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Tribuna
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Estado y cultura

Se ha dicho hasta el aburrimiento que el arte es el espejo de la sociedad. La faz reflejada nos revela lo más íntimo del alma colectiva. Sin embargo, sólo cuando la vieja convención se amplía hasta abarcar al mundo del arte in toto podemos saber con seguridad si el reflejo que nos mira proviene de una faz o una máscara.Este retrato literal, como el realizado por un fotógrafo poco avezado tanto en las artes del engaño como en las de hacer dinero, sale tal cual, con patas de gallo y espinillas. Todo ello hace que cuando los fontaneros de la cultura, siguiendo el rastro de after shave del poder real, intentan trapichear con el foco de la lente no consigan otra cosa que enseñar el plumero. Esto es algo que sólo pueden hacer impunemente las revistas del corazón con las pasas célebres.

¿Que faz nos devuelve el espejo del mundo artístico español de la posguerra del Golfo? Una risueña, sin duda alguna. Hace algunos meses, un crítico de arte de este periódico, al hacer balance de la última edición de Arco, se congratulaba de lo poco que se había notado en la feria, a pesar del temor a lo contrario, el hecho de que estuviéramos en guerra. ¡Vaya! Al final lo hemos conseguido. Hemos logrado llevar el arte a un paraíso pentotálico donde la realidad tangible, es decir, la social y la política (menuda ordinariez), no importa.

En la edición del año anterior se había intentado hacer un íntimo gesto de participación en el universo de los mortales a raíz del sida, y aunque mi sospecha es que dicho gesto se hizo más por tratarse de un tema de trágica actualidad artística en Nueva York que por otra cosa, vale más poco que nada. Este año, sin embargo, a pesar de haber estado metidos de rebote en una guerra que ha producido en pocas horas más muertos (a un bando) que los causados por el sida en Estados Unidos desde junio de 1981, prácticamente ningún miembro de las fuerzas vivas del mundo del arte chistó en público. Quizá por aquello de las barbas mojadas y el afeitado, a nadie se le escapó el detalle de la insurrección en el Ministerio de Cultura y sus posteriores consecuencias.

Me pregunto cuál hubiera sido el caldo de cultivo de la opinión entre los profesionales del arte del país si el Gobierno español, en lugar de convertir silenciosamente la Península en portaaviones varado, hubiera mandado personal médico y hospitales de campaña al frente kuwaití; es decir, una respuesta más valiente, pero menos bélica en relación con los compromisos internacionales contraídos por España y tambien más acorde con el hecho de estar enfrentados por carambola con un pueblo, el iraquí, que nunca nos había tirado una china. Como no fue así, por más excursiones tardías al Kurdistán que nos monten, el profundo y marmóreo silencio de la mayoría de los profesionales del arte no sólo preservó la buena salud e integridad del arte amable, sino que pareció incluso que el silencio se situaba entre la celtibérica furia guerrera del almirante de la zona norte (que tuvo la vista de pedir perdón por su noble explosión de hombría) y la enmohecida, cuarentona pataleta de los cuatro rojos nostálgicos de siempre, obcecados en negar el fin de la historia. En otras palabras, un silencio situado en aquel territorio neutro, inefable, de moderación y sensatez, tan civilizado, tan europeo, donde viven desde toda la vida las personas en estado de gracia.

El espejo del arte español de fin de milenio (no me toca otro remedio de generalizar) no refleja a la sociedad española porque vive de espaldas a ella; lo que sí refleja fielmente son los mecanismos internos de su artículo de consumo más preciado: el poder administrado por la política y la economía. Hemos llegado, o dejado que se llegue, a un estado en el que hay poco sitio para todo aquello que no sea consecuencia directa de un power play, de una jugada de fuerza al margen de contenidos explícitos, y que actúa siempre como baremo de poder, potencia ofensiva y capacidad de despliegue, tanto de la fuerza de choque (artista) y de su apoyo logístico (galería), como de la constelación de reinos de taifas controlados por críticos y comisarios. No es de extrañar que la marcialización del comportamiento artístico genere un énfasis exagerado en la cantidad y calidad del espacio ocupado o por ocupar; para ser específicos, el espacio físico de las galerías y museos o el mediático de la comunicación masiva. Que el enemigo no está completamente derrotado hasta que no pierde el control de su territorio, es un axioma guerrero cuyo origen se pierde en el pozo de la memoria. Todos sabemos que el espacio es más que una metáfora de poder; es, de facto, su contenido. Lo que sucede dentro del espacio disponible importa menos que quién lo controla. Esta militarización de la cultura permite sólo dos opciones: el tenso statu quo no exento de puñaladas, o la guerra total entre un grupo deliberante pequeño de participantes. Ya nos dijo Clausewitz que la moderación y la guerra son dos categorías mutuamente excluyentes.

Lo que ciertamente no permite lo castrense es una cultura civil que pueda oponerse tanto a la idea que tenga el generalato de lo que es o debiera ser el arte español contemporáneo como a la carrera armamentística del mundo del arte nacional (analogía: los grupos ecologistas tienen muchísimos menos medios para limpiar el planeta de los que disponen las compañías petroquímicas para ensuciarlo). Todo lo que suceda fuera del control de las fuerzas de ocupación no existe, o de existir, lo hace sin legitimidad (botón de muestra: según el Gobierno israelí, la OLP no representa al pueblo palestino); todo lo que suceda dentro del territorio dominado que atente contra la ley y el orden es desaparecido, silenciado o falseado, dentro de la mejor tradición totalizadora, aunque, eso sí, sin exabruptos y con guante blanco. La brigada cultural cuida las formas de la modernidad democrática.

Esto no tendría, sin embargo, por qué ser así. Basta con reconocer que lo verdaderamente moderno y democrático es no tener miedo; no tener miedo, sobre todo, de la pluralidad más absoluta y del caos que ella comporta. No tener miedo, en definitiva, de un contexto para la práctica del arte que refleje el tejido psicológico, cultural e histórico, ajeno a decretos ley, extraoficial durante siglos, y por ello real, de España. Por alguna razón que podría estar relacionada con la impuesta afición que siempre hemos tenido en este país a lo vertical, plomizo y vaticano, se percibe el campo de acción artístico como una sala de fiestas cerrada a cal y canto, donde sólo cabe un número predeterminado de invitados y donde sólo se puede bailar lo que decida el más fuerte. Prefiero pensar que los profesionales del arte podemos permitirnos el lujo, perfectamente factible, de abandonar el régimen cuartelario creando premisas y espacios de actuación nuevos, horizontales y sin pátina de poder, en lugar de perder el tiempo disputando o negando lo ya existente y anémico a quienes se mueven en el momento de tomar la fatídica foto.

La crítica, de no ser en su mayor parte pija, oportunista y vaga (en el sentido tanto nebuloso como molondrón de la palabra), podría ayudar a crear un foro de debate más fluido, más abierto y menos trivial y/o policiaco. El problema es que para esto hay que salir del bunker y decirle adiós a las armas, al legado de Margaret Thatcher y Hilton Kramer; algo que, por desgracia, no viene refrendado por los tiempos que corremos, empeñados en hacernos creer que un desarme de cualquier tipo o un cuestionamiento del darwinismo social es señal de falta de carácter, de debilidad.

El paradigma percibido, el modelo de comportamiento a seguir si quiere uno llevarse el gato al agua, lo da la última década: a medida que el partido del Gobierno se va convirtiendo en una máquina electoralista, en una factoría de poder, se diluye la ideología entendida como un modelo de interpretación del mundo que dé sentido y dirección a la experiencia; se la echa por la ventana como quien echa lastre para poder volar más alto. Más aún, la ideología se convierte en un estorbo, un Pepito Grillo que recuerda constantemente a los interesados lo que han tenido que dejar en la cuneta para seguir agarrados al volante del poder. No nos engañemos; la tan picoteada amnesia histórica nacional tiene tanto que ver con la guerra, el franquismo y la derecha recalcitrante como con el lavado, planchado y almidonado de la ex izquierda española. La guinda consciente en vender esta gatada como el colmo de lo moderno.

No es de extrañar, finalmente, que al no ser aconsejable menear el esquife del poder político, tampoco lo sea hacerlo en contextos que, directa o indirectamente, han adoptado idénticos patrones de conducta en cuanto a la obtención y ejercicio del poder se refiere. De no ser así, ¿cómo explicar el silencio de los intelectuales y el conservadurismo eclesiástico de la mayor parte de la crítica de arte española?, ¿será por miedo a que no nos acepte la Europa de los mercaderes de armas?

Francesc Torres es artista plástico.

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