Gus van Sant sigue buscando con 'Idaho' un lugar entre los grandes del 'cine duro' de EE UU
Un cineasta insobornable contra el puritanismo reinante en el sector cinematográfico de su país
Gust van Sant, con sólo tres películas, se ha convertido en uno de los cineastas más polémicos del cine estadounidense. Es un islote de inconformismo que ya está abriendo paso a otros islotes. Procede del cine marginal, y en cinco años se ha colocado entre los nombres más llamativos de cuantos suenan en el sector duro. Con su filme My own private Idaho, el insobornable y todavía balbuciente cineasta sigue su escalada hacia el más allá del horror de los submundos urbanos.
Es este My own private Idaho, o simplemente Idaho, como ya se le conoce aquí, un filme al mismo tiempo irregular y singular. En todo caso, como ocurrió en círculos minoritarios con su obra precedente, Drugstore Cowboy, parece destinado a crear necesidad de verlo, una necesidad que ya comienza a contagiar a su obra precedente de cineasta marginal y en especial a un filme con título original en castellano, Mala noche, donde, está ya insinuado todo el aparato agresor de este cineasta de dificil catalogación, pero que comienza a crear escuela entre algunos jóvenes independientes del cine de su país.La rapidez con que la obra y el estilo de este cineasta se abren paso tiene algo de reacción contra el recrudecimiento de la censura en el cine de Hollywood, contra los estragos que la MPAA (Motion Pictures of America Association) está haciendo dentro de la libertad de creación cinematográfica con sus famosas calificaciones X y, en definitiva, contra la ola de puritarismo que invade a Estados unidos como una de las últimas secuelas de la era Reagan. Todo el cine de Gus van Sant es ciertamente una patada en mala parte, de las que duelen, contra los criterios institucionales de la nueva censura, y, lo que es peor, autocensura, reinante en el cine de su país.
Libre expresión
De ahí la expectación que Gus van Sant y su Idaho han creado en Venecia. No es una película perfecta, está muy lejos de serlo, pero es más que una película: es una batalla más de la libre expresión en la guerra de mordazas que hoy campea en Hollywood. Y esto supone para el filme un valor añadido nada desdeñable. Gus van Sant se niega a que le califiquen sus obras, barre sistemáticamente de su método de trabajo la autocensura y la línea de menor resistencia, y afronta la realidad de su país tal como él la ve, sin admitir injerencia distorsionadora alguna en esa visión.
Y tal visión es ciertamente discutible, pero lo que es Imposible discutir es su dureza y su pesimismo, a veces incluso efectista para hacerse más evidente y visible. La forma (tanto más que el contenido) con que Gus van Sant visualiza el submundo urbano de su país -un verdadero infierno de la droga y la homosexualidad en la calle- rompe todos los esquemas sobre los que se sostiene el conservadurismo.
Sus películas no son cortables, nada se consigue suprimiendo una escena excesiva o algunas imágenes que zarandean lo que se entiende en dicho conservadurismo por decencia o buen gusto. Queda su lenguaje, su mirada, inasimilable, ordenada a través de otro lenguaje y por otra mentalidad fuera de norma. Para peinar con eficacia Idaho habría que cortar todo lo que hay entre el final de los títulos de crédito y el final donde leemos The End.
Es decir, habría que desterrar a su autor del oficio de hacer cine, cosa inimaginable en un individuo que parece haber elegido este camino de la imaginación para recorrer en él su propio itinerario personal.
Las proyecciones del Lido terminaban ayer con un bonito e inocuo filme marroquí de producción francesa, La playa de los niños perdidos, que tiene destellos de buen cine y un extraño sabor a melodrama lorquiano.
Babelia
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