Baño turco
DE TODOS los países europeos tradicionalmente asociados al Occidente democrático, Turquía es el que tiene mayores problemas de adaptación política, social y económica al campo de sus aliados. Terminada la crisis del Golfo, los graves coletazos que está dando la cuestión kurda contribuyen a complicarle las cosas al presidente Turgut Ozal, una de cuyas virtudes ha sido el pragmatismo en política exterior y de seguridad.Merced a esta actitud ha conseguido granjearse cierto respeto en un Occidente que, preocupado por el flanco estratégico meridional, buscaba olvidar los orígenes poco dernocráticos de su ascensión al poder en 1983 y la pervivencia desde entonces de elementos fuertemente autoritarios en el país para reconocer y premiar su contribución a la seguridad colectiva. Con la crisis de Kuwait, Ozal ha conseguido aproximarse aún más a los aliados. En el momento en que la ONU decretó el embargo contra Irak, cortó el oleoducto iraquí que pasa por su territorio; estallada la guerra, permitió el uso sin restricciones de las bases de la OTAN; para hacer frente al subsiguiente problema kurdo, propició el estacionamiento de tropas norteamericanas y británicas en el sector turco de la frontera con Irak.
Sin embargo, esta generosidad con Occidente le ha granjeado considerable antipatía en el interior: el patriotismo y la independencia juegan un destacado papel en el ámbito nacional, por más que la aproximación a Occidente se deba a su deseo de conseguir ayuda militar y económica como premio. La sociedad turca está inmersa en el baño de la contradicción entre su conservadurismo islámico y la búsqueda de la occidentalización como método de vertebración nacional. Pero la rigurosa modernización impuesta al país por Ataturk en los años de entreguerra se apoyó en gran medida en el funcionamiento autoritario del Estado. Y hoy las tensiones autocráticas persisten a pesar del progresivo anclaje de Turquía a Occidente merced a su incorporación en 1952 a la OTAN y al Consejo de Europa y a su solicitud de accesión a la CE en 1987.
Desde los años sesenta, la historia turca ha sido borrascosa: periodos de dictadura y represión se alternaron con largas etapas de desórdenes y cuasi guerra civil. Todo ello, unido a la disputa con Grecia en tomo a la cuestión chipriota, a las tensiones turco-helenas en el mar Egeo y a los problemas económicos que plantearía Turquía como miembro de la CE, hace que la europeización formal de este país sea extremadamente compleja. Y explica la actuación de Turgut Ozal en los pasados meses. Todo parecía ir bien. Hace pocos días, Ozal ha realizado un importante gesto hacia la galería nacional al recibir en Ankara al presidente Hachemí Rafsanyani, la primera visita a Turquía de un líder iraní -pero, sobre todo, religioso desde la caída del sha.
En este ejercicio de prestidigitación es seguro que el presidente habría preferido no verse lastrado por el endémico problema de las nacionalidades perseguidas, armenios y kurdos. El problema kurdo, apéndice de una guerra no bien terminada contra Irak, ha obligado al Gobierno de Ankara a abrir las fronteras para acoger a miles de refugiados que huían del sur y a facilitar a tropas no turcas un trabajo de vigilancia y ayuda humanitaria (mal comprendido por el Ejército y rechazado con orgullo ofendido, lo que el incidente de la expulsión de Robert Fisk, el corresponsal de The Independent, ilustra hasta el ridículo). Las reacciones negativas en el interior de Turquía a esta intervención no están contribuyendo a consolidar la imagen de país abierto que su presidente quiere dar. La buena voluntad de Turgut Ozal ha sido grande, pero va a necesitar también la ayuda de una Europa reticente para poder salirse con la suya.
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