La nueva revolución rusa
El proceso revolucionario que se ha ido desarrollando en Rusia a lo largo de los dos últimos años llegó a su punto culminante con el fracaso del golpe comunista del 19 de agosto. Su resultado inmediato ha sido el fin del comunismo soviético, y su consecuencia previsible, la desintegración de la Unión Soviética como Estado unitario.Lo extraordinario y lo significativo de esos seis días, que de nuevo estremecieron al mundo, ha sido la rapidez y verticalidad del desplome del Estado comunista. Setenta y cuatro años de poder absoluto se han pulverizado en unos días en su primer enfrentamiento directo con el movimiento popular y las instituciones democráticas de la nueva Rusia. La imagen es paradójicamente similar a la caída súbita y catastrófica que el dogma comunista había pronosticado al capítalismo: "como fruta madura Tal desenlace indica hasta qué punto la transformación de la sociedad rusa en los años de la perestroika ha sido profunda, y cuan penetrado estaba el Estado soviético, incluidas sus Fuerzas Armadas, por las ideas y las personas del nuevo tiempo histórico, del tiempo de libertad. Mientras la opinión pública occidental y, lo que es peor, sus gobernantes, seguían obsesionados con Gorbachov y sus maniobras, la irrupción de la sociedad civil en Rusia y la constitución de un potente y confuso movimiento democrático en torno al liderazgo de Yeltsin se convertían en el factor decisivo cara al futuro.
Y no es que el golpe fuera una sorpresa. Había antecedentes serios, incluso públicos, de amagos y amenazas en este sentido desde hace varios meses. Pero aunque dicha posibilidad era conocida y aceptada en los medios democráticos, ninguno de los interlocutores políticos con los que hablé en Rusia en los últimos seis meses pensaba que pudiera triunfar. ¿La razón? La gente saldría a la calle, y el Ejército soviético no estaría dispuesto a masacrar a miles de rusos. Los hechos parecen confirmar ese análisis que explica lo inexplicable: cómo pudo fracasar un golpe organizado desde la dirección del PCUS (directamente planeado por el secretario de la Comisión Militar del Comité Central, Oleg Baklanov) y apoyado por los jefes del KGB, del Ministerio de Defensa y de la policía. Ahora sabemos que de las 180 divisiones del Ejército, los golpistas sólo contactaron a 15, y sólo cinco aceptaron recibir órdenes; que la Fuerza Aérea se negó a intervenir; que los paracaidistas apoyaron a Yeltsin; que el batallón de tanques de la división Tamanskaya enviado al Parlamento ruso se pasó a Yeltsin al cabo de unas horas, y, sobre todo, que la unidad especial Alfa del KGB, que debía asaltar la Casa Blanca y matar a Yeltsin y sus colaboradores en la noche del 19 de agosto, se negó a cumplir las órdenes. Pero para que los militares y el KGB se dividieran tan profundamente, dejando sin capacidad de acción a los golpistas, tuvo que ocurrir un hecho político decisivo que obligó a cada cual a definirse literalmente en términos de vida o muerte: la resistencia a ultranza de Yeltsin, de los parlamentarios rusos y de las decenas de miles de moscovitas que pusieron sus cuerpos frente a los tanques. Con eso no habían contado los golpistas porque desconocían su propia sociedad. Fue un golpe a la antigua, dirigido al Estado, que se olvidó de la sociedad civil y del poder de convocatoria de los nuevos dirigentes políticos populares. Los comunistas remedaron en la preparación del golpe el tipo de planificación que llevó a la ruina a su sistema: pensaron en encargar a una fábrica de Pskov la producción de 250.000 pares de esposas para los detenidos de su represión, pero ni cortaron los teléfonos del Parlamento ruso durante toda la crisis ni detuvieron a Yeltsin en el aeropuerto cuando regresó a Moscú desde Kazajstán pocas horas antes del golpe.
Tras la destrucción del orden comunista por los errores de sus mismos defensores, el futuro inmediato de la Unión Soviética consiste en controlar las condiciones en las que se opera el desmantelamiento del actual Estado y la eventual formación de una confederación de Estados soberanos. Tras la independencia de las tres repúblicas bálticas y la proclamación de independencia de Georgia, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia y Armenia, la firma del nuevo Tratado de la Unión puede ser puesta en cuestión. A principios de septiembre de 1991, lo que queda de Unión Soviética se reduce a Rusia y a las repúblicas asiáticas (incluyendo Azerbayán, en el Cáucaso), demasiado pobres para arriesgarse al separatismo, aunque Uzbekistán está haciendo amagos en ese sentido. Sin embargo, los lazos económicos y de infraestructura básica entre las distintas repúblicas son tan profundos que no cabe pensar en su total separación funcional. Es posible que, por iniciativa conjunta de Gorbachov y Yeltsin, se constituya una nueva estructura geopolítica (que probablemente abandonará el nombre de Unión Soviética) con dos velocidades: unas repúblicas que firmen un nuevo Tratado de la Unión y otras que se mantengan enteramente independientes, con acuerdos de asociación económica. Los lazos entre las repúblicas de la nueva Unión se redu cirán, probablemente, a tres: mercado común y política monetaria; gestión de la infraestructura básica, energética y de comunicaciones; defensa estratégica y nuclear. Con las repúblicas independientes sólo subsistirán acuerdos económicos y de infraestructura. De hecho, Yeltsin lleva meses declarando que la futura URSS debiera constituirse en un modelo semejante al de la futura Comunidad Europea.
En esas condiciones, el problema de quién tiene el poder en el Gobierno soviético sólo es relevante para el período inmediato de la transición al nuevo orden, puesto que el poder real residirá en las repúblicas, y en la de Rusia está claro que Yeltsin goza en estos momentos de un poder prácticamente total, al no existir todavía una organización política articulada del movimiento democrático revolucionario. Una futura elección para la presidencia de la URSS dejaría de todas formas a dicha institución en un papel cuasi-ceremonial y en ningún caso podría ser ganada por Gorbachov, cuya impopularidad ha aumentado después del golpe, puesto que en la injusta e ingrata imagen popular se le considera o bien cómplice (si estaba al comente del golpe) o incapaz (por no haberse dado cuenta de que la práctica totalidad de sus colaboradores inmediatos estaban en contra del cambio, algo que era vox pópuli en Rusia).
Pasada la euforia del triunfo revolucionario, los problemas no hacen sino empezar en Rusia y en la ex Unión Soviética. Las inaplazables medidas necesarias para el paso acelerado a la economía de mercado pueden ser tomadas ahora, tras haber roto el bloqueo que las impedía. Pero dichas medidas tendrán un coste social y económico altísimo y sólo podrán surtir efecto sobre la base de un amplio consenso político y de una ayuda masiva e inteligentemente orientada por parte de la comunidad internacional. La apertura de la caja de Pandora de las identidades étnicas y nacionales reprimidas durante siglos puede desembocar en una serie de conflictos locales y regionales al interior de la Federación Rusa, con respecto a las minorías rusas en las repúblicas ahora independientes y entre las minorías étnicas de las nuevas repúblicas (Osetia del Sur en Georgia, azeríes contra armenios, etcétera), con la posibilidad real de guerras civiles regionales.
En fin, el largo periodo de reconstrucción de la economía, de las instituciones y de la vida misma (la propia identidad) ofrece campo abonado para las provocaciones, el sabotaje, la xenofobia y el fanatismo. El movimiento democrático ruso debe ahora ser capaz de evitar que la revolución devore otra vez a sus propios hijos. El sol de agosto deberá brillar durante largos inviernos para fundir definitivamente el hielo de octubre en la profundidad del alma rusa.
Manuel Castells es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y director del Programa de Estudios Rusos del Instituto de Sociología de la UAM. (Este artículo fue escrito antes de la reunión del Congreso de los Diputados Populares de la URSS).
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