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¡No hay nada, compañerp!

Antonio Elorza

"¡No hay nada, compañero!". La empleada del almacén se adelantó con estas palabras a cualquier pregunta, acompañándolas de una amplia sonrisa. Y al darse cuenta de que miraba con curiosidad unas botellas, llenas, en apariencia, de distintos líquidos, puntualizó: "Son pintadas. Es para hacer bonito". Así, vista desde abajo la realidad de Cuba 91 difería un tanto de aquella que desde el Habana Libre o el Habana Riviera permite aún a intelectuales celebrar la pertinacia de Castro en no variar el rumbo de su revolución. En las entrevistas oficiales que hablan de bloqueos y de resistencias, de apoyo unánime del pueblo y de sentimiento internacionalista, queda en segundo plano la angustia de una población que desde hace meses contempla impotente cómo empeoran sus condiciones de vida hasta el límite estricto de supervivencia. Y aquí no vale acudir a la comparación con El Salvador o Guatemala. Con todas sus desigualdades a cuestas, Cuba, antes de la revolución, poseía elementos propios de una sociedad desarrollada. Nada mejor para evocarlo que el espectáculo ruinoso de La Habana actual, una ciudad que aún guarda en su urbanismo y en sus edificios semidestruidos por la falta de reparaciones los rasgos del esplendor previo a 1959. En ese año, la renta per cápita de Cuba casi doblaba a la española. Es, pues inválida la imagen de un nuevo mundo surgido de la nada por obra y gracia del castrismo. Los cambios positivos de la revolución ciertamente existieron, en la enseñanza y la medicina, en la atención a las clases populares, en el nuevo sentido de dignidad nacional, pero ahora corren el riesgo de verse arrastrados por la crisis.La población cubana se enfrenta hoy con un juego de intransigencias de la que ella resulta la gran perdedora. Por una parte, EE UU no tiene la menor intención de alterar su política de bloqueo, aun a riesgo de seguir proporcionando Con ello la gran coartada para el continuismo castrista. Su baza es "cuanto peor, mejor", a efectos de apagar el foco de subversión cubano en su zona de hegemonía. Simétricamente, Castro explica a sus súbditos las virtudes del numantinismo. Como propone la canción de Pablo Milanés, más vale hundirse en el mar que renunciar a la gloria vivida. Se hace preciso mantener a cualquier coste la política de fachada. Por grande que sea la penuria para el pueblo, sigue en pie el esfuerzo de edificación de las instalaciones deportivas para los Juegos Panamericanos del próximo agosto. La firmeza militar es recordada al ser repatriado el contingente de intervención en Angola, donde hicieron, la guerra casi 400.000 soldados cubanos. Cuba será, según las consignas, "un eterno Baraguá", evocando el rechazo de todo pacto en las guerras de independencia. Entre tanto, tardan más de un mes en llegar el paquete de detergente y la pieza del siniestro jabón verduzco del racionamiento. Tres horas de cola para conseguir un pan. Seis para el billete de ómnibus interurbano. Unos pedazos de carne y de pollo en la ración mensual. Los lavabos se cierran por falta de grifos y llaves de paso. No hay pintura. Sólo estantes vacíos en los almacenes. Desabastecimiento y mercado negro. La única mercancía nueva es la bicicleta, destinada a sustituir a un transporte colectivo de circulación cada vez más espaciada.

Para entender lo ocurrido, conviene recordar lo que hace una década escribiera Alberto Recarte en su análisis de la economía cubana: "La tragedia de Cuba es que su economía es todavía una economía de plantación, periférica y enormemente abierta al exterior". El historiador cubano Moreno Fraginals ha explicado ese carácter de Cuba, antes y después de la revolución, como "economía subsidiada". Siguiendo con retraso la suerte de otras islas del azúcar de la región, Cuba debió su equilibrio económico al sistema de precios privilegiados que le concedieran, antes EE UU y luego la URSS, para su gran artículo de exportación. El bloqueo norteamericano fue compensado mediante la adquisición de azúcar por los soviéticos a precios que a veces duplicaron o triplicaron los del mercado mundial. A su lado figuró el petróleo barato, construyéndose una campana neumática desde la cual el Gobierno de Castro pudo encarar el futuro con garantías de estabilidad. Ahora todo el tinglado se desploma, más aún cuando los precios del azúcar siguen bajos en el mercado mundial. La estatización de la economía deja al descubierto todos sus efectos negativos en cuanto a la producción y a la distribución de las materias de mayor necesidad. Y la única clase interesada en mantener el statu quo es la capa dirigente, encabezada por jóvenes de la burguesía, que hicieron una revolución para entregársela al partido comunista. La fundamentación ideológica sigue residiendo en José Martí, el gran teórico de la independencia, pero con el énfasis puesto en la vertiente voluntarista, para acabar fundiéndose en el molde de la política soviética. De este modo, en un sistema político marcado desde sus orígenes en Sierra Maestra por el militarismo, así como por el liderazgo carIsmát1co de Castro, la estalinización de la vida política acabó por sofocar el impulso movilizador de la sociedad civil propio de la fase revolucionaria. Los órganos del llamado poder popular fueron cámaras de registro de las decisiones del vértice, y sobre todo del líder supremo. Cuando más, han permitido el control en una sociedad sometida a una vigilancia policial generalizada.

Ahora el recorrido de la economía subsidiada toca a su fin. No es extraño que, ante la catastrófica situación, las protestas desborden el ámbito de los comentarios en la cola de la guagua (autobús) o de las hamburgueserías, llamadas popularmente MacCastro. Tal es el sentido del manifiesto de un grupo de intelectuales pertenecientes a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), suscrito a pesar de los riesgos en que incurren personalmente los firmantes. Dirigido al Gobierno, y no a EE UU, como informó la televisión estatal, pedía elecciones sin restricción a la Asamblea Nacional, libertad para los presos políticos, libertad de emigración, retorno al mercado libre campesino, que hasta su supresión garantizó un aceptable abastecimiento. La respuesta oficialista no se hizo esperar, y, lógicamente, su mensaje, en forma de contramanifiesto, fue lo único que los medios de comunicación transmitieron a la sociedad cubana.

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Los miembros de la UNEAC invitados a suscribirlo no tenían acceso al texto que iban a combatir, y que sólo pudo difundirse de mano en mano, en copias mecanografiadas, dentro de Cuba.

Desde dentro y desde fuera, los logros que alcanzó la revolución cubana corren el riesgo de verse definitivamente anulados por la acción conjunta del estalinismo militarista interior y de la presión norteamericana. La mejora cultural de 1960 encuentra el tope de un aislamiento indeseable en cualquier campo científico que afecte a la ortodoxia del sistema. Habrá más cubanos que saben leer, pero es terrible verse sometido al cerco informativo de Granma o Cubavisión, mientras el creciente desfase respecto de la cultura mundial desmiente cualquier optimismo. Queda la economía moral de la multitud, en el sentido de Thomson, visible en las guaguas atestadas, con la gente corriendo el dinero de mano en mano para alcanzar el lugar de cobro, o los sentimientos de solidaridad y espíritu comunitario, que sirven para paliar en alguna medida el golpe de la crisis. No todo son sombras en la sociedad cubana. Pero, desde una perspectiva intelectual, la salida no consiste en aferrarse a Cuba como lugar de reunión para izquierdistas en decadencia, ni en respaldar el aislamiento propiciado por Washington y que puede desembocar en un baño de sangre. Como ocurrió en la España de los sesenta, en la comunicación creciente con Cuba reside el único camino para hacer posible una transformación del sistema, salvando quizá algunos elementos de lo que inicialmente fuera un hermoso proyecto de justicia social.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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