Los pasos perdidos de Rabí Samuel
Hace algunos años, en un sombrío café de Barcelona, uno de los amigos más errabundos que tengo me habló del gueto judío de Hervás, en el transcurso de una larga conversación sobre el mito del Golem. Mi amigo definió así la judería de Hervás:-Las casas de colores rancios, sencillas y al mismo tiempo espectrales, se sucedían como animales vivos, viejos e irritados por el recuerdo de más de una infamia. Aquí, una casa esquinada y con la fachada hacia atrás; al lado, otra que sobresalía como un colmillo. En las noches que pasé allí, toda una existencia, se fue afirmando en mí la impresión de que aquellas casas me querían susurrar algún horrible secreto, y no me quería ir de Hervás. A veces, un débil temblor, imposible de aclarar, atravesaba las paludes, los tejados, las cañerías, y yo lo percibía oscuramente y oscuramente deseaba que apareciese ante mí el Golem...
Le miré asombrado, sugiriéndole que no estaba dispuesto a creer lo que me acababa de decir.
-¿Crees que me estoy inventando el gueto de Hervás? -me preguntó. A lo que yo respondí afirmativamente. Entonces él me dijo:
-Te he descrito el gueto de Hervás casi como describió Meyrink el gueto de Praga en su novela El Golern, y como es un libro que conoces bien, enseguida has advertido las citas y te has dejado arrastrar por la incredulidad, equivocándote de medio a medio; pues has de saber, amigo, que el gueto que describió Meyrink no era así ni siquiera cuando él lo conoció. Pudo haber sido así mucho antes, 500 años antes, quizá... El gueto que describió Meyrink era igual que el de Hervás, aunque él lo ignorara. Si un día vas a Hervás acuérdate de mí y de lo que te he dicho.
Pasó el tiempo y un día yo también me detuve ante el barrio judío de Hervás con El Golem bajo el brazo, y quedé estupefacto al comprobar que mi amigo, por otra parte muy poco propenso a las mitologías baratas y sin verdadera carnalidad, me había dicho la verdad. De pronto me hallaba en el gueto de Praga, es decir, en el de Hervás, y al recorrer sus callejas empecé a pensar en esas ciudades flotantes de -las que hablaban los griegos. Igual, en un determinado momento, el antiguo gueto de Praga había volado hasta aquel anfiteatro de montañas al norte de Extremadura, y allí se había quedado hasta que lo dejasen estar... Era una reflexión equivocada, pues en realidad había ocurrido casi al revés. En 1492, más de 30 famillas abandonaron Hervás en dirección desconocida. Pero su moradas han quedado milagrosamente intactas hasta nuestros días, y están allí, en Hervás, hasta que el tiempo y la barbarie, perceptible en algunos lugares del gueto, acabe definitivamente con ellas.
Al anochecer, cuando subía y bajaba las empinadas calles y escuchaba el rumor del agua del río Ambroz, que limita el barrio por su flanco más bajo, pensé, como mi amigo, que si bien aquellas casas habían sido construidas al azar, como en otras muchas juderías incluida la de Praga, para mí conformaban el más bello gueto que había visto jamás. Antes, había estado en las juderías de París, Berlín y Venecia, y ninguna me había provocado esa muda felicidad y esa impresión de déjá vu que sentimos siempre que nos enfrentamos a algo que, además de ser real y estar ahí, había estado siempre en nuestra imaginación. Y es que el gueto de Hervás se presenta a la mirada del viajero como el gueto primordial, el que siempre había imaginado cuando leía El Golem o se acercaba a algunos textos de Scholem y Borges.
La mayoría de las casas son de adobe y madera de castaño conformando aspas sobre las paredes, y si bien parecen tan frágiles como las antiguas casas japonesas, lo cierto es que muchas continúan en pie. Y las vemos tal cual eran (haciendo abstracción de la evidente erosión del tiempo), y hasta parece posible que algún judío de la diáspora pueda aún abrir una de esas puertas, con la llave heredada de generación en generación, y encontrarse con el pasado. Y es que algunas casas parecen cerradas desde tiempo inmemorial. La número 2, por ejemplo, de la calle de la Cuestecilla, por la que accedí al gueto pensando que era la calle hebrea que había imaginado siempre.
Desde lo alto de una de las callejas, veo el puente sobre el río, rico en leyendas de amores contrariados entre cristianos y judíos, como cuentan en sus libros Ventura Ginarte y Víctor Chamorro, y ya a punto de irme de Hervás trato de imaginarme el gueto en sus momentos de máximo esplendor, cuando habitaban sus casas los Cohen, los Salvadied, los Abenfariz y el mismísimo Rabí Samuel. Después me imagino el pueblo en invierno, y sé que volveré a Hervás, y que será en invierno, cuando el rumor del agua del Ambroz se mezcle con el rumor del agua de las numerosas fuentes del gueto. Y quiero recorrer sus calles de noche, cuando el crujido de la madera me advierta que acaba de salir de su escondite el Golem y que avanza, patético y sombrío, por la calle que va a morir al río, y que se llama precisamente calle de la Sinagoga.
Distancia abismal
Desde Hervás viajará hasta la Vera de Cáceres bajo el sol despiadado de finales de julio, y al llegar a Garganta la Olla sentiré repetidas veces la impresión de no haber salido del gueto de Hervás, como si en mi imaginación aquellas calles me llevasen directamente a éstas, fundiéndose en una misma aldea global llena de cristianos, moros y judíos. Eso siento al detenerme ante la casa del balcón colgante, de Garganta la Olla, o ante la embrujada plaza de Cuacos de Yuste. El sol está a punto de ponerse cuando llego al monasterio donde el emperador amarillo se entretenía sincronizando relojes, y al pasear por sus claustros recuerdo el Monólogo en la Alhambra de Gil-Albert y pienso en el precipicio que separó la España de Carlos V de la de Felipe II. "Una distancia abismal; ajustando más se podría decir que al pasar de las manos del padre a la mente del hijo, España se había abismado...". Cito esta reflexión de Gil-Albert porque, curiosamente, hacía tan sólo 20 días que había visitado El Escorial (ese monasterio inmensamente castellano e inmensamente tibetano) y, a la vez que me entusiasmó, me pareció un abismo y una metáfora del tedio de Dios y el tedio de un rey que quiso ser Dios. Pero Yuste no es un abismo, Yuste es un refugio, el mejor para un emperador que vivió demasiado. No tiene la grandeza de El Escorial, pero tampoco nos crea esa inquietud abismal de no saber si estamos en el cielo de Pitágoras o en el infierno de Paracelso, lleno de geometrías alquímicas y pasillos secretos.
El claustro plateresco de Yuste tiene un aire ultramarino, por no decir colonial, y algo pasa en él que debieran examinar muy seriamente los geománticos, pues se notan allí unas corrientes muy benignas, como dirían los chinos, corrientes que se unen felizmente a la sensación de estar a la vez aquí y allí, a éste y al otro lado del océano.
A las afueras de Jaraiz veo un nido de cigüeña sobre una torre metálica de alta tensión. La cigüeña está nerviosa y el cielo se ha ennegrecido. No mucho después, estalla la tormenta y arrecia la lluvia en la carretera de Plasencia. Un coche extranjero se detiene ante mí y me lleva de nuevo a Hervás.
La tormenta en el gueto es muy diferente a la sentida desde el interior del automóvil. Todo significa más: el agua corriendo por las callejas, el chirriar de las ventanas, el rumor de las higueras. Y al pasar por la calle de la Sinagoga recuerdo un poema en el que se habla de los Abarbanel y los Pinedo, que tras ser arrojados de España conservan la llave de su casa.
"Hoy que su puerta es polvo", dice Borges, la llave es "cifra de la diáspora y el viento". Y cifra de la diáspora y el viento es el gueto de Hervás, como tantos otros lugares de esta variada y vasta región, como Mérida, por ejemplo, que ha cobijado como ha podido más de cinco culturas diferentes en su dilatada y casi incomprensible historia.
Aquí y allá, en Extremadura, cada piedra es como una cifra de la diáspora y el viento, pero también de lo que permanece, por eso hay pocos lugares en la península donde todo parezca tan reciente y al mismo tiempo tan sedimentado.
La historia está ahí, en el corazón del presente, y por eso aún hierve y aún está llena de significación. De ahí que haya ciudades en Extremadura idóneas para ver, de un solo golpe de vista, algo tan abismal y al mismo tiempo tan luminoso como los círculos de la historia, sus decadencias cíclicas y sus cíclicas resurrecciones.
Todo en Extremadura es como el paradigma de esa concepción del tiempo, como la huella misma, tallada sobre la piedra, de las caídas y florecimientos que han caracterizado sus ciudades, y en las que ahora vuelve a notarse un saludable renacimiento.
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