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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La revolución de agosto

LOS ACTOS políticos producen a veces el efecto contrario al que buscan. Ningún ejemplo mejor que el golpe de Estado en Moscú. Querían impedir la firma de un Tratado de la Unión que juzgaban demasiado centrífugo y han provocado la desintegración de la URSS. Trataban de recuperar todo el poder para el PICUS y han provocado su disolución. Iban a desactivar a Gorbachov y han puesto la espoleta a un Yeltsin que exige un cambio de sistema.La derrota del golpe se ha convertido en una verdadera revolución popular que está destruyendo los pilares materiales e ideológicos sobre los que ha descansado el poder desde 1917. El Estado y el régimen social nacidos de la revolución de 1917 han muerto. Es cierto que los cambios a los que asistimos hubiesen sido inconcebibles sin los seis años de perestroika, durante los cuales los ciudadanos han podido participar en la política en condiciones de creciente libertad. Pero presionado a la vez por sectores del aparato comunista -esos treslones de privilegiados que, según Voslenski, formaban la nomenklatura del régimen- y la impaciencia de algunos dirigentes nacionalistas periféricos, Gorbachov, defensor a la desesperada de lo que consideraba un socialismo mejorado, cedió terreno a los conservadores y comprometió los apoyos con que había contado antes. Hace ocho meses, Gorbachov encargó su plan de cambios graduales a un equipo que todo él se ha alineado tras la conspiración golpista. El resultado es un desplazamiento brusco del poder hacia sectores radicales que luchan por un cambio de sistema. Sin un equipo propio del que fiarse y con un programa que es ya una antigualla, Gorbachov es hoy apenas una sombra de si mismo, que no parece ostentar más poder que el presidente de Alemania o Italia: rubricar los decretos que su jefe de Gobierno elabora.

El vencedor del golpe es Borís Yeltsin. En él convergen las dos tendencias profundas que están transformando la sociedad: por un lado, el democratismo radical de los sectores de la perestroika inicial que se enfrentaron con los temores de Gorbachov; por otro, y, como presidente de Rusia, las tendencias nacionalistas, que desean acabar con la Unión Soviética tal como ha existido hasta ahora: bien con la separación total, como las repúblicas bálticas, bien mediante una nueva unión de tipo confederal, como las repúblicas que siguen preparando el Tratado de la Unión. Yeltsin tiene una capacidad de diálogo con los nacionalismos de la que carece Gorbachov.

El triunfo de Yeltsin se ha plasmado en el hecho de que él -anulando incluso nombramientos hechos ya por Gorbachov- ha tomado todas las decisiones fundamentales en estos momentos. Ha designado nuevos ministros y nuevos mandos militares. Ha colocado a Bakatin al frente del KG13, lo que significa el anuncio de que será desmantelado y se convertirá en otra cosa. Ha cerrado Pravda y otros periódicos progolpistas. Ha ordenado la suspensión de la actividad del PICUS en Rusia. Se trata de iniciativas tomadas en el fragor de la batalla. Algunas indispensables, otras discutibles o de difícil encaje legal. El enfrentamiento entre Yeltsin y Gorbachov sobre el PCUS fue el punto central del debate en el Parlamento ruso, retransmitido por las televisiones del mundo. Gorbachov defendió que no puede considerarse que los 15 millones de afiliados al PCUS -cinco millones se han dado de baja en un año- sean golpistas, y Yeltsin sostuvo que el PCUS no es un partido más, sino la pieza clave del aparato dictatorial. No se trata tanto de prohibir unas ideas como de desmontar una estructura férrea de poder que está presente en las Fuerzas Armadas, en las policías, en las empresas. Gorbachov apenas ha podido mantener su resistencia 24 horas: su dimisión como secretario general del PCUS, la disolución de su comité central y la incautación de sus bienes es de hecho el certificado de defunción del Estado soviético que concibió Lenin hace 74 años.

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Los poderes de Yeltsin

En estas horas de convulsión, otro fenómeno nuevo y fundamental ha salido a la superficie: el poder central en la URSS ha tomado un carácter confederal. Los temas de Estado, en ausencia de un Gobierno soviético, son debatidos y resueltos en la reunión de los presidentes de las nueve repúblicas que han decidido, en principio, firmar un Tratado de la Unión, si bien éste aún debe ser ultimado. La formación del nuevo Gobierno soviético y las otras decisiones sobre el futuro del Estado se han elaborado en la reunión de los nueve presidentes con Gorbachov. Y en ese marco quien decide es de nuevo Yeltsin. sólo por su papel en la derrota del golpe, sino porque es el presidente de Rusia. La agrupación de las repúblicas no podrá ser una unión de iguales. Rusia tiene más de la mitad de la población de la URSS y, dos tercios de su territorio, pero le interesa que se mantenga una agrupación de ciertas repúblicas, bien que ampliando sus poderes.

En el Báltico las cosas han ido demasiado lejos para considerar verosímil una reconsideración de su mayoritaria voluntad secesionista. El reconocimiento por parte de Yeltsin de su independencia puede despejar el futuro para una separación no traumática, pero la falta de decisión en las primeras horas del posgolpe ha facilitado otros movimientos centrífugos desordenados. El Parlamento de Ucrania aprobó ayer mismo su independencia, condicionada al resultado de un referéndum. El pasado 17 de marzo, el 58% de los ucranianos votaron por la Unión, pero no es probable que ese resultado se repita.

En estas horas agitadas no es posible desconocer el aspecto preocupante representado por la excesiva concentración de poderes en manos del presidente de Rusia, que dio lugar a expresiones bastante inquietantes en el acoso humillante a Gorbachov. En todo movimiento revolucioriario es casi inevitable el desbordamiento populista. Pero la revolución que se está realizando necesita superar el momento de los gestos y los símbolos. Lo que cuenta son las realidades sociales, el paso a un poder realmente democrático. Ello exige formas jurídicas y constitucionales que son inherentes a la democracia. Por otra parte, Yeltsin, cuyos principales asesores tienen fama de personas sensatas, ha sabido en otras; ocasiones detener a tiempo su deslizamiento hacia la demagogia.

¿Y Gorbachov? El espectáculo que ha dado desde su retorno de Crimea es triste. Lo más preocupante es su falta de reflejos para obtener todas las consecuencias que se derivan de la implicación en el golpe del aparato del PCUS, cuyo descabezamiento parece, una vez más, una decisión impuesta por otros. Es muy probable que su gran momento haya pasado. El papel que ha desempeñado Gorbachov ha sido extraordinario, pero ya no es esa personalidad central que ha sido en los últimos seis años.

Por ello es tanto más importante que ocupen puestos de primer nivel, al lado de Yeltsin, Figuras de gran prestigio -incluso internacional- como Shevardnadze, YákovIev, Shatalin, por no hablar de Popov y Sobchak, alcaldes de Moscú y Leningrado. Ello ayudará a que la política occidental supere la personalización del debate sobre la ayuda a la perestroika. Varios de los principales, motivos; de reticencia están siendo borrados: la revolución de estos días trata precisamente de desarraigar los restos del régimen comunista. Aún es demasiado pronto para vislumbrar el futuro con un mínimo de fundamento; estamos en la hora de la confusión que acompaña a todos los momentos revolucionarios. Pero Europa necesita -y debe contribuir a ello- que en el inmenso espacio que ha sido la URSS se consolide un régimen democrático estable, capaz de hacer su propia aportación a un sistema de seguridad europeo e internacional.

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