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Tribuna:
Tribuna
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Iberoamérica

Menguado español será, en cuanto español, aquel en quien la reciente cumbre iberoamericana no haya infundido siquiera unas gotas de ilusión; y menguado español, a la vez, el que dentro de su quehacer en el seno de la sociedad española no haya sentido dentro de sí, con tal motivo, una aguda llamada a la reflexión autocrítica.Desde Monterrey hasta las playas próximas a Chiloé he recorrido Iberoamérica. En mi idioma he enseñado allí lo que sé, y en mi idioma he sido entendido, creo que con algún reconocimiento. Cien veces me ha conmovido profundamente el hecho de que en una veintena de países sea mi idioma el común a todos, y otras tantas me he preguntado con inquietud por qué ese hecho, y todo lo que culturalmente determina, no se constituía en fundamento de una cooperación no limitada a la mutua comprensión idiomática. La realización de la cumbre de Guadalajara y la enunciación pública de los propósitos allí concebidos, ¿serán realmente el comienzo de tal cooperación? Los hispanohablantes y lusohablantes del siglo XXI, ¿actuarán en el mundo de un modo inéditamente solidario, y harán llegar eficazmente al mundo, por obra de esa solidaridad, la cantidad de ideas y formas de vida a que su volumen demográfico debe conducir? Para mí, éste es el problema principal que esa cumbre plantea.

Seamos rigurosos y exigentes ante las dos interrogaciones que, inmediata e ineludiblemente, tal problema suscita. Una implica discernimiento y decisión: saber si la comunidad de nuestros pueblos -o la suma de ellos, a partir de Ayacucho- ha dado a la historia universal lo suficiente para acometer con seguridad y sin autocrítica la empresa histórica que la declaración de Guadalajara nos propone. Otra requiere pasar de la crítica al diagnóstico: en el caso de que la respuesta a la precedente interrogación no sea enteramente satisfactoria, determinar con claridad y precisión -y, por supuesto, con verdad histórica- cuáles han sido las causas de la insatisfacción y cuáles deben ser los remedios.

Tanto como el que más quiero y valoro la contribución de la España moderna a la cultura universal. Nuestra literatura, desde Fernando de Rojas a Calderón, nuestras artes plásticas, la mística con su expresión poética, el brío colonizador, pese a las sombras que en él puso el trato real con el indio, no la mera estimación jurídica de su humana realidad, la ascética religiosa, cuando no acentuaba el menosprecio del mundo, la ética quijotesca, aunque no pasara de ser una utopía, aunque para tantos españoles sólo haya sido retórica de andar por casa; incluso la concepción política de la Monarquía española, tan magnánimamente valorada por Diez del Corral y Marías... Honra sería para cualquier pueblo ese egregio conjunto de creaciones históricas.

¿Puede decirse otro tanto de la parte española en la edificación de la ciencia moderna, pese a la señorial grandeza de Cajal y, en su medida, la de cuantos en sus respectivas disciplinas han seguido y siguen el ejemplo cajaliano, y en la historia del pensamiento secular anterior al siglo XX, aunque españoles hayan sido Vives y Suárez? ¿Y de nuestra técnica? ¿Y de nuestra moral civil? ¿Y de nuestra convivencia política, cuando desde el siglo XVIII tan frecuentes han sido, chicas o grandes, patentes o larvadas, nuestras guerras civiles, y con ellas la tan reiterada apelación al mando militar para el regimiento del Estado? ¿Y de la laboriosidad de quienes por una u otra vía han podido liberarse del cotidiano yugo del trabajo? ¿Y de nuestra extendida tendencia a justificar los medios por los fines, lacra bien actual, por lo que la prensa diariamente nos cuenta? Sin dar cabal respuesta a esta larga serie de preguntas, y sin tener en cuenta la consiguiente necesidad de una inteligente y tenaz voluntad de reforma, los laudables propósitos del concilio de Jalisco sólo serán, sigamos con Jorge Manrique, fugaz verdura de las eras.

Tanto más, cuanto que el examen de conciencia a que los españoles y los portugueses debemos someternos no es menor imperativo para los iberoamericanos. España, a ella quiero limitarme, dio a Hispanoamérica cuanto era y tenía: su lengua ante todo; su religiosidad, tal como la nuestra era; su empuje urbanístico, ahí está el conjunto de las ciudades hispanoamericanas del siglo XVIII; su saber, que a él sirvieron las universidades tan tempranamente fundadas; sus leyes; su arte ... ; hasta la ávida capacidad de sus colonizadores -ascendientes, no se olvide, de los criollos que social y políticamente han mandado allí, desde la Independencia- para el desaforado y violento abuso de poder. Pero también llevó España a América la suma de deficiencias a que el párrafo precedente alude. Sin tenerlas en cuenta no puede ser bien entendida la historia interna y externa de las repúblicas hispanoamericanas, desde Junín y Ayacucho hasta hoy mismo. La espléndida contribución de los poetas y los prosistas de Hispanoamérica a la literatura universal, la importante obra de los pintores mexicanos, los sueños de Rubén y Rodó, los saberes de Bello y Cuervo, de Riva Agüero y Alfonso Reyes, la tan valiosa excepcionalidad de los Houssay y Leloir, en modo alguno son suficientes, si a todo ello se añade una vigorosa voluntad de reforma cívica e intelectual, para llevar a buen puerto los loables propósitos de los congregados en Guadalajara.

He tratado de responder a la primera de las cuestiones antes formuladas, lo tocante a la excelencia y a la deficiencia de nuestro haber colectivo. Quede pendiente la relativa a las causas de esa común deficiencia. Completándome a mí mismo, y a la vista de lo que sobre el tema sucesivamente han dicho Unamuno, Menéndez Pidal, Ortega, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Francisco Ayala y Julián Marías, otro día expondré mi personal sentir, en buena parte implícito en cuanto arriba queda dicho.

Termino. Ante la sólo posible iniciación y el sólo posible éxito de la necesaria reforma interna y externa de los pueblos hispánicos, quiero hacerlo copiando lo que un Antonio Machado teñido de Juan de Mairena dijo acerca de la reforma del pensamiento filosófico que veía apuntar: "¡Hurra! ¡Sea! ¡Feliz será quien la vea!".

Bien a mi pesar, porque mi vida va a ser más corta que mi deseo, estoy seguro de que no veré satisfactoriamente cumplida esa reforma. Mas también estoy seguro de que oportuna e inoportunamente la predicaré mientras viva, y de que haré cuanto me sea posible para que otros lleguen a verla en marcha. es miembro de la Real Academia Española.

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