Madrid es como las bicicletas
El verano llegó a Madrid a las 0.25 del pasado 9 de junio de 1991. Un verano géminis, bien educado pero confuso, revuelto en esa indecisión de estaciones que se produce en el momento crucial del año. La capital de España es también la capital del termómetro estacional de este país: cuando es primavera en Madrid ya es primavera en todas partes, menos en Canarias, claro, porque allí dicen que es primavera todo el año.Madrid es como las bicicletas, que se hicieron para el verano. Aquel día en que entró como un obús el olor estival en el centro mismo de la ciudad algunos de nosotros estábamos en la Cava Baja. Rodeados de Galdés y de Larra, tuvimos sobre la cabeza el puño de acero del calor, pero una brisa milagrosa que debe provenir de los cielos de Velázquez lo atemperó de tal modo que lo convirtió en un ropaje más de la ciudad, esa mano seca que no tiene vuelta de hoja.
El verano lo pone todo patas arriba y vuelve a ser la ciudad unlagarto tendido al sol. Salen a las aceras las parlanchinas, y los parlanchines juegan al dominó con una camiseta blanca francesa. Los tacos se oyen como si fueran parte de las esquinas y suda todo el mundo, los nobles, los plebeyos y los que rebuscan en los cubos de la basura cómo calmar el estruendoso silencio de la soledad de los mendigos.
Los iguala a todos y los vuelve locos. El verano tiene en la ciudad de Madrid una extraña capacidad para hacer creer a la gente que la vida es inmortal. Y aunque se sabe que luego ha de venir el otoño sobre las azoteas, la gente guarda el ropaje grisáceo de todo el año y se dispone a vivir como si ésta fuera una estación redonda, un lugar sin salida en el que se está muy bien.
El mundo al revés
El verano. Pasa de todo en verano. Ya metidos en esa estación, con el aire quieto dentro de los taxis, vimos el jueves último cómo un premio Nobel, Octavio Paz; un político vasco, Juan María Bandrés, y dos letrados de reputación democrática, Juan Alberto Belloch y Ventura Pérez Mariño, estos tres últimos expertos en correr en manifestación contra el régimen del pasado invierno, veían desde las cristaleras del Palace el mundo al revés.
Protegidos por el frío artificial del hotel, los cuatro miraban cómo unos manifestantes desaforados insultaban al ministro del Interior, frente al palacio de las Cortes. Un contingente considerable de policías de paisano, en mangas de camisa, declaraba a gritos que el pueblo no admite a Corcuera. El mundo al revés. Bandrés no decía nada. Belloch decía que era ilegal intimidar a un diputado en el escenario mismo de su actividad parlamentaria. Mariño recordaba el artículo en el que esto se especifica. El premio Nobel era más ingenuo: "¿Piden más paga?".
Madrid vive el principio del verano como el tobogán por el que puede empezar a bajar el agua caliente de la casualidad, que es una forma venial de la magia. Los policías eran antes grises y ceñudos, y respondían con el silencio feroz de la comisura de sus labios a la existencia misma de los otros. Era el dominio del invierno, para ellos también. Ahora andan descamisados y gritan su cabreo. La gente los ve pasar y los escucha como si ellos también fueran una consecuencia del verano.
El verano es símbolo de la vida urbana y entra en ella con los aditamentos que tienen las metáforas: el calor, el color, el olor, sus sabores. Es el sudor y su contrario, la noche y el día, una sensación de que la propia existencia habita en ese momento del año.
Es una suerte que el verano nos encuentre vivos, porque siempre existe la impresión de que lo que ocurre cuando viene resulta irrepetible. No es verdad, porque el año pasado ocurrió lo mismo. Lo que pasa en Madrid es que esta piedra de sol que vino el 9 de junio, acaso para celebrar que Octavio Paz llegaba a esta ciudad que vio en la guerra, parece un tesoro guardado para creer que el verano siempre está, por si acaso es necesario.
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