos de iniciados no cuentan- en España, donde se le ignora por completo, tiene ni más ni menos que 83 años y hace cine con una ligereza y transparencia que para sí quisiera el más jovencito de los modernos aspirantes al don de la claridad. El viejo cineasta disfruta en La divina comedia jugando con los más sesudos asuntos de la cultura de Occidente, y lo hace con la ligereza de un niño. Así de fuerte: mete en un manicomio a Jesucristo, a un fariseo anticristo, al Bautista, a Adán, a Eva, a Marta y María, a Nietzsche, a santa Teresa, y los sitúa ante el patético dúo que Dostoievski creó en Crimen y castigo entre RaskoInikov y Sonia, otros dos pobladores del manicomio. A media película, la cámara sale del ámbito de la locura y persigue a un muchacho. en motocicleta, que llega a la puerta del manicomio e ingresa en él: es nada menos que lvá Karamazov, que viene a resolver el hasta ahora pacífico debate entre cristos y anticristos, entre santos y demonios, entre cínicos y estetas. Así de crudo. Sólo que, a tanta seriedad, Oliveira le inyecta una dosis invisible de sorna gallega, y la sonrisa liberadora llega poco a poco a la cara del espectador.Oliveira convierte viejas cuestiones de siempre, que han obsesionado durante siglos a la vieja Europea, en ideas luminosas y desarrolladas cinematográficamente con un rigor y una fluidez matemáticos.
Como siempre, Oliveira se enamora de sus personajes y no quiere desprenderse de ellos, abandonarlos. Y se le va de las manos la medida del tiempo. A La divina comedia le sobra media hora, como poco, pues tiene repeticiones que alargadas crean aburrimiento, y éste es, en cine, un mal óxido, que impide funcionar a la sensación de ligereza y de libertad.
Babelia
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