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Tribuna
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Un fracaso cantado

La convocatoria realizada por el ministro Solchaga, en nombre del Gobierno, para negociar un acuerdo sobre el pacto social de progreso ha culminado con un rotundo fracaso. Poco antes había fracasado también el intento de que la oposición respaldara en el Parlamento el contenido de dicha propuesta. Entretanto, hemos tenido noticia del estrepitoso fracaso en el que están desembocando las previsiones presupuestarias de 1991.Naturalmente, los culpables han sido, como siempre, rápidamente identificados: los sindicatos cerriles, la oposición conspirativa, las pensiones asistenciales que todavía no se han empezado a pagar, los subsidios del desempleo que genera este nefasto y rotatorio mercado de trabajo. Incluso algún que otro nuevo ministro corre el riesgo de verse culpabilizado con efecto retroactivo. En fin, cualquiera de ellos (sindicatos, oposición, pensionistas, parados, algún ministro) o todos ellos juntos deberán asumir esta sucesión de fracasos. ¿O no?, ¿o quizá el Gobierno y su ministro de Economía tengan alguna responsabilidad?

En cuanto al plan de Solchaga, su fracaso había sido pronosticado con antelación por muchos de los expertos que siguen las cuestiones relacionadas con la concertación.

¿Cuáles han sido las razones de este fracaso? En primer lugar, la inexistencia de un periodo exploratorio previo al inicio del proceso. El intento de recabar de manera informal la opinión de los sindicatos, por ejemplo, sólo se inicia después de ser aprobados por el Gobierno los contenidos de la propuesta y tras remitirla al Parlamento. Dentro, por tanto, de una estrategia unilateral totalmente diseñada y con el proceso en marcha.

Dificultades para pactar

Tal requisito exploratorio, no sólo hubiera sido una elemental medida de prudencia ante la envergadura del tema -además de muestra exigible de respeto hacia los convocados a pactar-, sino formalidad obligatoria para no exponerse a un fracaso dadas las dificultades que entrañaba reeditar este tipo de pactos, por varias causas.

a) El nítido rechazo que desde 1986 vienen manifestando las organizaciones sindicales a una macroconcertación tripartita y a la negociación centralizada de los salarios.

Pese a ello, el Gobierno ha mantenido viva una especie de obsesión patológica por forzar la reedición de acuerdos tripartitos y de obligar a los sindicatos a sentarse a negociar, a acordar las cuentas del reino o, en su defecto, a que paguen un precio y expliquen al pueblo español las razones de su rechazo. Los lectores podrán identificar fácilmente este lenguaje.

Tal empecinamiento estuvo en el origen de la huelga del 14D y lleva bloqueando la normalización y el avance de las relaciones laborales en este país en los últimos cinco años.

Lo sorprendente es que haya sido Carlos Solchaga, que fue precisamente quien, con los acuerdos firmados en 1990, cambió esta idea Fija (logrando establecer por primera vez en varios años una cierta sintonía -entre sindicatos y Gobierno- y que por ello se había convertido, de hecho, en el único interlocutor del Gobierno con las centrales a partir de 1988), quien ahora haya vuelto a desenterrar el viejo procedimiento, dilapidando de esta forma en pocos días el capital político que había acumulado entonces. Lo que logró con la PSP -Propuesta Sindical Prioritaria- lo ha malgastado con el PSP -Pacto Social de Progreso-

b) La inexistencia de este tipo de acuerdos en otros países industrial izados. Ausencia que viene dada por la gran dificultad de pactar una política global de rentas y precios, por la escasa eficacia demostrada en el control de beneficios y precios allá donde esa política se practicó hace varias décadas y porque, siendo responsabilidad de cada Gobierno la política económica, resulta impensable más allá de nuestras fronteras -salvo en situaciones de salvación nacional- el compromiso de empresarios y sindicatos, mancomunadamente, en la misma.

c) El declive del interés de las grandes empresas y también de los sindicatos por la concertación centralizada en beneficio de la microconcertación en la empresa, dirigida a lograr el mayor consenso posible en la gestión del cambio tecnológico y productivo, como ha señalado, entre otros, el profesor Regini.

En conclusión, tal conjunto de antecedentes demandaban, sin duda, un trabajo exploratorio para comprobar las posibilidades de acuerdo, tarea que nunca se realizó. Por el contrario, se escogió la ya clásica vía del acoso y la amenaza. El acoso a través del Parlamento y la amenaza repetida de que, o se avienen los sindicatos, o les echamos la culpa de todo.

A esta estrategia, sin embargo, le falló la pieza principal: el apoyo explícito o implícito del Parlamento. Descartado el primero a raíz de las declaraciones de los portavoces de Izquierda Unida y del Partido Popular, se intentó que la propuesta de pacto pasara de puntillas por los salones de la Carrera de San Jerónimo al objeto de evitar que quedara constancia de las diferencias que, ante el contenido del pacto, mantenían los principales partidos de la oposición.

La principal arma estratégica, la de utilizar el Parlamento como instrumento de coacción moral y presión hacia los sindicatos, le estalló a Solchaga entre las manos.

Escaso rigor

Este resultado era previsible y lógico, por mucho que el Gobierno y sus voceros reeditaran las rancias versiones sobre las alianzas contra natura. Lo que no es tan lógico, en cambio, es el puro tacticismo y el escaso rigor con el que en este país se utiliza al Parlamento en relación con el pacto social. Durante los primeros años del Gobierno socialista todo era pacto, casi nada Parlamento: lo importante para el país, se decía, es la concertación e incluso se afinaba más al hacer depender todo del entendimiento en la familia socialista; tras el 14D se dio un giro de ciento ochenta grados y se pasó al menos calle, menos pacto y más Parlamento; ahora se ha pretendido que todo el Parlamento esté en el pacto.

Algunos autores han criticado con reiteración al neocorporativismo por invadir las ftinciones del Parlamento. Pues bien, lo que en esta ocasión se pretendía no tiene precedentes: el intento de hacer confluir la acción de gobiemo, el ámbito de la autonomía de las partes y la representación parlamentaria es un extraño fenómeno que, probablemente, despierte el interés de los científicos sociales.

El fiasco del acuerdo se debe a que en la propuesta del Gobierno no existían condiciones de intercambio. No había elementos para empastar y satisfacer las distintas posiciones e intereses y lograr así un acuerdo equilibrado.

Se sabía que un pacto como el que pretendía el Gobierno tenía un fuerte coste para los sindicatos: el coste de reducir de un año para otro las demandas nominales de salarios, de limitar el incremento real a muchos trabajadores por debajo de las posibilidades efectivas de sus empresas. Y la práctica paralización de la negociación colectiva y de la acción sindical en el supuesto de que se hubiera establecido un crecimiento único de salarios y una cláusula de garantía universal, automática y obligatoria.

Era, pues, lógico pensar que el Gobierno estuviera dispuesto a ofrecer serias contrapartidas a los sindicatos para lograr su beneplácito. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad. Así, donde se hablaba de rentas, en realidad sólo se referían a salarios. No se ha querido negociar una política global de rentas para beneficiar a los más desfavorecidos (pensionistas, parados, sujetos a salarlo mínimo, etcétera) y asegurar, a su vez, un trato equivalente a los más favorecidos (salarios de directivos, profesionales, rentistas). Tampoco se concedían dos puntos reales de incremento salarial, sino poco más de medio punto. Ni la cláusula era universal y obligatoria. Ni se quería establecer para los beneficios empresariales algo más que una recomendación, ya que -según explicaron a los atónitos sindicalistas- no era posible su control al ser rentas resultantes y no rentas contractuales como los salarios.

En cuanto al empleo, una triple negativa recibieron las propuestas sindicales: rechazo a una norma legal para orientar el destino de una parte de los beneficios a la inversión y al empleo; negativa a un compromiso para negociar a nivel de cada empresa el destino de los incrementos de productividad realizados; rechazo a la petición de negociar una política industrial activa.

En las reformas estructurales, tampoco el Gobierno se ha mostrado más generoso. Más bien al contrario. Rechazo a negociar las cuestiones fiscales; negativa a suprimir los contratos temporales para puestos de trabajo estables; oposición a establecer por norma el derecho de cada trabajador a un crédito anual de formación, remitiéndolo al acuerdo entre las partes; transferencia de las facultades del INEM en materia de formación ocupacional a las comunidades autónomas, a través del pacto autonómico; proyecto de legalizar las empresas de trabajo temporal y rechazo de las negociaciones sectoriales, entre otras cosas.

Hechos consumados

En fin, el Gobierno ha practicado de nucvo su ya habitual estrategla negociadora basada en tres principicis:

1. Realizar, mientras se negocia, una política de hechos consumados (recorte presupuestario).

2. Disposición a acordar lo que de todas formas le interesa hacer.

3. Neutralizar las demandas sindicales y empresariales entre sí, reduciendo la negociación a la aceptación de la propuesta gubernamental.

La patronal, por su parte, apoyaba en esta ocasión con entusiasme, las propuestas del Gobierno. Para ellos sí era verdad la frase de M. Rubio: no tenían nada que perder y sí mucho que ganar. Menores crecimientos salariales: mantenimiento del esquema central de precariedad laboral; ventajas fiscales para lo que de todas maneras debieran realizar las empresas (formación, I+D, redes en el exterior); incentivos fiscales a la acumulación de capital, legalización de las empresas de trabajo temporal, promesa de abrir la sanidad pública a la gestIllón privada.

En resumen, la propuesta del Gobierno no tenía nada que ofrecer a los sindicatos. Lamentablemente, tampoco le queda crédito al ejecutivo para pedir sacrificios sin contrapartidas. Pero lo peor de todo y la causa principal del fracaso del plan Solchaga es que sólo pretendía el aval para medidas y decisiones predeterminadas, así como continuar una política económica y social que está tan agotada como poco orientada a la competitividad y al progreso.

es miembro de la Comisión Ejecutiva de la UGT.

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