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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Irak de Sadam

¿CÓMO ES posible que Sadam Husein siga en el poder en Bagdad? No sólo se mantiene impertérrito al frente de Irak, sino que ha reforzado su control político tras un breve periodo de docilidad, ciertamente más breve que el que observó el líder libio Gaddafi después del ataque norteamericano contra Trípoli en 1986.Lo que asombra no es la capacidad de aguante de Sadam. Su caso no es excepción en la historia de las tiranías del Tercer Mundo, en donde el poder se concentra en un limitado grupo que controla finanzas, terror y ejércitos, y es norma la endogamia en la sucesión o derrocamiento del líder. Tampoco sorprende su capacidad de reconvertir la derrota en algo equiparable a un cierto martirio de cuyas cenizas se renace políticamente. Lo verdaderamente extraordinario del caso de Sadam Husein es que la total victoria de Estados Unidos y sus aliados sobre él no les ha decidido a articular una estrategia política decidida para provocar su caída, que hubiera sido compleja pero factible. Antes al contrario, no es arriesgado afirmar que Washington tomó la decisión exactamente opuesta: mantenerle en la silla e impedir con ello la desmembración de Irak para que no quedara Irán como única potencia hegemónica en la zona, planteamiento estratégico en la buena dirección pero insuficiente.

Durante la crisis del Golfo, Estados Unidos pasó por el Próximo Oriente como una exhalación -estableciendo su superioridad tecnológica y militar-, después de obtener de la ONU el apoyo a su política y a la de sus aliados. Hubiera sido coherente que, terminada la guerra, se pusiera a impulsar un concepto de paz para la región. Sin embargo, salvo en el permiso dado a Siria -redimida de las acusaciones de terrorismo internacional gracias a su apoyo a la coalición antliraquí- para que procediera a controlar por completo Líbano, no parece que la victoria aliada haya servido para enderezar los numerosos entuertos del área. En Kuwait ha desencadenado rencores profundos y revanchas crueles, y bastante menos que muy poca afición a la restauración de la democracia. En Arabia Saudí, pasada la Tormenta del Desierto, las costumbres, la degradación de la libertad y la intransigencia han vuelto a su cauce como si nadie hubiera estado allí. En Israel se ha vuelto al viejo juego de dar un paso hacia la paz y dos hacia la obcecación.

En los momentos postreros de la guerra, el presidente Bush animó a los kurdos a rebelarse, convencido de que no se requería más que un pequeño empujón para acabar con el tirano. Simultáneamente, mientras los partidos democráticos iraquíes en el exilio se reunían en Damasco para formar sin éxito y sin apoyo un embrión de Gobierno, estallaba una rebelión shií en el sur del país, pronto dominada por los restos del Ejército iraquí.

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Hoy, los kurdos tiemblan al pensar que las fuerzas aliadas enviadas para protegerles se marchen sin que Sadam haya terminado de firmar con sus líderes un acuerdo de autonomía que, al igual que hizo con los anteriores, no tiene ninguna intención de respetar. Y los shiíes, encerrados en una enorme bolsa en los pantanos de Mesopotamia, temen con razón el genocidio que desencadenará Sadam en cuanto vea que puede hacerlo sin represalias. Las intenciones que animan al líder iraquí han quedado plenamente demostradas cuando, como un vulgar felón, ha mentido hasta en el volumen de sus reservas de armamento quimico o de uranio enriquecido.

La ausencia de una estrategia política para mantener al mismo tiempo la existencia del Estado de Irak y desmontar la dictadura de Sadam ha significado que Bush y sus aliados hayan condenado sin apelación a los iraquíes a una renovada tiranía. Sin ella, el país se habría ahorrado las sanciones y podría haber obtenido la paz sin mayor sufrimiento.

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