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La bomba étnica

En 1945 nació una bomba que hubo que llamar atómica porque desafiaba todo lo conocido; hasta tal punto que en esa fecha comenzó una nueva era en la historia de la humanidad. En tiempos más contemporáneos estamos, sin embargo, reencontrando un instrumento de muerte mucho más temible porque no hay Tratado de No Proliferación que lo pueda acotar; un arma que buena parte del género humano lleva incorporada: la bomba étnica, el protón de lo tribal, que hoy amenaza con fragmentar Europa por sus fronteras interiores en los Balcanes.Una de las Europas históricas se halla justamente dividida por la cintura de Yugoslavia, y esa cesura es la que se reabre hoy con la aparente defunción del yugoslavismo, cuyo último y más eximio representante fue el anterior jefe del Estado, mariscal Tito, y quien, a su muerte, según se ve, lo dejó todo desatado y bien desatado.

Hacia mediados del siglo XVII, el Imperio Otomano había ya alcanzado sus límites máximos de expansión territorial en Europa. Estos se extendían a lo largo de una divisoria que se comía dos tercios de Hungría, atravesaba la actual Yugoslavia englobando Serbia, Montenegro, Bosnia y Macedonia, y contenía en su interior el resto de los Balcanes. Más allá de ese mundo dominado por un poder islámico se hallaba la Europa del orden cristiano, representada por el imperio de Viena, tenaz línea Maginot de la época que contuvo a los turcos durante varios siglos. Todavía la Puerta intentaba inútilmente su último asalto a la capital austriaca en 1683, pero desde entonces nunca más volvió a acercarse al corazón de la cristiandad. Lo importante era, sin embargo, que al otro lado de la Serbia otomana se desparramaba en una media luna católica la tierra de Croacia. Serbia y Croacia constituyen una misma nación por su lengua, por una larga prehistoria de su historia y por su composición étnica. Sólo Dios y Alá, confabulados, podían, por tanto, conseguir que el pueblo de los eslavos del sur alumbrara dos naciones que hablan igualmente el serbocroata, pero de las que una, Serbia, escribe la lengua común en el alfabeto cirílico de la ortodoxia griega, y la otra, Croacia, en el latino de la católica Viena. Esas dos naciones se consideran hoy, como hace siglos, la una el negativo esperpéntico de la otra.

Durante cerca de dos siglos esa divisoria se mantuvo en lo esencial, y sólo con la decadencia del poder otomano en la segunda mitad del XIX se rompió el antiguo equilibrio en la Europa oriental. La conferencia de Berlín de 1878 creó la Serbia independiente, siempre de religión ortodoxa, y entregó en protectorado a Viena la tierra eslava de Bosnia-Herzegovina, a la vez ortodoxa por su población serbia, católica por su población croata e islámica por su población turcomana.

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Croacia no se independizó como hizo Serbia, sino que permaneció en el seno del Imperio Austrohúngaro hasta la disolución de éste al término de la I Guerra. Al mismo tiempo, mientras se consolidaba durante el siglo XIX el particularismo nacional de Belgrado, eran precisamente los intelectuales croatas los que aventaban la noción del yugoslavismo, la ideología que propugnaba la creación de un mundo unificado para los eslavos del sur, basado en la unión de serbios y croatas en un solo Estado. Esos planteamientos, que procedían de la Croacia sometida al imperio y que, por ello, se podía permitir el lujo de mostrarse generosa al equiparar independencia a federación con el vecino, eran reflotados, sin embargo, en la idea de la Gran Serbia, como una simple inclusión de las tierras croatas en ese nuevo Estado. Un gigantesco equívoco comenzaba a fraguarse entonces en torno a un nombre común: Yugoslavia. Lo que para unos era unificación federal de un solo pueblo, dos culturas y al menos tres religiones, para otros equivalía tan sólo a una anexión.

Esa oposición entre austrocroatas y serbo-otomanos es uno de los grandes enfrentamientos regionales que se habían creído superar en el largo proceso de construcción de Europa, proceso que no cabe reducir únicamente al actual episodio comunitario. Por ello, la intervención de las fuerzas federales yugoslavas en Eslovenia sería apenas un modesto preámbulo para el reencuentro de la historia consigo misma, con una de las más arraigadas tradiciones balcánicas: serbios contra croatas, los moros y cristianos de otro tiempo, aunque todos ellos pertenezcan a alguna de las vecindades de la cristiandad.

Yugoslavia fue una creación de la paz de Versalles en 1919. La desintegración del conjunto austrohúngaro obligaba a recoger sus pedazos reuniendo en ocasiones a pares a las nacionalidades sin imperio; checos con eslovacos, húngaros y rumanos distraídamente escanciados, serbios con croatas. E inicialmente así se llamó el nuevo Esatado: Reino de servios, Croatas y Eslovenos, hasta que en 1929, un golpe de Estado del propio monarca Alejandro I acabó con cualquier pretensión de trialidad nacional para llamar al país Yugoslavia, la dictadura serbia sobre la nación de los Eslavos del Sur. Croacia que pretendía conservar en Yugoslavia al menos la autonomía de que gozaba bajo el imperio, se convertía en tierra ocupada.

La Yugoslavia de entreguerras fue tina dictadura centralista, como correspondía a la idea fundacional de la Gran Serbia, hasta que los nazis pusieron fin a su independencia en abril de 1941. Entonces se produjo ya manu militar¡ la primera desintegración del Estado yugoslavo: Eslovenia y la costa dálmata, mayormente en territorio croata, fueron anexionadas por la Italia de Mussolini; Serbia, con Montenegro, Bosnia y Macedonia se convirtieron en tierra de ocupación según una línea que la dividía en zonas alemana e italiana, y Croacia se transformó en Estado fascista vasallo del hitlerismo. Paralelamente, mientras Serbia nutría la rebelión apoyando a la guerrilla del comunista Tito, la Croacia de los ustashi y Ante Pavelic acumulaba uno de los más altos índices por cabeza de exterminio de serbios y judíos.

El yugoslavismo, que había sido interpretado en clave de dictadura. monárquica y dominación serbia desde el nacimiento del Estado, no podía sobrevivir a la conmoción de la II Guerra Mundial. Y la liberación del país por medios predominanternente autóctonos en 1945 dio al guerrillero croata Josip Broz, Tito, una especie de derecho de perriada sobre la reconstrucción de Yugoslavia. En los años que desde entonces median el yugoslavismo se expresó bajo la encarnación de una república federal y nacl onalcomunista, en la que se estableció un cuidadoso equilibrio de autonomías que evitara el mal serbio. A la muerte de Tito, en 1980, pocos sabían que el experimento, que no parecía funcionar mal en vida del mariscal, tuviera tan poca cuerda.

En el más reciente y y quizá postrer espasmo en la vida del yugoslavismo ha influido decisivamente el desplome del edificio exterior soviético, y junto a ello, la escasa precipitación que los comunistas yugoslavos, con mención especial para el presidente serbio, Slobodan Milosevic, han mostrado en democratizar el país. Si Yugoslavia, que se había adelantado a todo el bloque del Este europeo en consentir a su pueblo algunas libertades, hubiera seguido anticipándose en la apertura a un mundo en transición, quizá no velaríamos hoy la segunda agonía del régimen de Belgrado.

Pese a lo desafortunado de ambas tentativas, la monárquica de los Karageorgevich, y la también monárquica del mariscal comunista, el yugoslavismo ha constituido un esfuerzo de construcción de Europa, de ordenación de un espacio al que la defunción de dos imperios en 1918, el otomano y el austrohúngaro, podía sumir en el estado en que se encuentra hoy de nuevo: convertido en el volcán de los Balcanes. Esa situación es la herencia de dos fracasos, y no parece fácil que pueda armarse una tercera tentativa.

Víctor Hugo dijo una vez que nada era más poderoso que una idea a la que le hubiera llegado su hora; el caso yugoslavo mejora la aleluya del escritor francés con la implicación de que nada hay más destructivo que el vacío dejado por una idea para la que ha pasado su hora. Una Yugoslavia que sólo parece capaz de sostenerse por las armas abona esa teoría.

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