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El mal necesario

Antonio Elorza

En la entrevista publicada por este mismo diario, el alto cargo de la magistratura encajó sin pestañear la pregunta: ¿era el terrorismo de Estado un mal necesario? "Según la historia, sí", fue su tajante réplica. Luego siguió hablando de la justicia, del amor y de otras cosas menores. La historia, según esa versión, habría absuelto -de ser correcta la transcripción de la respuesta- los crímenes de los fascismos, las desapariciones de Argentina y de Chile, demostrando su necesidad. Convendría apostillar que será en todo caso una historia escrita por fascistas o por simpatizantes de las dictaduras que han ensangrentado nuestro siglo. Pero no es esto lo más grave de la declaración. Lo peor es que si ha podido pasar inadvertida es por su engarce con una situación general de degradación de la juridicidad en nuestra democracia, donde la responsabilidad del Gobierno aparece en primer plano. Sin ir más lejos, en el caso Amedo, la prohibición de investigar aquellas responsabilidades políticas que pudieran existir en el terrorismo anti-ETA se da la mano con las declaraciones de los responsables de Interior, ex ministro Barrionuevo a la cabeza, en el sentido de que los GAL no fueron una organización terrorista. En el extremo, y cerrando el círculo de la irracionalidad, la deducción a extraer de esa estrategia de la impunidad estatal sería el "Amedo eskua, Felipe burua" ("Amedo la mano, Felipe la cabeza") de los carteles pegados en las paredes vascas por los simpatizantes del terrorismo abertzale. Pero aun sin alcanzar ese límite de responsabilidad, lo cierto es que el Gobierno socialista está asumiendo una enorme carga a la hora de vulnerar las reglas de juego propias del Estado de derecho. En este marco, no deben extrañarnos las declaraciones de un juez que llega a justificar el terrorismo de Estado ni las del representante diplomático -y aquí sí cabe lo del Felipe burua- convertido en defensor inesperado de nuestro amigo el rey. Reformas restrictivas de las garantías jurídicas, del tipo de las contenidas en la Ley de Seguridad Ciudadana, son sólo un reflejo de ese principio de impunidad que el Estado afirma para su esfera de actuación a costa de los derechos individuales y de la autonomía del poder judicial.Guste o no, ello significa un regreso de la razón de Estado, en la acepción clásica del concepto, tal y como lo empleara por vez primera el florentino Francesco Guicciardini en el siglo XVI para calificar un acto de barbarie cometido en una de las guerras entre las ciudades-república italianas. El acto habría sido contrario a toda moral, pero fue ejecutado "secondo la ragione e l'uso degli Statí". Lo que ocurre es que hoy en día no cabe aceptar sin más esa lógica defensiva del poder, cuyo predominio llevaría a cuestionar la propia existencia del sistema de garantías sobre el cual descansa el Estado de derecho.Por otra parte, y pasando de la esfera de acción interior a la externa, es es . a misma razón de Estado, fundada en la defensa a toda costa del orden establecido y en el principio del mal necesario, la que ha venido actuando a modo de cortina de humo para evitar la aproximación a uno de los problemas que gravitan sobre el presente europeo: la reaparición de los problemas nacionales tras la crisis del socialismo real. Por espacio de largos meses, la concepción dominante ha insistido sobre la intangibilidad de estructuras estatales y fronteras, al estimar que las reivindicaciones nacionalistas eran simples sarpullidos que perturbaban inoportunamente las transiciones a la democracia. ¿Por qué tanta impaciencia en lituanos o eslovenos?, repetían observadores instalados en marcos políticos bien distantes de las cárceles de pueblos. de que aquéllos trataban de escapar. Han tenido que surgir con todo su dramatismo los acontecimientos yugoslavos para recordar que más valía haber presionado a tiempo para encontrar soluciones razonables y democráticas a unos problemas cuya génesis se remontaba mucho tiempo atrás.Ante todo, no es una cuestión de dos pesos y dos medidas, según acaba de sugerir un dirigente izquierdista, sancionar el reconocimiento de la independencia de Croacia y Eslovenia, olvidando hacer lo propio con Cataluña y Euskadi. Es, simplemente, cuestión de saber medir. En nuestro conocimiento no existe una mayoría de vascos o catalanes partidarios de la independencia, y esto es precisamente lo que sucede en las dos entidades mencionadas; luego los problemas no son comparables. Otra cosa es que el tema se reduzca, desde una perspectiva democrática, a aceptar la opción expresada por las dos ex repúblicas socialistas. Mal puede apoyarse la independencia de Croacia si desde Zagreb se pretende englobar a la región serbia de Krajina. Así. como tampoco cabe olvidar la opresión ejercida desde hace tiempo por Serbia sobre los albaneses de Kosovo, quizá el modelo de futuro croata y esloveno para el neoestalinista Milosevic o la cúpula militar. En consecuencia, todo sugiere la conveniencia de una resolución global del problema de los eslavos del sur, con la entrada en juego de mecanismos que recojan por medios democráticos aspiraciones y conveniencias recíprocas. Ahora bien, como ha recordado Manuel Azcárate, si ese camino se truncó fue por la interferencia del nacionalismo panserbio, encarnado por Milosevic, al interrumpir la rotación constitucional de la presidencia. Así, la salida confederal, quizá el óptimo técnico para todos, propugnada entonces por croatas y eslovenos, cedió paso a un esquema de enfrentamiento que la entrada en juego de las acciones militares sólo ha servido para agravar.Por lo demás, también es útil recordar que las tensiones nacionales acompanan toda la historia de Yugoslavia, desde su formación como Estado al servicio del nacionalismo serbio, tras la I Guerra Mundial. Incluso en el momento cenital del titismo, cuando en 1974 se.elabora una nueva Constitución y se declara realizado el doble proyecto de liberación social y nacional, las proclamaciones exteriores apenas esconden los conflictos internos. Si el título preliminar arranca de afirmar que el país se funda en el derecho de autodeterminación de los pueblos que lo integran, derecho de secesión incluido, el énfasis puesto en el articulado sobre el papel del Ejército en la defensa de la integridad territon*al y la unidad del Estado remite a una concepción política poco propicia a cualquier disgregación. Es un discurso dual ahora proyectado dramáticamente sobre el terreno de los hechos. Por si hubiera dudas de interpretación, el triunfalista informe del propio Tito en el congreso de la Liga de los Comunistas subsiguiente no vacilaba en señalar al nacionalismo (de croatas y eslovenos, se entiende) como principal obstáculo para el socialismo en venturosa construcción dentro del país. "Hernos edificado un sistema federativo", concluía Tito con inmodestia, "mundo en el mundo por su coherencia".

En el fondo, los datos del conflicto, heredados del periodo de entreguerras, se mantuvieron por debajo del caparazón estabilizador constituido por el monopolio del poder comunista. Con la quiebra de éste y la del modelo socioeconómico basado en la autogestión, afirmación nacional y democracia aparecieron como objetivos coincidentes, dando lugar a una dinámica centrífuga sobre la que también incidió la expectativa de vinculación a Europa de las zonas nacionalistas, favorecidas por el desarrollo económico desigual experimentado en las últimas décadas dentro de la federación. En semejante contexto, y escritas estas líneas cuando está a punto de expirar el ultimátum del Ejército de Eslovenia, sólo cabe celebrar que la intervención de la Comunidad Europea, lejos de los antiguos acentos imperialistas que llevaron a la I Guerra Mundial, constituya hoy la única esperanza de paz para la región balcánica. Una paz que sólo podrá conseguirse mediante la aplicación ponderada de criterios democráticos, y no por la defensa a toda costa de lo establecido, cuando este orden sea sólo fuente de opresión y de guerra. Recordarlo aquí y ahora no es ocioso si pensamos en el apego de la política exterior española a aplicar la eximente del mal necesarlo, desde Marruecos hasta la URSS y los Balcanes, actuando una y otra vez en un sentido conservador y autoritario, por desgracia acorde con la aplicación de esa misma razón de Estado a la política interior.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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