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El señor Murphy, jefe de los bomberos del condado de Tipperary, ha tenido la amabilidad de brindarme su casa para que pueda pasar en ella tres semanas de vacaciones. La oferta me ha parecido seductora y me he apresurado a aceptarla. A cambio, el señor Murphy ocupará mi casa aquí en Provenza, y al tiempo que yo disfruto de su jardín y de sus electrodomésticos, podrá él disfrutar de la sombra de mis árboles, de mi hamaca de fibra y del modesto confort de mi hogar. Yo nunca he visitado Irlanda. Los amigos que conocen el país, según sean ellos herboristas, bebedores o frioleros, me han hablado de sus verdes praderas, de su whiskey con e y de sus jerséis de lana gruesa. Tipperary despierta en mi memoria una canción que solía figurar en la banda sonora de las películas de guerra, evocando un camino nostálgico de azarosos rodeos (lts a long way to Tipperary) y una novia ausente (it's a long way to you). Irlanda posee en el corazón de cualquier escritor un lugar especialmente reservado (nuestras vísceras literarias acogen con respeto a los fantasmas de Swift, de Becket, de Joyce). También la historia de Irlanda nos concierne en cuanto hispanos. A las costas de la isla fueron a parar los barcos desarbolados de nuestra Armada Invencible, y se dice que los descendientes de aquellos náufragos forman una suerte de aristocracia de tez oscura, cabellos negros y apellido de inconfundible reminiscencia española. He recogido otros datos de crónica contemporánea referentes al conflicto del Ulster y al carácter entusiasta de los irlandeses. Pero no bastan esas informaciones para satisfacer una curiosidad elemental que, antes de emprender cualquier viaje y antes de. ser política o histórica, es puramente geográfica. De modo que me vi la otra noche apartando un florero, intimidando a la gata y buscando en el círculo de la lámpara la mejor luz para poder desplegar a lo largo y a lo ancho de la mesa el mapa escala 1/400.000 de Michelín.Irlanda se presenta como un escudo, o como un estandarte desgarrado, frente a las poderosas galernas del Oeste. El Atlántico inocente, azul pálido, de la cartografía recorta un perfil atormentado de mar gruesa. Yo quería examinar su figura y recorrer los nombres de las bahías y de los cabos en ese idioma impronunciable y pintoresco que es el gaélico (punta de An Cliloich Molhr, islas de 0¡lealn). Irlanda es el extremo occidental de Europa, límite geográfico prácticamente inexplorado por los romanos. Es un territorio de carácter simbólico, como la isla flotante de San Brandán (el mapa, liviano, flotaba un centímetro por encima de la mesa, apoyado en las aristas de los pliegues). Tuve unos instantes de pasmo. Levanté la mirada, débilmente alucinado, y, como sucede a menudo en la noche, se produjo un fenómeno de memoria y un fenómeno de simetría. El reflejo en el cristal de la ventana duplicaba al mismo tiempo el pensamiento. Pensé en otra isla y en otros tiempos, en otro extremo de Europa. Yo tenía entonces algo más de 20 años y no sabía ganarme la vida, cosa que, de verdad, tampoco he aprendido hoy. El mapa, levitante en el reflejo de la noche, correspondía, muchos años antes, a la isla de Creta en el Mediterráneo oriental.

De ese modo se traslada el pensamiento, buscando apoyo en las más sutiles sugerencias del insomnio. La isla de Creta pasó a formar parte de las islas flotantes durante las operaciones de la II Guerra Mundial, cuando su situación estratégica le confirió la categoría de portaaviones. Yo pasé allí algunos meses a comienzos de los años setenta, con el equipaje ligero de una edad inclinada al nomadismo y unos cuantos dólares a buen recaudo en el dobladillo del pantalón. Entonces se vendían bien los discos de Leonard Cohen, que escuchándolos ahora resultan un poco largos, y Bob Dylan era un mito ambulante, como un canto rodado, Like a rolling stone. Yo no sé por qué fui a Creta. Creo que un amigo me dio la dirección del hombre que regentaba la taberna de aquel pueblo, Paleokora, y no se crea que ahora la sola mención del nombre evoque un recuerdo exótico o se imponga con la rigidez de la etimología clásica, sino que despierta el aroma de una calle bordeada de algarrobos, aroma obsesionante, oscuro y denso como un cóctel de málaga virgen (una tercera parte de cocacola, una tercera parte de málaga virgen y el último tercio (le leche condensada); nunca pude imaginar que el algarrobo tuviera ese poder. El mar era una superficie deslumbrante. Soplaba un viento solano que allí llaman lybias. Cualquiera que fuera el término que designaba la temperatura (fuego, pyros), allí hacía mucho calor.

La gente era hosca, como suelen serlo los piratas y la gente de montaña, aun cuando la hospitalidad, tras la desconfianza inicial, se entregaba (le buen grado. Recuerdo al tremebundo tabernero, un gigante tuerto que me ofreció una mano del tamaño de una hogaza y su amistad (ha sido el modelo (le toda una serie de taberneros que se han cruzado en mi vida, gente de envergadura, y con toda certeza encontraré en algún pub de Irlanda un tabernero similar; no dudo que ese prototipo de hombre de bodega, gigante, ventripotente y en su versión más acabada viudo, estará presente con algún atributo justiciero cuando me llegue la hora de la muerte o del juicio final). Los hombres llevaban botas de media caña y se ceñían la frente con un curioso pañolín con borlas. Las mujeres no bajaban la mirada. Al contrario. El forastero fingía interesarse por las moscas cuando sus ojos se cruzaban con los de alguna mujer. Ahora me asombra pensar que han pasado 20 años, y que el reflejo que la otra noche me devolvía la ventana no era el mío, sino el de aquel jovencito que la memoria alcanza, pero que el hombre de ahora, separado por la invisible frontera del cristal, ya no puede tocar.

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A través de Europa se traza una inmensa diagonal, desde la isla de San Patricio a, la del Minotauro, desde la verde península de Connernara a los peñascos grises del monte Ida (geográficamente, y estimando las distancias, el punto medio y punto de apoyo del eje debe encontrarse en algún lugar de los Alpes, pongamos que en el paraje más alto de Europa, en el Mont-Blanc). Los límites especulares del Mercado Común encuentran en esa línea su diagonal de oro; de un lado, el extremo nebuloso de los pueblos celtas; del otro, el sustrato pelágico de los pueblos helénicos, una contemplación vertiginosa por encima de los siglos. En los palacios minoicos, las columnas pintadas de negro y bermellón responden al círculo astronómico del menhir en las praderas.

Leopoldo Bloom, Ulises indeciso, deambula por las calles de Dublín con un riñón de cerdo en el bolsillo de la chaqueta, y al comienzo de la historia, otros héroes igualmente inciertos, avanzan, espada en mano, por el laberinto de Cnossos dispuestos a extraerle al Minotauro los higadillos. Irlanda y Creta son dos islas que se contemplan y se superponen. Son las páginas alegóricas de un libro que. se abre con la historia de Europa y que no se sabe cuándo se volverá. a cerrar.

Manuel de Lope es escritor.

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