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El crepúsculo de las máscaras

Así como las palabras son el disfraz del alma, y aunque necesarias suelen quedarse a años luz de cada realidad particular, así los estereotipos sociales, si bien actúan como rodrigones en el desarrollo personal, son muchos los casos hoy día en que se han encadenado tan fuertemente al tronco que se han convertido en raíz.Lo que se viene llamando personalidad, constructo un tanto complicado para explicar en estas líneas, aunque no hay que olvidar sus andamios genéticos, se va conformando fundamentalmente a partir de las opiniones, mensajes y refuerzos que desde que tenemos uso de razón recibimos del exterior. Consciente e inconscientemente, construimos nuestro autoconcepto, nuestra autoimagen, nuestro self. Un yo donde tienen cabida emociones dispares, congniciones más o menos contradictorias, sensaciones no elaboradas, reacciones que nos delatan. Pero este yo, ¿es el verdadero o es una máscara?

Borges, en el epílogo de El hacedor y otros textos, escribía: "Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara". Cuando observo a mi alrededor los prototipos no sólo faciales, sino los haceres de los que se supone son los modelos de nuestra época, me percato, no sin horror, que la mayor parte de ellos, además de huecos, están hechos en serie. Como en la novela de Donald Barthelme, vivimos en un bosque de imágenes producidas en masa, perpetua y seductoramente vacías. El triunfador workalcoholic, el intelectual virtual, el ama de casa al borde de un ataque de nervios, el catedrático del publish o perish, la feminista resabiada, el periodista priápico, la aristocracia con encanto pero sin casta, o el político disociado, son algunos de los arquetipos que a muchos no sólo han llevado a hipotecar su self, sino a perderlo para siempre.

William Burroughs compara al ejecutivo de nuestros días con una "cinta magnetofónica ambulante": sus cinco sentidos -y no digamos ya el sexto- han sido obstruidos, sellados. La imaginación, facultad que el racionalismo margina, brilla por su ausencia. Su progreso mental, su posibilidad para inventar conceptos, crear imágenes, se han quedado alcanforados en el limbo de los sueños, materializándose en el triunfo de un correr hacia adelante, muy deprisa, aunque no se sepa adónde. Los románticos que atacaron la maquinización del hombre y la vida causada por la revolución industrial señalaron como uno de sus detonantes la mecanización del pensamiento provocada por el racionalismo cartesiano. Lo más patético del triunfador es que, en muchos casos, es un mero hombre de paja aupado por personajes más poderosos que él, pero que no necesitan aparecer, y, en todo caso, como señaló Galbraith, el viejo ejecutivo emprendedor e individual de los principios del capitalismo es una especie en extinción, sustituido por una tecnoestructura donde las decisiones se difuminan en una malla de asesores.

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El intelectual virtual no puede vivir sin la televisión: no sólo la mira asiduamente, aunque lo niegue, sino que su momento estelar es aquel en que lanza sus opiniones por la pequeña pantalla. Antes no existía. ¿Se imaginan ustedes a Unamuno, en el debate nocturno de José Luis Coll?, ¿o a Kant entrevistado por Julia Otero? El intelectual era un hombre retirado, ensimismado, que leía y pensaba con sosiego para escribir sin pensar en la fama ni en la repercusión inmediata de sus opiniones. Ahora la publicación de un libro se ha convertido en una vorágine de entrevistas periodísticas que requieren más energía del autor que la propia elaboracíón del texto. El intelectual virtual retoza en medio de esta feria de mass media y, arrastrado por las solicitudes, puede no recobrar el tiempo y la serenidad necesarios para reemprender su auténtica labor. Se coloca la máscara y se lanza al halagüeño carnaval de la novedad y del éxito.

El ama de casa al borde de un ataque de nervios consume optalidón y anfetaminas para olvidar. Ya se comprende que la calidad ramplona de semejantes drogas evidencia una sordidez de la situación. Ramiro de Maeztu decía que éste es el país de la cocaína con churros, y las sufridas amas de casa españolas tienen que compaginar los valores carpetovetónicos de su marido con las tecnologías de la cultura de Disneylandia que le inculcan en el supermercado: ¿será de extrañar que sucumba a los síndromes de la compra compulsiva, el bingo y los ataques de pánico? Sacada de sus casillas, es decir, de su hogar y de la rutina controlada que tenía la mujer de una generación atrás, el ama de casa con la máscara moderna sufre la tensión y la incertidumbre que sienten los que tienen que crear nuevas pautas de comportamiento para enfrentarse a un entorno que ha cambiado radicalmente respecto a las tradiciones que les pasaron sus mayores. Tedio y frustración, formas sutiles de decadencia del ama de casa con educación universitaria que ya Betty Friedan describió dos décadas atrás en La mística femenina.

Influenciado también por aires de una Disneylandia mal entendida, todo profesor de Universidad que se precie debe tener un mínimo de cinco ideas originales al año para plasmarlas en artículos y proyectos de investigación por cuya cantidad será evaluado, no sólo su prestigio, sino también su sueldo. Ustedes comprenderán fácilmente la cantidad de hojarasca impresa que este sistema produce: cosas tan fundamentales como El precio de la cebada en la provincia de Cuenca en la tercera década del siglo XVII, Las reacciones psicopatológicas de los empleados de seguros en La Coruña durante la Dictadura de Primo de Rivera, La trayectoria del neutrino en un gas semiconductor a 80º bajo cero o Las influencias neoplatónicas del trovador Bertrand de Born sobre el último arcípreste de Hita. El publica o perece es la jaculatoria que todo ayudante titular o catedrático debe rezar cada mañana para ganar méritos y conservar su máscara.

Desde que Esther Vilar vino a decir que, en realidad, mandan las mujeres, la confusión ha sido inmensa. Las femeninas, por definición, callan y no se pronuncian, mientras que las feministas se delatan lanzando toda clase de soflamas airadas contra el macho dominador. La máscara ajada de la mujer que reniega de la femenidad, pero no ha encontrado aún la auténtica cara de la mujer del presente, es irritante. Una cosa es luchar por la igualdad de derechos y oportunidades, lo cual merece todo el respeto y apoyo, y otra es lanzarse al ataque despiadado y desordenado del varón, cuando no del encanto y gracia de los atributos hasta ahora considerados ferneninos. El arsenal conceptual de la feminista resabiada contiene espectros y espantajos tan imprecisos como el imperialismo machista o la mujer débil oprimida y abandonada en el andén. Todo lo contrario a ésta es la feminista Bárbara Ehrenreich, intelectual y crítica social con el don del aforismo, que acaba de señalar cómo los triunfos económicos del movimiento feminista han traído consigo unas cuantas consecuencias imprevistas e irónicas. Analizarlas sería tema atractivo para un largo artículo.

El periodista priápico come en Lucio los domingos y, en los ratos que le deja libre la bebida y el juego, escribe sobre la última noticia o libro que le llega, claro está, sin habérselo leído. Se decía comunista, pero iba detrás de las aristócratas. Digo iba, porque ahora ya ni puede. Va de independiente llenando su columna con brillante palabrería para no decir casi nada, y puesto que su preparación intelectual es mínima, se cuida muy mucho de incluir los nombres de Gramsci, Miguel Hernández o Neruda. Cuando mejor escribe es cuando se mete con alguien, porque pensar sobre los fenómenos generales está más allá de su alcance. Se cree la pera y un pozo de vida, pero en su jardín no hay ni agua ni árboles. Es una máscara de papel, fácil y miope, que sólo puede servir para envolver bocadillos.

Los gases tóxicos de la modernidad han obligado también a la aristocracia a ponerse la careta protectora del glamour, y con ella sucumbir a la tentación de las revistas del corazón. La aristocracia salió primero de los castillos para exhibirse en la corte y ahora, privada de ésta, se muestra con la jet-set en los lugares de moda. Por supuesto, no todos han caído en este vértigo. La misión tradicional de la nobleza es mantener los valores relacionados con el deseo de excelencia. Es evidente que para poder participar en el carnaval de la farándula se han tenido que comprar costosas máscaras de mercaderes venecianos.

La política se ha injertado de tal manera en los medios de comunicación que los tribunos de la patria ya no toman clases de oratoria como antaño con Demóstenes, sino en el Actor's Studio. La carrera política de un actor como Ronald Reagan es una de las paradojas más representativas de la hegemonía de la forma sobre la sustancia. Más aun, muchos de los políticos actuales son personajes que presumen de intelectuales sin serlo, que ejercen de vocales en comisiones sobre temas que nada tienen que ver con su anterior oficio y que suelen estar pendientes de la foto opportunity, lo que antes se llamaba cortar cintas en las inauguraciones. Psicológicamente, el político tiene que ser una figura que no le importe nada que su palabra no vaya al hilo de su pensamiento y de sus convicciones, y que viva en tal disociación con una frialdad imperturbable y convincente. Tal es su máscara.

Con esta galería de retratos, perfectamente reconocibles, y que el lector puede completar fácilmente con un rápido vistazo a su entorno vital, se puede crear un divertido y fantasmagórico museo de cera de la modernidad, pues, nos guste o no, no hay más cera que la que arde. A la luz de estas efimeras velas de caricatura que se van consumiendo por la propia inanidad de su sustancia,

intentamos vislumbrar un camino hacia el futuro en que los simulacros del actual momento de transición hayan dejado paso a una sociedad más tranquila, sensata y veraz. Ya en 1919, el Retorno de Zarathustra nos decía: "Si deseamos tener otra vez mentes y hombres capaces de asegurar nuestro futuro no debemos empezar por el final, con reformas de Gobierno y métodos políticos, sino más bien por el principio, en la construcción de la personalidad ( ... ), debemos enterrar nuestras raíces más profundamente, y no sólo agitar las ramas". Quizá los acontecimientos de fin de siglo traerán el crepúsculo de las máscaras.

Elena F. L. Ochoa es profesora titular de Psicopatología de la Universidad Complutense.

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