_
_
_
_
_
Tribuna:LAS CIUDADES DEL 92
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Madrid, capital de la gloria

Antonio Muñoz Molina

Fotos: Cristina García RoderoEn llegar a Madrid y en irse de Madrid se le va a uno parte de la vida. Es uno el que se mueve, el que regresa y se marcha, pero no puede eludir el efecto óptico de que sea la ciudad la que parece alejarse o venir hacia él con la rapidez ilusoria de las transparencias del cine. Madrid despliega en la llegada su panorámica del futurismo y asombro y su fulgor de bienvenida, y la velocidad del taxi que se aproxima a la ciudad por la autopista de Barajas tiene su minuto de recobrar el aliento y decirse que de verdad ha llegado uno a Madrid cuando el tráfico se espesa en la avenida de América y se ve ese alto edificio rojo coronado por el anuncio de Iberia que pintó Antonio López García en uno de sus cuadros. En el descenso de la Puerta de Alcalá a Cibeles la mirada no abarca toda la extensión que surge ante ella como el horizonte levantado del mar: la ciudad se desliza en un plano inclinado para volver a alzarse en el torreón del Círculo de Bellas Artes y en las primeras cúpulas de la Gran Vía, y uno siente la gravitación aérea y el imán que desde muy lejos ya lo venía reclamando, ese cielo de postal donde se perfilan sobre las cornisas la estatua alada del edificio Metrópolis y la Minerva severa del Círculo, esa luz alta y desasida que tienen siempre las distancias de Madrid, o la otra luz, húmeda y doméstica, que brilla en las mañanas de diario por las calles reposadas de los barrios del centro o bajo los árboles del paseo del Prado y preludia umbrías de mostradores de cinc y vasos de vermú, olores de portal y de respiradero del metro.

Uno llega a Madrid y tiene toda la vida y toda la ciudad por delante, aunque sólo vaya a quedarse dos o tres días: la vida futura y también la pasada, la de todos los viajes anteriores, la ciudad que conoció y la que todavía le falta por conocer, incluso la que ya se ha extinguido y la que imaginaba antes de verla, cuando Madrid era una estampa de almanaque en color y una ciudad inalcanzable a la que iban los mayores para ver el Retiro y la Feria del Campo y comer gambas a la plancha. Al cabo de los años, el plano de Madrid está cruzado de senderos donde hemos ido dejando las huellas apasionadas o vencidas de nuestro nomadismo, y ya basta enfilar una calle o un paso subterráneo o detenerse junto a cierta boca de metro para que una memoria automática reviva sin voluntad llegadas y caminatas antiguas. Algunas ya son imposibles: desde que cerraron la vieja estación de Atocha se ha perdido el privilegio inmediato de entrar a pie en un Madrid desordenado y ferroviario, ya no puede quedarse uno parado con su bolsa en la glorieta de Carlos V y mirar el Ministerio de Agricultura, la cuesta de Moyano, el paseo del Prado y la esquina de Atocha como postales rutilantes o naipes desplegados en un ofrecimiento de peregrinaciones por Madrid. Ahora la estación de Atocha, con esa cúpula abominable que interfiere en los azules casi marítimos del sur, es como una rampa de lanzamiento con túneles de hormigón y escaleras metálicas, y cuando uno ha logrado salir de ella está ya tan exhausto que aquellas perspectivas recién aparecidas de la ciudad las ve ahora inalcanzables, en los extremos de un socavón baldío que no parece posible atravesar a pie.

Días nublados

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Entre el Retiro y el paseo del Prado hay en los días nublados y lluviosos un Madrid londinense, con arboledas y tranquilas calles laterales y fachadas solemnes de museos. Basta seguir subiendo hacia el norte y regresar a la ciudad en una tarde de calor para que en la plaza del Descubrimiento, con las torres de Jerez y esas brutalidades paleolíticas que hay al lado de la Biblioteca Nacional. Madrid adquiera de pronto una febril modernidad suramericana como de los años sesenta. Pero con sólo trasladarse de barrio es posible viajar sin demasiada fatiga a otro tiempo, y entonces nada complace más al lector de Galdós que descubrir en las esquinas nombres con los que se familiarizó en los Episodios nacionales y de los que tal vez ahera casi nadie sabe nada: Serrano, O'Donnell, Zurbano, Lista, Luchana, Príncipe de Vergara, Siete de Julio: la épica liberal de don Benito se enreda en los nombres de las calles con el Ruedo ibérico de Valle-Inclán, y entre la estatua del marqués de Salamanea y la de Isabel II, tan lejanas la una de la otra, Madrid resume su condición de Corte de los Milagros y escenario de motines y, comitivas reales, interrumpidas a veces por la explosión de alguna, bomba libertaria y casera. En Madrid uno percibe el color y la tumultuosa densidad de un presente muchas veces agrio y desgarrado y al mismo tiempo una nostalgia imposiblemente personal de otro Madrid abolido que sólo conoce por los libros y las fotografías, y sobre todo por los testimonios de los supervivientes, una nostalgia civil de libertades y heroísmos que tuvieron aquí su capital de la gloria y sus monurnentos de escombros. Tal vezdesde entonces le ha quedado a Madrid esa diafanidad de perspectivas, esa anchura de frontera y de tierra de nadie que sigue habiendo entre la plaza de España y el en parque del Oeste, la arrogancia porvenirista, como decía Ramón Gómez de la Serna, que aún nos entusiasma viendo el edificio Capitol o las arcadas del Viaducto: en Madrid se ve más claro que en ninguna otra

parte que pudimos haber crecido en un país menos zafio, y el dolor por lo que se perdió se agudiza en el contraste con la belleza sin énfasis de lo que ha perdurado, muchas veces oculto, con esa dignidad lacónica fortalecida por la persecución que encuentra uno en los viejos resistentes: tras los aspavientos de granito del Madrid fascista o las colmenas del Madrid agigantado y devastado en los años sesenta se abren calles escondidas con jardines delanteros y pequeños chalets donde ya no parece vivir nadie, o una gente laica, civilizada e invisible que observa tras los cristales con visillos la desfiguración de su ciudad a manos de las hormigoneras y los martillos neumáticos que este verano taladran sin misericordia ni descanso todas las aceras de Madrid.Desfiladero

Al irse uno ya no mira hacia adelante, porque la ciudad, en vez de abrirse, se estrecha hacia la salida como un desfiladero y se vuelve pasado y despedida en los retrovisores, se despuebla en llanuras y cruces de carreteras flanqueadas por altas vallas de anuncios y arquitecturas distantes que parecen emblemas del adiós. En Madrid seigualan la permanencia y el tránsito, y haber llegado es empezar a irse, de manera que todo se percibe con una. intensidad un poco ansiosa, con una rapidez que no sólo está en la mirada o en el corazón del viajero. Al que vive en Madrid también se le nota un aire de llegada reciente, un desasosiego de partida próxima, más evidentes para el que ha venido de provincias, donde casi todo el mundo parece acomodado a una inmovilidad entre satisfecha y melancólica y el tiempo, a poco que uno se descuide, empieza a medirse no en horas ni en minutos, sino en trienios como losas. Ahora que tanto se llevan las raíces vernáculas, es más saludable que nunca el desapego de Madrid, que algunos suspicaces consideran desdén, pero que tal vez es el sedimento que han ido dejando en la ciudad todos los recién llegados y los fugitivos, los que encontraron en ella un lugar perdurable y los que se marcharon expulsados, los que vinieron a comerse el mundo y a triunfar en la vida y ahora cenan latas de sardinas en la mesa camilla de un cuarto de pensión, los aplastados y los desaparecidos, los que se encaramaron a la cucaña del éxito y se mantienen en ella con un malestar de caída próxima oculto bajo la soberbia. Madrid, que ha tenido mucha más suerte en la literatura que en la historia, es la novela solitaria de cada uno y la gran novela incesante que va quemando sus páginas a medida que se escriben sin que intervenga la voluntad de nadie, y hacia cualquier parte que uno mire con un poco de atención encuentra fragmentos de narraciones no contadas y biografías imaginarias que agregan su mentira a la memoria universal de la ciudad.

Entre el llegar y el irse, Madrid es un paréntesis y un blanco móvil para la mirada. Cuando el taxi sube por la Castellana en dirección a Chamartín, la Torre Picasso iluminada es el faro triste de la despedida. En Madrid no hay siempre, pero tampoco hay nunca más. Madrid tiene una mezcla de hospitalidad y desamparo que puede fácilmente desorientarlo a uno si no sabe acostumbrarse a los cambios de humor de la ciudad, que son inesperados y terminantes, y suceden en unos pocos minutos o en el espacio entre dos calles, a tal velocidad y tan sin previo aviso que provocan un efecto de realidad desenfocada. El pasajero en Madrid aprende mal que bien a mantenerse en guardia, y sabe por experiencia que no hay ciudad más atroz para quedarse solo una noche de domingo ni más alentadora cuando sucede en ella de improviso la felicidad. Los callejones más tristes del mundo están a un paso de las arboledas más civilizadas, y el susto de encontrarse de frente una cara de patíbulo puede ser el preludio de una conversación cálida y fugaz con la señora de guardapolvo azul que atiende en el mostrador de una droguería donde huele a detergente en polvo de hace 30 años. De la misma manera aprende el oído a distinguir las voces de Madrid: las hay nasales y gangosas, como que eligieran las palabras con pinzas, y otras de una chulería arrastrada que tiene algo de insulto, pero hay también voces en las que se advierte el acento de un Madrid ilustrado y democrático, de un civismo desahogado y cordial, anterior a la guerra, irónico ante las megalomanías del poder y solidario en las celebraciones y las adversidades, no ensombrecido aún por el chantaje interminable de la dictadura ni arrasado por la prosperidad bárbara y hortera que todavía sigue lacerándolo. Son voces de vecindario, de tienda de ultramarinos y de bar de al lado, donde todo el mundo se saluda, y lo mismo las oye uno en una calle del centro que en un supermercado de Moratalaz. Puede que fuera Galdós quien mejor las escuchó: a mí me hacen acordarme del desafiante orgullo con que esta ciudad resistió sin gobierno ni ejército, de puro milagro y pura obstinación, la ofensiva franquista en noviembre de 1936, y cuando leo a Max Aub y a Juan Eduardo Zúñiga me parece que las palabras estrictas cobran la sonoridad que debieron de tener aquellas voces y que en esa luz única y serena de las mañanas de Madrid dura todavía un descarado resplandor republicano: capital del dolor y de la gloria, capital sobre todo de un país al que no dejaron existir y al que castigaron con mas sana en pleno corazón.

Libros de memorias

Figuraciones de viajero que acaba de llegar y está a punto de marcharse, que ha leído demasiados libros de memorias y se imaginaba a Ramón Gómez de la Serna encastillado en un delirante torreón de la calle Velázquez, a don Manuel Azaña yendo a pie desde el Ateneo al Ministerio de la Guerra, a don Pedro Salinas mirando desde la acera de una Gran Vía con fachadas blancas a las mecanógrafas de pelo corto y faldas estrechas que salen de edificios art-decó para subir a los tranvías. Pero en la novela urgente de Madrid no queda tiempo para las conmemoraciones. Individuos con coleta, con la frente calva, con trajes de diseño y carteras transparentes, les hacen señas a los taxis en el Manhattan caraqueño de la Castellana y sonríen apretando mucho las mandíbulas. Travestis hinchados de silicona flanquean el camino hacia la Residencia de Estudiantes, abriéndose los abrigos de pieles sintéticas cuando se acercan a ellos y pasan lentamente de largo tipos emboscados tras los cristales de sus coches de lujo. A medianoche, en una esquina de la Gran Vía, la gente toma refrescos y platos combinados en los veladores de una cafetería, una mujer muy pálida ofrece rosas envueltas en celofán, un tipo que asegura estar recién salido de la cárcel pide dinero para buscar una pensión, se cruzan dos grupos de jóvenes: de pronto, como si un roce muy tenue hubiera provocado una descarga eléctrica, hay en la gente una ondulación de alarma y se abre un espacio vacío en el que dos hombres riñen a gritos, con las caras congestionadas, con una súbita brutalidad de miradas vidriosas y puños apretados. Los separan, la gente sigue caminando, la mujer pálida ofrece rosas y el presidario vuelve a inclinarse cada vez que se acerca a alguien con la mano extendida para contarle su desgracia: no ha ocurrido nada, no se ve a los hombres que peleaban ni se sabe cuál fue el motivo, pero queda en el aire como una amenaza de crueldad repentina que le hace a uno fijarse con miedo en lo que hasta ahora tal vez no veía. Alguien cruza el semáforo de Callao dando pisotones furiosos y murmurando injurias. Hombres de mediana edad, con zapatillas de deporte, con cazadoras baratas, rondan bares de luz cruda y letreros azules o entreabren la cortina roja de un sex-shop. Un oriental duerme encogido en el hueco de un escaparate. La mujer que vende rosas tiene en la cara la cicatriz de un navajazo. La noche tibia de verano, la noche civilizada y confortable de los que salen de los cines y entran en el Vip's a comprar el periódico, se puebla poco a poco de zombis que miran de través y llevan bolsas de plástico en la mano. Por la calle Preciados suben sombras lentas rozando las paredes. En la Puerta del Sol hay familias tranquilas que toman el fresco, grupos rumorosos de africanos, un hombre tendido boca arriba, rígido, como si yaciera en una cama muy estrecha, con cara de felicidad, con los ojos abiertos y los brazos cruzados.

Madrid es un muladar de desarraigos en el brillo charolado y turbio de la noche violenta y un largo paseo en la mañana fresca o a la caída de la tarde en dirección a los miradores apacibles de sus lejanías, deteniéndose un rato a beber una cerveza de grifo con berberechos o a leer tranquilamente el periódico delante de un café. Los amarillos y los ocres de la plaza de Oriente cobran una fosforescencia apagada cuando el cielo nocturno continúa siendo azul, y a esa misma hora los blancos de estuco del barrio de Salamanca tienen un matiz rosado en los pisos más altos. Más allá de la frontera vertical de las Vistillas y del palacio de Oriente, tras la yuxtaposición de perspectivas cubistas que da un poco vértigo al asomarse al Viaducto, Madrid se prolonga hacia el Oeste en ondulaciones boscosas y en lentos crepúsculos de lujo: hacia el Este y el Sur, Madrid se disgrega en barriadas rojizas, en naves industriales, en descampados broncos que parecen sitiarla, y no se sabe dónde termina exactamente y dónde empiezan esos territorios que Walter Benjamin llamó el estado de excepción de la ciudad. Pasan al otro lado de la ventanilla del taxi, se van distanciando en la noche sus luces a medida que el tren cobra velocidad, uno cruza el vestíbulo del aeropuerto con su tarjeta de embarque en la mano o reposa la nuca en el asiento del vagón y no acaba todavía de creerse que apenas ha venido, ya se está yendo de Madrid.

Mañana: CATALUÑA/ 1_

El país medieval

Javier Marías

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_