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Mitterrand, ese hombre

Joaquín Estefanía

Mírenle ahí, entre Bush y Gorbachov, en la cumbre de Londres. Con el mentón enhiesto, pareciendo más alto de lo que es, representando a la grandeur francesa. Sin hacer caso del protocolo, adelantando a Kohl y a Major, sentado al lado de la reina Isabel II. Es la fuerza tranquila, el animal político por excelencia, atropellando a todos para ser el primero: François Mitterrand.En las reuniones internacionales lucha por la preeminencia que ganó internamente desde el principio de su presidencia en París. En los consejos de ministros franceses llega tarde con frecuencia; al principio del septenario, los miembros del Gobierno tenían la costumbre de charlar entre ellos, en grupitos, hasta que se acercase el presidente. Un día, Mitterrand les dijo: "Cuando el presidente de la República entra, los ministros deben estar en sus puestos". Y se acabó la tertulia. En la Europa de los Doce le es fácil ser el primero: es el único presidente frente a 11 jefes de Gobierno; protocolariamente es el número uno, y por eso llega tarde a las reuniones. "No soportando, como le sucedía a César, ser el segundo, Mitterrand no podía soportar la preeminencia protocolaria de Reagan en el club de los siete. En 1986, después de cinco años de mortificación, intentó el todo por el todo. En la cumbre de Tokio, antes de la reunión plenaria, François Mitterrand hace parar su coche y, para llegar el último a la reunión, deja pasar los cortejos oficiales, los de Margaret Thatcher y demás. Incluido el de Ronald Reagan. Hay que imaginarse la escena. El presidente francés agazapado en su vehículo, con el ojo al acecho, esperando que la limousine de Reagan pase para dar la orden de proseguir... En la cumbre siguiente, en Venecia, Ronald Reagan, escaldado, hace parar su limousine, deja pasar a todo el mundo y no vuelve a ponerse en marcha hasta que sus servicios le confirman. la llegada de François Mitterrand a la reunión plenaria".

Lo cuenta Fratiz-Olivier Giesbert, director de Le Figaro, en la biografía Mitterrand, el presidente, editada cuando se ha cumplido el decenio Mitterrand. Es un libro apasionante, continuación de otro del mismo autor, en el que estudió al Mitterrand de los 23 años de oposición política; la biografía en cuestión es un ejemplo del género para quien se dedique a él; se trata de una investigación de primera mano, en la que han ayudado al autor los principales protagonistas de la vida pública francesa. Así, revela conversaciones inéditas que pertenecen al terreno de la realidad, no de la verosimilitud novelada, como tanto se acostumbra a hacer en este país distorsionando lo sucedido. Además, confirma la desconfianza instintiva y suspicaz que Mitterrand alberga hacia los periodistas, lo que hace afirmar a Olivier Giesbert que "es mala cosa ser periodista y mitterrandista". Pese a ello, opina que François Mitterrand es el hombre más importante de la izquierda francesa en el siglo XX.

El libro certificados grandes etapas de la era Mitterrand; la primera, muy corta, que intentó la ruptura con el capitalismo. Frente a las tesis de quienes, como Serge July, director de Libération, opinan que, cuando sube al poder y lanza el fracasado programa de expansión de la demanda y las nacionalizaciones, Mitterrand lo hace conscientemente, para que la izquierda entre en razón, el presidente ratifica su creencia en la socialdemocracia radical: "Cada ministro sabía, desde el principio, que el programa económico del Gobierno era el de Cretell [el de las nacionalizaciones] y que yo quería aplicarlo rápidamente en todos los dominios. Algunos cuentan, ya lo sé, que habían convenido conmigo en emplear un doble lenguaje, en tocar el plano con el pedal amortiguador para la opinión y en hacer lo necesario para tranquilizar al país. Son patrañas. Han engañado a la gente. Ahora quieren hacerme abandonar el barco". Pese a lo tajante de las frases, Mitterrand es maestro en ambigüedades y en cambios de rumbo como una cariátide, sin mover un músculo.

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Sin embargo, confiesa su amargura cuando la política tropieza con la técnica: "Al ser portador de una esperanza, ganada en compromisos que se quieren respetar, uno se encuentra, en cuanto se quiere creativo, con una nube de expertos que te pasan por la cara un montón de dificultades al tiempo que te dicen: '¡Es imposible!'... Me acosan con anatemas y teoremas. Se me prohíbe nacionalizar, disminuir la jornada laboral y aumentar las pensiones de retiro o el salario mínimo. Siempre la misma respuesta: '¡Niet!'. ¿Es que no tenemos derecho a cambiar?".

Es el mismo Mitterrand que pocos meses más tarde pasa del estado de los sueños al de choque y asume el programa de austeridad con la misma energía. En cualquier caso, las nacionalizaciones tienen un efecto sorprendente: concebidas para esquivar las leyes del mercado mundial, reconciliaron a los franceses con el riesgo capitalista; introdujeron en el universo mental de la izquierda a la empresa. Es decir, que todo su éxito estuvo en su fracaso, antinomia mitterrandiana por excelencia: los socialistas pretendían controlar el poder económico con las nacionalizaciones y se impregnaron de su mistica, rehabilitando el concepto de ganancia.

Esta mística y sus profetas son sustituidos, sin solución de continuidad, por otra concepción del mundo: la que representa el empresario triunfador Barnard Tapie, sin duda "la más importante referencia cultural en Francia desde Sartre". Ahora, la socialdemocracia radical de Mitterrand ha atemperado su tono y no cuenta ni con las nacionalizaciones, ni con los sindicatos, ni con los comunistas, tres puntos de referencia básicos para esta doctrina política. Es una socialdemocracia clásica. El balance de la etapa, sin acabar -el libro no llega a los últimos días de Michel Rocard ni a la actualidad de Edith Cresson-, es sorprendente: Mitterrand ha modernizado y pacificado Francia. Esa es su grandeza: puso fin a la guerra escolar; ha conseguido que la izquierda haga las paces con la defensa nacional y con el concepto de disuasión; ha recuperado a una parte del mundo cultural (gracias a la inestimable ayuda de Jack Lang); ha restablecido la concordia entre los

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Mitterrand, ese hombre

Viene de la página anteriorsocialistas y la economía; ha rehabilitado a la empresa, el beneficio y el dinero. En definitiva, ha demostrado que el Partido Socialista francés sabe gobernar.

Confirmado, pues: Mitterrand es un gran gerente. Pero ¿ha salvado con ello al socialismo?, ¿son ésas las esencias del socialismo moderno? O, por el contrario, como ha escrito Regis Debray -por cierto, un antiguo asesor de Mitterrand devenido en gaullista-, "los socialistas europeos han tenido unos éxitos brillantes, pero no estoy seguro de que hayan tenido que ver con el socialismo. Es como si el socialismo pudiera servir a todos los demás fines, menos a los suyos... El proclamado ideal socialista es modernizar y democratizar la sociedad. Pero cuando hay que realizar una elección, la justicia social siempre se sitúa por detrás de la eficacia económica. Por eso, los activistas de los partidos se preguntan cada vez con mayor insistencia qué objetivos persigue la izquierda. Si los líderes de sus partidos pudieran confesarles la verdad, responderían: llevar a la práctica las políticas de la derecha, pero de un modo más inteligente".

Olivier Giesbert responde en un sentido parecido al de Debray, en una referencia que puede ser analógica con lo que sucede en España: rompiendo con la ideología tradicional socialista, Mitterrand ha solucionado paradójicamente el problema del socialismo; es un nuevo caso de redención por eliminación. El presidente francés ha variado el juego político con un solo golpe: cuando el Partido Socialista se convierte en el partido del statu quo, la derecha tradicional se queda sin margen de maniobra. Mitterrand ha anulado a la derecha y a la izquierda, y por eso el consenso hace furor.

Emborrachado de poder, su genio ha sido hacer de cada uno de sus fracasos un nuevo éxito político. Cuando Bush se dirige la semana pasada a Londres a liderar el G-7 (grupo de los siete países más ricos del mundo), hace una única escala en París, en el castillo de Ramboulllet -allí donde hace 17 años Giscard d'Estaing fue el anfitrión de la primera cumbre de este tipo-, para entrevistarse con Mitterrand, y a dúo, sin esperar a los demás socios, revelan que están dispuestos a terminar el trabajo que la coalición multinacional dejó a medias durante la guerra del Golfo. Mitterrand, muy bajo en todas las encuestas de popularidad, renace otra vez de sus cenizas. Es un artista de la resurrección. Es uno de los alquimistas del siglo. Transmuta sus descalabros. Ridiculiza a los que quieren enterrarle. Ése es el hombre.

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