La escorpa

Hoy he ido a la lonja del pescado a media tarde, cuando las barcas acababan de regresar. Se oían dentro los gritos de la subasta entre los charcos que dejaban las cajas de hielo y las mangueras. He comprado una escorpa para cenar, y allí mismo, en el muelle, un pescador me ha contado lo maravilloso que es ese manjar preparado con una salsa de Creta. La escorpa tiene un aspecto feroz, pero su carne sonrosada esconde una profunda delicadeza que sólo está al alcance de los iniciados. Se abre el pescado por la mitad y se asa a la plancha sobre sus duras escamas rojas y aletas espinosas; se le da la vuelta sólo un instante al final para dorarlo levemente; se toma después de rociarlo con aceite virgen de oliva que antes se ha dejado posar con un ajo macerado, limón y pimienta negra. El pescador me ha dicho que esta salsa la aprendió de su abuelo, el cual la había recibido de un marinero griego. Mientras preparaba la cena, en la radio alguien decía que el comunismo en el mundo había terminado, y en ese momento en la pared de la sala una salamandra acababa de engullirse el último mosquito y luego se había refugiado detrás de una fotografia de principio de siglo colgada en un marco encima de la consola. Ahora yo degustaba la escorpa contemplando aquella fotografia donde se mostraba un campo desnudo con vifiedos y mar en tiempo de otoño. Sin duda era otoño, porque en ella había mujeres con sombreros de paja vendimiando, y en el fondo de la perspectiva se levantaba esta misma casa tal como era entonces: una masía solitaria con el secadero de la pasa y el pabellón de los aperos. Entre las vendimiadoras se veía al capataz que se hizo famoso en la comarca por un crimen de sangre. En la fotografía estaba junto a la muchacha que fue su víctima. Ambos habían posado en aquella instantánea cuando llevaban el mismo serón de uva moscatel hacia la carreta y los dos sonreían. Luego el hombre la degolló. La radio sigue insistiendo en que el comunismo ha muerto; en cambio, la escorpa ha dejado el plato perfumado.
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