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Tribuna
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Renta

En los circuitos impresos del alma existe un calendario virtual que no se rige por las estaciones ni por los astros. Son esos estados interiores que afloran cíclicamente, ya sea por una sobredosis electoral o por la excitación ante las vacaciones. En junio todo el mundo se examina: los niños lidiando las capitales de Asia y los mayores enmarañándose en la declaración de la renta. Un día lejano decidimos prescindir del confesor y hasta nos hartamos de mantener al psicoanalista, pero de pronto descubrimos que siempre habrá cerca de nosotros alguien dispuesto a conocernos los pliegues de la vida y que nos reñirá por los excesos y nos premiará por la prudencia. El asesor fiscal es la demostración de que siempre seremos hijos desvalidos ante el temor de lo desconocido. A él le confiamos nuestra vida y le llenamos la mesa de papeles como si fueran el confeti grisáceo de nuestros placeres derrochados. Hace tiempo que renunciamos a escribir nuestro diario, pero las hojas están ahí, en aquel recibito arrugado de unas gafas partidas, o en aquella factura olvidada de un hotel de playa en pleno invierno, cuando las caricias furtivas sólo podían crecer a lo lejos. Ante el asesor fiscal siempre viene a la memoria el verso de Carlos Barral que dice "hemos traído nuestras vidas aquí, para contarlas". Y, mientras nosotros le contamos cosas, el asesor las va contando para conjurar males mayores que llegarán algún día, nos dice, de madrugada, y no será el lechero, sino el inspector de Hacienda.En esos días de junio hasta los adultos más conspicuos se sienten infantilizados. Aparece de nuevo el temor de Dios encerrado en el sagrario del gran ordenador del ministerio. Y de nuevo el asesor, con la penitencia de seis cifras en la mano, nos invitará a cantar con cadencia de galeotes: "Gracias a la vida, que me ha dado tanto".

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