En el día de la patria gallega
Foto: Cristina García RoderoConozco tailandeses que cuando te los encuentras en una escalera nunca sabes si suben o bajan. He detectado comportamientos supuestamente mexicanos entre arraigados aborígenes del Ampurdán. Colecciono madrileños tan tacaños como se dice son los catalanes o los escoceses. También podría hacer una lista de catalanes gandules y de catalanes generosos. Es decir, no creo demasiado en las idiosincrasias con fronteras y la psicología de los pueblos anda un tanto desconcertada desde que todos los pueblos, o casi todos, ven los mismos programas de televisión, participan en las mismas relaciones de producción y realizan sus compras en cualquier Hipercor (es un decir). La primera vez que viajé a Galicia fue en el verano de 1947. Iba a conocer a mis abuelos paternos. Mi padre buscaba el reencuentro con los suyos, después de años de guerra y cárcel. Viajamos en un tren de posguerra, sin duda hoy en algún museo de los horrores, con transbordos en Miranda de Ebro y Venta de Baños. Transbordos violentos, con cristales rotos, los débiles rodando por los andenes y los niños introducidos por las ventanillas, con las maletas y las blasfemias. A veces intervenía la Guardia Civil. No para bien.
Me parece que en aquel verano se me cayó el primer diente y se murió Manolete. La noticia de la muerte de Manolete, recibida en una minúscula aldea a la que se llegaba en pollino desde la más próxima estación de Puebla de San Julián, tenía un no sé qué de exótico y sobre todo rumiada en aquel acento gallego que me envolvía y me sorprendía, porque mi padre lo había perdido. Caldo gallego para desayunar, para comer, para cenar y un ritmo de trabajo japonés, con el exclusivo afán de acumular tierras y vacas, lo más próximas posibles a ríos en los que se podía coger truchas con las manos. La historia de una vida era la de la construcción de una casa, de un pozo, de un reúma, de una dentadura postiza premoderna, y, sobre todo, cercar tierras adquiridas con el trabajo de los que se quedaban y los ahorros de los que se marchaban a servir a Barcelona o Madrid o a probar infortunio en una América anterior a la deuda externa. Me permito este ejercicio de memoria aquí, a pocos metros de la puerta del Obradoiro, 25 de julio de 1991, la plaza llena de gentes y geos, gallegos y extranjeros esperan que algún milagro ocurra en las puertas de la excelente catedral: "¡Ya sale!". "¡Desde aquí le veremos salir!". No esperan ni a Santiago apóstol, ni a su eminencia reverendísima el cardenal Antonio María Rouco Varela, ni a Fraga Iribarne, presidente de la Xunta de Galicia. Esperan un príncipe y si es posible acompañado: "¿Ha venido con la Sartorius?". "Calla, mujer, si aún no es oficial".
Mi padre había oído hablar a Castelao en Barcelona, creo que en 1937. No recordaba muy bien lo que había dicho, pero a pesar de pertenecer a la izquierda estatalista, mi padre siempre ha admirado a quienes saben expresarse en público. En Barcelona, Castelao había reivindicado la definición de nación formulada nada menos que por Stalin, "porque, a este respeito, é un autor libre de ofuscaciones filosóficas...": nación es una comunidad estable, históricamente formada de idioma, de territorio, de vida económica y de hábitos psicológi.cos reflejados en una comunidad de cultura. En 1947, los supervivientes de la guerra no sólo escondían, en su mayoría, las ideas vencidas, sino también la memoria vencida, y en Souto, la aldea de mis familiares gallegos, la galleguidad era la lengua que algunos de sus miembros ya habían perdido y el caldo espesado por el unto y las gelatinas de los huesos de jamón, y una sensación ambigua de territorialidad ingrata, de tierra que costaba acumular, a veces al precio del exilio económico. Esta misma mañana en que buena parte de las gentes que pueblan Santiago, aborígenes o forasteras, desearían que en lo más alto de la escalinata de la catedral se aparecieran Felipe de Borbón e Isabel Sartorius, se han convocado tres manifestaciones, tres, de distinto signo galleguista. Las tres se acogen a la celebración del "Día de la patria gallega", mientras el Exército Guerrilleiro do Pobo Galego reivindica dos atentados, en el Bierzo y en Pontevedra, atentados fíloecológicos contra industrias madereras y energéticas. "Ante el 25 de julio, el Exército reafirrna su combate decidido contra la injusticia y la miseria, contra quienes la provocan, el imperialismo y los explotadores, contra la opresión y por la libertad e independencia de Galicia". Toma ya Nuevo Orden Internacional, Fernández Ordóñez.
Beiras, el profesor que encabeza el Bloque Nacionalista Galego, tiene todos los pelos que hay tener en la melena y la barba canosa. En la lengua ni uno. Consiguió una nutrida marílfestación y una audiencia aún mayor por el procedimiento de juntar las reivindicaciones fundamentales (reforma agraria y ganadera, vertebración de un auténtico nacionalismo frente al regíonalismo del PP y el PSOE, lucha por la cultura y el idioma, conquista del derecho de autodeterminación) con un ataque frontal contra el neogalleguismo fraguista. "Fraga es un dinosaurio". Para Beiras hay dos celebraciones del 25 de julio, la de los nacionalistas gallegos y la de las instituciones: "No hay siquiera celebración institucional del Día de Galicia, lo que hay es la celebración institucional del Día del Apóstol, patrón de España".
Galleguismo secuestrado
El Partido Socialista Galego-Esquerda Galega (PSG-EG) convoca otra manifestación conjunta con el Frente Popular Gallego, quien a su vez invita a la fiesta a representantes de HB. Por otra parte, se forma una manifestación unitaria, que no consigue serlo del todo, y me muevo de una a otra concentración. El dinosaurio ha cumplido su papel junto al cardenal y al Príncipe y a lo largo del día impondrá condecoraciones gallegas y retendrá los sollozos cada vez que pronuncia la palabra Galicia. Los más ingenuos aseguran que el cargo ha galleguizado a Fraga y al PP, pero los más avezados ven en esa galleguización el secuestro del galleguismo de verdad. "Esto sólo nos puede pasar a nosotros ¿Alguien puede imaginar al PP como expresión del vasquismo o del catalanismo?".
El rector Villares ha tenido la gentileza de invitarme a dar una conferencia sobre las mentiras de la guerra del Golfo, en el marco del lanzamiento de la Facultad de Ciencias de la Información de Santiago. Aprovecharé el viaje para llegar hasta Ferrol en busca de la calle donde nació Franco, de la plaza donde le daban coscorrones porque era bajito y le consideraban un cerillita, de la atmósfera cerrada de una ciudad que sólo tenía dos clases: la oficialidad de Marina del Cuerpo General y los otros. El Día de Galicia me ha atrapado y tuerce mi propósito de derivar hacia la aldea de mi padre, llena de muertos que sólo él recuerda. Fraga se bambolea sobre sus pies insuficientes, gigantesco e imparable, de un acto a otro, y cuando pregunto si se ha notado su presencia en la presidencia de la Xunta, hay clara división de opiniones. Don Manuel ha conseguido comunicar al pueblo que se mueve, y si se mueve él, lógicamente, lo hace la autonomía. Pero un seguimiento de cerca revela que Fraga, una vez más, es una víctima del movimiento por el movimiento, un esclavo de balances, de récords de audiencias, visitas y queimadas. "Fraga necesita estar ocupado. Una cosa es estar ocupado y otra realizar un trabajo auténticamente constructivo para la autonomía". Estoy cenando con Xosé Luis Barreiro Rivas, el hombre que pudo reinar en Galicia y acabó en los tribunales, en uno de los ajustes de cuentas más taimados que ha presenciado la transición española. Ex seminarista, progre, parado, Barreiros consiguió un cargo administrativo en Alianza Popular y llegó a ser el verdadero presidente de la Xunta mientras Fernández Albor leía revistas ilustradas y ordenaba al camarero: "Sírvales unos cafés a estos chicos". Barreiro había regalado a los conservadores gallegos inteligencia política y una estrategia nacionalista pujoliana de la que carecían, pero en ningún caso quiere que se identifique su estrategia nacionalista con el regionalismo fraguista. "Fraga puede hacer mucho daño al nacionalismo, lo puede hacer retroceder a niveles fálclóricos". Barreiro está atravesando el desierto de seis años de inhabilitación para ocupar la función pública que desempeñaba y de un descalabro electoral que le dejó sin razones en la calle, después de haberlas perdido en las trastiendas de los tribunales.
Pero todos me lo señalan como una gran cabeza, tal vez la más clara de un nacionalismo centrista y centrado angustiado ante la distancia adquirida por los otros dos nacionalismos históricos, el vasco y el catalán. En un espléndido libro de Xosé de Cora titulado Barreiro contra Barreiro, este heterodoxo gallego, del que ya se sabe si sube o baja una escalera cuando te lo encuentras en el descansillo, suministra implacable información sobre la crisis de un naclonalismo sin nacionalistas y la vieja sabiduría de un pueblo que mide la política por la miserable red de carreteras de que disfruta o una de las sanidades más tercermundistas del Estado. El dinosaurio solloza cada vez que dice Galicia y sus adversanos empiezan a darse cuenta de que está fraguizando el galleguismo, y no al revés. "Sólo un unitarismo auténticamente nacionalista nos hará fuertes ante una política desnacionalizadora en la que participan tanto el PP como el PSOE". Barreiro ha pasado el Día de la Patria Gallega lejos de Santiago, aquelarre de príncipes, cardenales, feriantes, peregrinos, manifestantes y este viajero, tantas veces mestizo, que aún conserva la, sin duda, falsa impresión de que Galicia se ha pasado la historia deshabitándose.
Mañana: Galicia/ y 2
El Ferrol que nunca fue del caudillo
Manuel Vázquez Montalbán
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