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Humanismo, censura y carisma

El escenario cultural del poscomunismo de Europa central y del Este está angustiado en estos momentos. Las editoriales del establishment han quebrado debido al endeudamiento acumulado en otros tiempos, cuando los costes de imprenta eran ficticios y los; honorarios representaban la corrupción de los intelectuales. Sus competidores, que se han apresurado a establecerse, con el deseo de cubrir los vacíos culturales del totalitarismo anterior, compiten entre sí por un mínimo de supervivencia. Los libros son caros debido a que se ha retirado la subvención estatal y, por primera vez en décadas, es necesario calcular los costes de imprenta. A ello se añade el descenso del poder adquisitivo en general. Una cultura enraizada tradicionalmente en periódicos y revistas de amplia difusión ve cómo ahora sus queridas publicaciones periódicas disminuyen o desaparecen.Las compañías teatrales con un venerable pasado se enfrentan a un final inminente o a la necesidad de reestructurar radicalmente sus repertorios. Incluso los antiguos enemigos de las políticas culturales oficiales se quejan de los valores perdidos.

Una parte considerable de estas reivindicaciones deberá ser abordada por un Estado ideológicamente no comprometido, pero benevolente, como patrocinador principal, como mecenas, mecenazgo que está actualmente muy limitado. Los tesoros culturales de una nación no pueden abandonarse por completo al caprichoso funcionamiento de las fuerzas del libre mercado y, de hecho, nunca se abandonarán. Pero los observadores y los afectados por la crisis actual, que se quejan amargamente de la basura que se publica en lugar de los clásicos, no se dan cuenta de que en este caso había que desarmar todo un sistema que se apoyaba en tres pilares intrínsecamente unidos.

El primero era el humanismo socialista. Desde que el comunismo, limitado a un país, abandonó el internacionalismo proletario, adoptó en su lugar el lenguaje del universalismo humanista, que demostró durante mucho tiempo ser la lingua franca de la diplomacia comunista, de la búsqueda de alianzas, de las maniobras tácticas y del reclutamiento de inteligencia. El humanismo era el paraguas con el que se creó una selección totalmente arbitraria de la herencia cultural de cada nación bajo las normas comunistas. Las figuras y las obras de arte aceptadas por el correspondiente comisario se etiquetaron como humanistas o realistas; aquellas que fueron rechazadas por motivos políticos o por un gusto arbitrario, lo fueron como antihumanistas o antirrealistas. A fin de entender la naturaleza del árbitro, es necesario volver a los orígenes populares.

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En los años cincuenta se decía que algunos de los campos del Gulag tenían una inscripción en su puerta, una cita del mismísimo líder: "En nuestro país, el valor supremo es el hombre". Si non e vero, e ben trovato. Las costosas ediciones de las principales novelas y dramas de los clásicos fueron paralelas a la diligente construcción de campos de concentración, a los cuales también fueron enviados varios de los humanistas vivos. En Hungría, donde la dirección comunista se sentía especialmente orgullosa de su humanismo cultural e hizo una exhibición del desprecio de los líderes por los "brutales métodos estalinistas", donde Antígona se representaba a menudo, los cuerpos de las víctimas de las ejecuciones producidas tras los hechos de 1956 se arrojaron al depósito de cadáveres del zoológico de Budapest y sus huesos fueron esparcidos. La muerte no se enterró realmente hasta que los humanistas fueron obligados a abandonar el poder.

El segundo pilar de la política cultural oficial fue una censura implacable. Se hizo una cuidadosa selección política de los maestros del pasado y un escrutinio aún más penetrante de los actuales, dividiendo a los escritores y artistas vivos en tolerados y no tolerados. Dado que solamente podían ser publicados los humanistas, quienes, por lo mismo, eran también realistas, aquellos que no lo eran eran declarados antihumanistas por definición. En los buenos tiempos, ser antihumanista sólo significaba perder una fuente lucrativa de ingresos, ya que, de hecho, los ingenieros mejor pagados del mundo eran los ingenieros del alma humana, favoritos de Stalin. En los malos tiempos, ser un antihumanista equivalía a cometer un crimen contra el Estado.

El humanismo y la censura del comisario dieron paso al poeta y actor carismático por su mentalidad opositora. En un mundo de uniformidad impuesta por el Estado, el menor gesto de desviación se consideraba oposición, y la oposición era un signo de excelencia. Así fue como, junto con Solzhenitsin, Hável y Konrad, la mediocridad honesta y en ocasiones hasta heroica, disfrutó de una aureola de grandeza artística. La desviación o diferencia, no necesariamente la excelencia, fue el motivo que atrajo a las multitudes que se congregaban en los recitales de cada poeta carIsmático para sorpresa y envidia de los artistas occidentales, que anhelaban las audiencias, pero no las condiciones de vida ni, por tanto, las condiciones para lograr la aceptación de sus carismáticos homólogos orientales.

Aquellos que deseaban deshacerse de la política cultural del oficial tuvieron que retirar sus tres pilares a la vez, sin seleccionar uno u otro. El humanismo impuesto por el Estado era inseparable de la prohibición de la publicación del antihumanismo. La censura, a su vez, era inseparable de la creación del mito de la grandeza artística, aunque a menudo fuese únicamente un gesto desafiante. Además, en esta oscuridad de benevolencia coercitiva, el deseo de los lectores se rechazaba bruscamente. Dicho en pocas palabras, no había ningún conocimiento de si el lector quería únicamente a los humanistas seleccionados por el Estado y, de ser así, en qué medida y qué parte de su presupuesto doméstico estaba la gente dispuesta a invertir en este tipo de cultura o si deseaban, también, tener una diversión que apenas podía escaparse de ser denominada antihumanista.

Al inicio del colapso de la trinidad de la política cultural comunista habrá amargas frustraciones y acuciantes problemas. Los países se convertirán en poco menos que un almacén de libros. Puede suceder que ciertas literaturas nacionales o regionales sean demasiado pequeñas para desarrollar un mercado adecuado para los logros culturales de un grupo determinado. Los escritores tendrán que aprender que sus escritos no pueden ser subvencionados con el dinero de los contribuyentes, lo que para muchos significará un completo cambio de vida. Pero, aunque deben abordarse las reivindicaciones legítimas, hay algo que no debe olvidarse nunca. Mientras el Estado humanista imponga Antígona a los espectadores teatrales, siempre habrá muertos sin enterrar.

es profesora de Sociología de la Nueva Escuela de Investigación Social de Nueva York.

Traducción: E. Rincón e I. Méndez.

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