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La reforma imposible

Antonio Elorza

A Zdenek Mlynar, amigo de juventud de Gorbachov y principal teórico de la Primavera de Praga, el golpe de Moscú no debe haberle sorprendido, ni por el método seguido ni por sus antecedentes políticos. Con las variantes necesarias para transformar la ocupación de un país satélite en revolución de palacio, el guión golpista vigente para el KGB y el Ejército soviético no ha cambiado en un cuarto de siglo. Podría ironizarse incluso diciendo que es la mejor prueba de la obsolescencia del sistema: incluso el llamamiento al pueblo de la junta presidida por Yanáyev parece haber salido de la misma pluma que La defensa del socialismo es el deber internacionalista supremo en agosto de 1968. Si Suslov ha muerto, están ahí indudablemente sus discípulos. En el terreno de los hechos la secuencia se ha reproducido en sus grandes líneas: la captura de la dirección legítima a la que se pretende eliminar, su posterior secuestro, la invocación del caos y el desorden, la promesa de mantener las reformas, el Ejército ocupando la calle con sus carros armados. Ni siquiera ha estado ausente la incapacidad para gestionar políticamente ese dominio material cuando esté enfrente una resistencia como la que en 1968 protagonizó la población checoslovaca o la que expresan hoy amplios sectores del pueblo ruso en seguimiento de Yeltsin.Pero también en cuanto al proceso político Moscú 91 enlaza con Praga 68. En ambos casos es preciso consignar como balance la inviabilidad del comunismo ,reformista. Es decir, el fracaso inevitable de todo ensayo de transformación democrática -sea estatal o partidaria- desde el interior de las estructuras, modos de acción política y mentalidad que forjara el estalinismo. Sin duda, Gorbachov ha podido caminar más tiempo y llegar más lejos en esa dirección que Dubcek, en parte por ocupar el puesto de Breznev y en parte por su habilidad para la maniobra, pero el resultado final ha sido el mismo. Y en ambos casos han sido fuerzas internas de sus propios partidos comunistas, con el oportuno apoyo de la violencia exterior, las que acabaron por desmantelar el ensayo. No se destaca lo suficiente que los protagonistas del golpe en la URSS han formado parte del estado mayor de Gorbachov. En la trayectoria política del líder de la perestroika, los observadores apreciaron la táctica de emanciparse de una eventual recusación desde el PCUS, forjándose un espacio político independiente a la cabeza del Estado. Tal era la apariencia, pero el fracaso del procedimiento no ha podido ser más espectacular ya que son sus principales colaboradores políticos, hombres designados por él, como el vicepresidente Yanáyev o el primer ministro Pávlov, quienes han encabezado el golpe al lado de aquellos que podrían considerarse representantes de los poderes autónomos, KGB y Ejército. Del mismo modo que Bilak o Husak fueron los verdugos de Dubcek. Tanto Gorbachov como Dubcek jugaron a fondo la carta de incorporar elementos conservadores a sus equipos con la esperanza de integrarles en sus proyectos de reforma. Quienes han conocido a Yanáyev como representante de los sindicatos soviéticos en la OIT, no pueden explicarse que semejante individuo recibiera un puesto de primera responsabilidad para una difícil gestión democrática. Como tantos otros hombres del sistema soviético, no es que fuera antidemócrata, es que su cabeza era incapaz de asumir el funcionamiento de un organismo democrático. Tal era el talante de muchos fieles de Gorbachov -como de Dubcek, de Marchais o de Carrillo en sus respectivos procesos- y el juego se repitió en todos los casos con monótona exactitud: aceptaron la democracia mientras mantenían un rígido control del proceso político y acabaron por dinamitar, no sólo la democracia, sino la legalidad del propio partido, con tal de conservar la propia preeminencia. En el caso soviético, la aparatosa derrota de los candidatos del PCUS en las elecciones a la presidencia de la Federación Rusa fue un clarinazo suficiente: por la vía electoral propuesta por Gorbachov iban al mismo suicidio que sus colegas húngaros, por mucha socialdemocracia que le echaran a las siglas. Todo estaba así dispuesto para que la nomenklatura amenazada enlazase con los portavoces del complejo militar-industrial y con el aparato de represión policial aún en pie, acudiendo a la aplicación de las viejas recetas represivas. No valía la pena dar la batalla en el Comité Central: menos riesgos ofrecían las detenciones nocturnas y los carros de combate.

Ahora bien, insistimos, los protagonistas políticos del golpe son compañeros de Gobierno de Gorbachov. Este hecho ha de tenerse en cuenta cuando se intenta crear una mala conciencia en Occidente apuntando que con mayores ayudas económicas nada hubiese sucedido. En realidad, de poco servía tapar agujeros en una política económica como la de Pávlov, que ahora ha revelado las razones de su inconsistencia, al suscribir un manifiesto donde se condena "el deslizamiento caótico incontrolado hacia el mercado libre", igual que antescondenara la supuesta conspiración de los capitalistas occidentales contra la economía soviética. De paso salen a la luz los fundamentos de tanto boicoteo a toda reforma real. Pero lo que importa es que fuera el mismo Gorbachov quien puso ahí esos hombres y asumió una serie de compromisos conservadores que acabaron siendo inútiles. Conviene, pues, separar adecuadamente su legitimidad política o el espléndido resultado de su actuación internacional, de una parte, y, de otra, el fracaso de su ensayo de mutación del poder dentro del sistema, algo que fue imprescindible en las primeras etapas de su gestión reformadora, pero que acabó siendo un lastre al que no ha sobrevivido. De ahí el escaso apoyo a su figura en la sociedad soviética, en cuanto símbolo de unas vacilaciones que contrastaban con la voluntad de cambio de Yeltsin. Los recientes sucesos han confirmado el acierto de esa valoración, en nada contradictoria con movilizarse en defensa del presidente de la URSS frente a quienes tratan de reinstaurar el pasado.

La dinámica de los últimos acontecimientos devuelve, en fin, actualidad a la teoría de la Rusia dual, bosquejada por el eslavófilo Aksakov a mediados del sigloXIX y desarrollada no hace mucho por el sovietólogo Robert T. Tucker. La realidad política rusa estaría caracterizada históricamente por la tensión entre una masa popular sometida, fuertemente comunitaria pero desinteresada de la política, y la Rusia oficial, una casta burocrática estatal desligada de los intereses de sus administrados y consciente ante todo de sus privilegios. El término de gosudarstvo designa a esta burocracia, así como a sus connotaciones en cuanto a prepotencia, egoísmo, ineficacia, desbordando su ámbito la esfera estatal hasta impregnar toda relación social con el poder, con cualquier poder. En Lenin es clara la oposición a la gosudarstvo y ello explica el antiestatismo, así como las amargas lamentaciones al contemplar su reaparición en el poder posrevolucionario. "Nos hemos convertido en una utopía burocrática", comentó. El estalinismo fue la consagración de esa forma de poder que hasta la perestroika nunca estuvo en peligro. El principio de la subordinación incondicional al Estado tuvo por correlato una pasividad forzada, pero profundamente asumida, de la masa de la población, y éste es :sin duda el valor más apreciado por los recientes golpistas. En :su llamamiento sorprende que, sin el menor indicio de levantamiento popular, encontremos ¡alusiones a, que las fuerzas extremistas intentan conseguir "el colapso del Estado" o que el viajero soviético ha perdido . era del país la condición de miembro de "un Estado influyente y respetado". Como contrapartida, el dinamismo político de la sociedad es rechazado en cuanto simple "polifiqueo". La simetría tradicional en las relaciones políticas ha de ser mantenida: a unos les toca mandar (PCUS, Ejército, KGB) y a otros obedecer en el cumplimiento de la supuesta tarea colectiva.

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La cuestión reside entonces en comprobar si la perestroika ha suscitado las energías cívicas suficientes para destruir de una vez la gosudarstvo comunista. Las primeras horas de crisis ofrecían un panorama también dual: la tendencia, tradicional a la pasividad, reforzada por el malestar ante la situación económica, predominó en la población trabajadora e hizo fracasar la llamada de Yeltsin a la huelga general, pero en las grandes ciudades no han faltado importantes minorías movilzadas en seguimiento de las nuevas autoridades democráticas. Así, Moscú y San Petersburgo, como Praga en 1968, anuncian el fin de la pasividad y un futuro democrático para la actual URSS.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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