Un planteamiento negociador
Considera el autor del artículo que el documento del Gobierno sobre el Pacto Social de Progreso es, en esencia, una propuesta antiinflacionista cuya clave de bóveda reside en el control a la baja de las rentas salariales. Critica también el reparto de los beneficios y justifica el rechazo de los sindicatos ante la citada propuesta.
Que el citado Pacto Social hable también de que los beneficios repartidos por las empresas no crezcan más, proporcionalmente, de como lo hagan los salarios, aparte su muy dudosa viabilidad, no significa otra cosa que posponer ese reparto vía capitalización, y además con probables premios fiscales. En cuanto a los demás asuntos susceptibles de negociación, aparecen como algo tangencial y sin poder disimular esa declarada intención de confiarlo todo a la moderación salarial.No puede extrañar, pues, que la primera reacción de los sindicatos haya sido de rechazo. Porque más allá de los argumentos técnicos, que podrían demostrar que el freno a las subidas nominales de los salarios no tiene por qué afectar a su poder adquisitivo real, está la impresión política de que, ante la carencia de otro tipo de fórmulas, el Gobierno recurre a una que, se quiera o no, tiende a culpabilizar a los salarios de los problemas de competitividad de nuestra economía, así como de mantener tasas de inflación demasiado elevadas. Y eso, entre otras cosas, no es cierto. Porque los problemas de nuestra competitividad tienen muchísimo más que ver con la penuria tradicional en la inversión para la investigación y el desarrollo tecnológico, con las carencias de formación, con los retrasos en mejorar nuestras infraestructuras, con el raquitismo y desinterés hacia la racionalización del sector público, con la baja calidad de buen número de productos, etcétera.
Esta distinta visión de los problemas acentúa los desacuerdos con la receta contenida en el proyecto del Gobierno. Pero, sin salirse de ella, hay que recordar las muchas ocasiones en que las predicciones de inflación y los correspondientes límites presupuestarios a las retribuciones de empleados públicos y pensionistas provocaron fiascos tan considerables como para llegar a constituir una de las banderas de la huelga general del 14 de diciembre -el pago de la llamada deuda social- y para terminar perdiendo toda credibilidad.Poder adquisitivoPero hay más. La experiencia de los últimos cuatro años ha demostrado que sin grandes pactos socioeconómicos y sin acuerdos interconfederales para la negociación colectiva fue posible una discreta mejora del poder adquisitivo. A su vez, han sido años de recuperación afiliativa y de aumento de la representatividad y prestigio de los sindicatos. Con tales antecedentes no dejaría de ser un serio riesgo comprometerse en un sistema de fijación de la inflación y de los incrementos salariales que, en términos comparativos, no sólo no serían más favorables para los trabajadores, sino que podrían fracasar y volverse en contra.
Si a todo lo anterior le sumamos el malestar por el largo bloqueo de la negociación de la Propuesta Sindical Prioritaria; por la forma en que se ha presentado la previa discusión del pacto social en las cámaras, más parecida a una coacción a los sindicatos que a otra cosa, y porque incluso se vengan lanzando amenazas como la del recorte del gasto social público si no aceptamos lo que se nos propone, tendremos un cuadro explicativo del tipo de respuestas con que en las últimas semanas venimos polemizando con Solchaga y su pacto.
Pero ni somos insensibles a los serios problemas de competitividad que tienen bastantes empresas y sectores de la producción -no todos, afortunadamente- ni minimizamos las repercusiones de la plena puesta en marcha del mercado único europeo. La última expresión de que no hay tal ceguera es la elaboración de la Iniciativa Sindical de Progreso que, empalmando con la Propuesta Sindical Prioritaria, perfila los rasgos con que desde el lado de los dos grandes sindicatos contemplamos esos problemas de competitividad. Ocurre, eso sí, que nuestro enfoque choca con la política económica del Gobierno y, por tanto, con la orientación de su propuesta de pacto social.Ahora bien, que la puesta en escena de la iniciativa gubernamental haya sido un tanto desgraciada; que sus contenidos, tal cual están, no resulten asumibles, y que en el contexto de unas profundas diferencias respecto de la política económica no parezca viable un gran pacto socioeconómico al viejo estilo que, aun indirectamente, pareciera un aval a la actual política económica, no es incompatible, ni mucho menos, con la necesidad de negociar y con la voluntad de llegar a acuerdos. Pues también la experiencia prueba que, sin variar la sustancia de dicha política, los sindicatos hemos conseguido conquistas muy importantes, como lo fueron las contenidas en los acuerdos suscritos con el Gobierno en los primeros meses de 1990.Aunque al final serán los contenidos los que inclinen la balanza de uno u otro lado, en esta ocasión tiene especial importancia el método que se siga. Pues si de antemano alguna de las partes se aferra a la idea del todo o nada en un pacto único, global y tripartito, como lo fueron, por ejemplo, el Acuerdo Nacional sobre Empleo de 1981 o el Acuerdo Económico y Social de 1984, entonces habrá pocas posibilidades de éxito. De ahí que la adopción de un método similar al de 1990, que permitió compatibilizar acuerdos y desacuerdos y hasta delimitar partes aceptables y no aceptables de un mismo asunto, podría ser lo más adecuado. En cuanto a los interlocutores -Gobierno, patronal y sindicatos-, habría casos en que sería necesaria la participación de los tres, pero en otros la única posibilidad de obtener resultados positivos sería mediante la negociación bilateral.Prioridades y ritmosRespecto, de las materias a negociar, habría que empezar por establecer un índice y fijar cuáles son las prioridades y los ritmos. A título meramente indicativo, interesaría negociar en primer término lo relativo a la formación profesional, la reducción de las modalidades de contratación, la protección al desempleo, algunos aspectos de la fiscalidad, la salud laboral, la sanidad y la vivienda. En paralelo, deberían establecerse los criterios básicos de política industrial a partir de los cuáles se abrieran las correspondientes negociaciones sectoriales. Debería conseguirse un compromiso sobre el calendario para negociar otras cuestiones y acelerar la puesta en marcha del Consejo Económico y Social para remitir allí algunas de ellas.
Sobre la parte más polémica, la política de rentas, parece claro que las posiciones serían más o menos flexibles en función de cómo evolucionara la negociación sobre los otros temas. También dependería de las perspectivas de los fondos de inversión de asalariados, que son algo distinto a los fondos de los que habla el proyecto del Gobiemo. Pero sobre todo sería clave que no hubiese brusquedades ni voluntarismos en la fijación de las cifras de inflación, que las rentas salariales no perdieran peso en el producto interior bruto y tendieran progresivamente a mejorarlo, que se asegurara para los salarios individuales mejoras concretas y que la cláusula de salvaguarda funcionara adecuadamente.
Los resultados de este planteamiento negociador no son fáciles de predecir. En especial porque no se sabe hasta dónde está dipuesto a llegar el Gobierno. Pero, sea como fuere, no está de más sugerir el camino que, al menos para un sector del movimiento sindical, nos parece en principio el más razonable.
es miembro del secretariado de la Confederación Sindical de CC. OO.
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