Nostalgia creíble
Los Bee Gees, reyes del falsete durante casi cuatro décadas, presentaron en su primera visita a Madrid un espectáculo largo, denso y claramente nostálgico, que conectó sin problemas con un público de su misma generación, Navegando entre la más sangrante horterada y algunas canciones magníficas, entre un pasado radiante y un presente borrascoso, los hermanos Gibb se defienden como gato panza arriba de la senilidad que les acosa desde hace años. Acompañados de una banda muy seria, por rigurosa y aburrida, repasaron de cabo a rabo un repertorio que ha recorrido las listas de éxitos de medio mundo.Teóricamente, su gira por España servía para presentar High civilization, su último disco. Pero las 6.000 personas que se habían acercado al Palacio de los Deportes no buscaban novedades: se respiraba nostalgia, y el calor llegaba por la infernal temperatura de un recinto-horno y por la recuperación de temas clásicos. Con canciones como Massachusetts (1967), Words (1968), Stayin alive (1978), Night fiever (1978) y Tragedy (1979), en versiones muy dignas de comedida duración, se alcanzaron los momentos de máxima intensidad.
Bee Gees
Barry Gibb (voz y guitarra), Robin Gibb (voz), Maurice Gibb (voz, guitarra y teclados), Crystal Tallefero (percusión y coros), Pat Peterson (voz), Alan Kendall (guitarra), Timothy John Cansfield (guitarra), Tim Moore (teclados), Rudi Dobson (teclados), Trevorn Murrell (batería) y George Perry (bajo). 6.000 personas. Precio: 3.500 pesetas. Madrid, 26 de junio. Palacio de los Deportes de la Comunidad.
La noche comenzó con toda la banda sobre el escenario. Los tres Bee Gees lucían ropas juveniles y pelos tan largos como escasos. Las voces, su gran tesoro, siguen respondiendo a los deseos de sus propietarios gracias a una prudente distribución: cada hermano conoce sus limitaciones y sus virtudes, y adopta en cada momento el papel que mejor se ajusta a su garganta; no abusan de recursos fáciles, se limitan a recorrer terrenos conocidos y saben dar cancha al grupo que les acompaña. Los músicos destacaban por la contundencia de su labor rítmica y lo correcto de su apoyo vocal.
Después de una hora de sonidos claramente bailables, la banda de acompañamiento abandonó el escenario. Con ellos marchaban los ritmos machacones y los planteamientos más comerciales. Y llegaba lo mejor de la noche: tres vocalistas, acompañados por una guitarra acústica, recreándose en una serie de canciones perfectas. Sin truco ni cartón, sin poses prefabricadas, se pudo escuchar a los mejores Bee Gees, aquellos que lucharon con dignidad por la calificación de mejor grupo vocal blanco de todos los tiempos.
Montaje sobrio
Nada más finalizar el bloque acústico retomaron el espíritu festivalero de Fiebre del sábado noche. No podía ser de otra manera, y la banda sonora de la película que los lanzó hacia la cumbre en los años setenta sirvió de inspiración para unos últimos minutos absolutamente triviales. La sobriedad de todos y cada uno de los arreglos resultó una prolongación del montaje. El equipo de sonido colgaba del techo, junto a un juego de luces de auténtico diseño. El escenario sólo albergaba a la banda y a Maurice, Robin y Barry Gibb, vocalistas veteranos, prudentes en su madurez y, sorprendentemente, aún creíbles.
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