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La 'vaca', los mugidos, el Gobierno y EL PAÍS

Juan Luis Cebrián

En noviembre de 1990, Richard Needham, subsecretario para Irlanda del Norte en el Gobierno de la señora Thatcher, llamó desde el teléfono del coche a su esposa: "Nada nuevo, querida, sólo una enorme cantidad de trabajo". "Yeah", contestó ella por el auricular. Y el confidente marido añadió: "Estoy deseando que la vaca dimita".Días después, esta conversación, grabada por el escáner de un radioaficionado, o quién sabe si por un grupo paramilitar irlandés, fue publicada en los periódicos. Nadie, ni siquiera la vaca (metáfora para designar a la Thatcher más pobre que la de dios, referida a Felipe González), se preguntó sobre la conveniencia de dicha publicación, sino más bien sobre la inconveniencia de los apelativos utilizados por tan parlanchín político.

El episodio acabó a la inglesa: míster Needham pidió públicamente perdón a la vaca, que se lo otorgó, para acabar después dimitiendo ella, como Needham ansiaba.

Cuando uno compara estas actitudes con las tonterías e infamias que se han dicho en torno a las famosas cintas de Txiki Benegas corre el peligro de exagerar el juicio acerca de la capacidad mental y la honradez de pensamiento de una gran parte de nuestra clase política y una no pequeña de la periodística. Conspiración, espionaje, traición e irresponsabilidad son los apelativos más suaves que la SER, el grupo PRISA y sus directivos hemos recibido. Otros, menos capaces en el manejo del vocabulario, se han limitado a llamarnos -a nosotros y a los colegas en general- sinvergüenzas o hijos de puta, desconocedores quizá del aprecio que tenemos en esta profesión a todo lo que nace y habita en la calle. Luego se han organizado grandes debates en torno a la intimidad o privacidad de la conversación de Benegas, al derecho a la información y a la actividad de los servicios secretos en este país. Pero lo que no se ha visto es que Txiki pidiera perdón públicamente a dios o al enano, ni que éstos se lo concedieran.

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Si mi atención, o mis emociones, no se perturban ya con las diatribas de determinados círculos, siguen padeciendo con las de no pocos sedicentes profesionales del intelecto. Bien o mal, en mis ya casi tres décadas de ejercicio del periodismo, he predicado con insistencia la necesidad del rigor a la hora de narrar los hechos, y es tan poco el que ha caracterizado a las informaciones sobre el asunto que merece la pena preguntarse sobre las intenciones de algunos empedernidos columnistas. ¿Tratan de iluminar a sus lectores o únicamente de practicar el vudú con sus obsesiones?

Lo que insignes cabezas de huevo pretenden dilucidar es cómo una empresa ligada a EL PAÍS, nada menos que el periódico gubernamental, es capaz de publicar cosas desagradables para el Gobierno. "Eso tiene que venir del propio González", se dicen los más finos, "que quiere cepillarse a Guerra". Empeñados en idéntico objetivo, andaríamos unos cuantos contratando detectives, y agentes del Mosad, pero no para fotografiar lances amorosos de un puñado de financieros, como hacen otros, sino para interceptar conversaciones telefónicas de líderes tan indiscutibles y preclaros como el señor Benegas. Por habilidad táctica, o por estulticia estratégica, se desvía la cuestión de fondo -las divisiones en el seno del socialismo- y se analiza, de acuerdo con el mandato filosófico, el porqué de las cosas. Pero se rechaza la única explicación sencilla: la SER emitió las conversaciones porque comprobó que eran verdad y resultaban del interés del público. Es para lo que están los medios de comunicación en una democracia, y lo que hubiera hecho cualquier otra radio decente que hubiera tenido acceso a las cintas. Naturalmente, solución tan obvia se aviene mal con las angustias vitales de los mediocres: si la SER, PRISA y Polanco hacen todo eso es porque son independientes, del poder político. "Y ya se sabe que no lo son", espetan de consumo.

Con ocasión de celebrar el número 5.000 de EL PAÍS mencionaba yo el deseo de Jesús Polanco y mío de escribir un libro sobre la historia desconocida de la transición a través de la de este periódico. Comentando días atrás el gaytrinar desatado por el caso de las cintas, llegamos ambos a la conclusión de que quizá era bueno aclarar algunos puntos, toda vez que la mendacidad y la insidia contra esta casa se han venido acumulando en las últimas semanas. En las redacciones de los medios controlados o gestionados por PRISA reina la escrupulosa costumbre de no polemizar con los colegas y de menospreciar las injurias. Esta es, pienso, una buena política, pero sus propiedades desaparecen en el momento en que el conocido sistema nazi de repetir las mentiras muchas veces para convertirlas en verdad amenaza con confundir a nuestros lectores e incluso al propio celo de nuestras convicciones privadas. No resulta preciso pensar mucho para entender que las opiniones aquí vertidas son de mi exclusiva responsabilidad, pero ni una sola de ellas se hace pública sin el acuerdo y consentimiento del presidente de esta casa. En lo que concierne a los hechos, ni a él ni a mí corresponde modificarlos. Y si esta explicación se ha dilatado en el tiempo por encima de lo deseable, es debido a que la prudencia aconsejaba no interferir el reciente proceso electoral con un debate que, en nuestro ánimo, se encuentra absolutamente alejado de cualquier coyuntura política.

PRISA fue fundada, gracias a la inspiración de José Ortega Spottorno, con el objeto inicial de publicar EL PAÍS. Era, y es, un esfuerzo colectivo que trataba de dar respuesta a las carencias culturales y políticas de la prensa del franquismo y cooperar a la construcción democrática. Todo el desarrollo empresarial de PRISA se ha hecho a partir del éxito del periódico y responde al mismo aliento moral que inspiró su fundación. No existe ningún grupo, institución o persona física que controle la mayoría del capital, aunque el consenso en torno a Jesús Polanco de los principales socios que dieron a luz el proyecto garantiza una rnayoría sólida, que siempre ha amparado las decisiones profesionales. Esta actitud sólo corrió peligro de truncarse con la bárbara irrupción de intereses ajenos al diario en los días del inicial éxito del mismo. Hubo un proceso de compraventa de acciones, al margen de los estatutos de la sociedad, que amenazó con desfigurar el contenido editorial y profesional del invento. Resuelta aquella batalla interna, hace ya muchos años que la sociedad goza de estabilidad y pujanza. En el interregno, en el accionariado de PRISA ha habido fraguistas, suaristas, comunistas.... pero nunca nadie del PSOE que no fuera debido a los resultados imprevistos de la fusión del partido de Tierno Galván con el de Felipe González. De modo que cualquier intento de demostrar la supuesta vinculación de nuestro periódico al Gobierno socialista por vías de la propiedad resultaría tan fallido que los calumniadores de turno siempre se han abstenido de ensayarlo.

El hecho de ser EL PAÍS un periódico crítico con el poder, en tiempos en los que se arrastraba una tradición de obediencia por parte de muchos colegas, y una cierta coincidencia de intereses generacionales también, beneficiaron a los socialistas, durante su etapa en la oposición, con las actitudes editoriales del diario. Pero la suposición de algún tipo de conexión privilegiada entre EL PAÍS y el Gobierno ha llevado y lleva a cometer errores de bulto. No es el menor el de buscar una influencia del poder tras la presencia de PRISA en la cadena de radio responsable de la difusión de las cintas de Benegas. Las cosas, sin embargo, tienen un origen bien distinto.

Al hilo del éxito editorial de EL PAÍS y del anuncio de una ley de televisión privada por parte del Gobierno de Suarez, el otrora director de la cadena SER, Eugenio Fontán, se acercó a nosotros en el verano de 1980 sugiriéndonos la creación de una empresa conjunta que optara a una licencia. Entusiasmados con la idea, nos pusimos a trabajar y llegamos a un acuerdo de principio. De manera que en marzo de 1981 teníamos la oportunidad de celebrar una comida con los dirigentes de la SER para sellar los términos del pacto. Nuestra todavía juvenil ingenuidad no había previsto lo que el propio Fontán nos comunicó entonces: la actitud inequívoca del periódico en los azarosos días del golpe del 23-F nos hacía indeseables a ojos de los militares y de otras instancias del poder, por lo que nos descalificaba como socios eventuales de la SER. Reconozco que, pese a ser coherente esta actitud con la tradición reaccionaria de nuestros interlocutores, no dejó de molestarnos.

Quiso la casualidad que, por aquella época, el Banco Hispano decidiera desprenderse de un paquete de acciones de la SER de su propiedad. Gregorio Marañón, consejero de PRISA y compañero mío en la Universidad, alertó a Polanco de este hecho -y me parece difícil identificar a Gregorio con los intereses del PSOE-. De modo que hicimos patente nuestro deseo de comprar. El banco, no obstante, extendió una opción durante nueve meses a beneficio de los accionistas de la radio. Ni la familia Garrigues ni la familia Fontán hicieron uso de ella, por lo que, transcurrido el plazo, pudimos nosotros acceder a la propiedad. Antes habíamos realizado otras adquisiciones menores, pero, en realidad, el control de la SER por parte de PRISA no se obtuvo sino cuando la familia Fontán, conocedora de la situación de quiebra y desorganización que su propia gestión había llevado a la empresa, vendió sus acciones a la sociedad editora de EL PAÍS. O sea, que, desde cualquier punto de vista, los intentos de vincular de nuevo a PRISA y EL PAÍS con el Gobierno socialista, a través de la SER, resultan del todo contrarios a la más mínima decencia intelectual.

Había entonces, y persiste ahora, un hecho lamentable. El 25% de la SER pertenece al Estado por causa de una expropiación perpetrada por la dictadura. Esta situación la padecen también otras cadenas radiofónicas en mayor o menor medida. Insistentemente, los responsables de PRISA hemos pedido negociaciones al Gobierno para lograr la devolución a los accionistas de las radios privadas de lo que les fue directamente expoliado y confiscado por la burocracia franquista. La buena disposición aparente del Gobierno -en definitiva, el mismo que privatizó la prensa del Movimiento- se ha visto truncada una vez más por culpa o con motivo de la difusión de las cintas de Benegas, que ha llevado al Patrimonio del Estado a reforzar su presencia en el consejo de la SER y a protestar -y que conste en acta- por la decisión de ésta de publicarlas.

La tercera insidia, que avalaría la gubernamentalidad de nuestro grupo de comunicación, es la atribución de una licencia de televisión de pago a una empresa participada al 25% por PRISA. Nadie reclama, en cambio, idénticas marcas de pecado para otros colegas que participan en el capital de Antena 3 o en el de Tele 5. Pero, al margen de cualquier otra sospecha, hemos mantenido inequívocamente nuestra crítica a la actual ley de televisión, fruto de una retorcida e ignorante concepción del mundo de la empresa y de los medios de comunicación de masas. En cualquier caso, la eficacia y profesionalidad de los servicios informativos de Canal + han imposibilitado cualquier acusación de sectarismo contra él, y las pérdidas acumuladas que las televisiones sufren -y han de sufrir en los próximos años- facilitan la reflexión de que, si han sido un regalo para alguien, el caramelo estaba envenenado.

Los lectores de EL PAÍS tenían derecho a estas explicaciones desde hace tiempo. Ellos son los únicos jueces posibles de las posiciones del diario y de sus inclinaciones editoriales. Lo que opinen sobre nosotros quienes no nos leen sólo nos preocupa en tanto en cuanto les pueda alejar de la decisión de hacerlo en el futuro. Pero aspiramos a mantener una legión de lectores juiciosos que, de acuerdo o no con nuestros criterios, valoren la profesionalidad de nuestro trabajo.

De forma unánime, y a propuesta de su presidente, el Consejo de Administración de PRISA ha avalado la decisión del director de la SER de emitir las cintas de la discordia. Como no escribo para incrédulos, sino para amantes de conocer la verdad sobre los hechos, repetiré en público lo que tantas veces hemos tenido ya que explicar en privado. Cuando la radio emitió la conversación de Txiki Benegas, Jesús Polanco estaba de viaje en Buenos Aires, y, por más esfuerzos que hice para alertarle de la existencia de las cintas, sólo pude hacerlo horas después de haber sido radiadas. Es verdad que dije a Delkáder que la decisión de emitirlas, o no, le correspondía a él como director del medio. Pero es verdad también que, cuando lo hice, él y yo sabíamos que todo el mundo en esta casa -del presidente al último llegado- entiende que los medios de comunicación están para dar noticias, no para callarlas. Incluso si esas noticias revisten a veces la apariencia de mugidos, como en el caso de míster Needham y la vaca.

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