Flores en la Quinta Avenida
Las prostitutas vuelven a las calles de La Habana, disfrazadas de 'jineteras', para los turistas
Alicia salió de Cienfuegos el 14 de enero pasado con un vestido rosa de volantes, un pantalón corto, una camiseta de los Juegos Panamericanos, un pintalablos y unos zapatos de tacón blancos bastante maltratados. Dejó atrás 20 años de vida con pocos recuerdos, dos divorcios, una niñita de 14 meses, una madre buena, un padrastro vago y una abuela canaria. En La Habana tocó a la puerta de su paisano Gabriel, un muchacho dos años mayor que ella que había recorrido el mismo camino cuatro meses antes, con bastante suerte en su aventura. Enseguida le encontró a su amiga una cama junto a otras cuatro chicas llegadas de provincias en la casa de la loca, una antigua dueña de burdel en la época de Batista a la que se le ablandaba el corazón con cinco pesos díarios y un trago de ron de vez en cuando.
No era mucho: una habitación compartida, una ducha, una toalla y un infiernillo de petróleo; pero era más que el círculo cerrado de Cienfuegos, donde la pretendía un mulato grandón, casado, con el que salía a comer helado alguna tarde en la bicicleta china que el Gobierno le acababa de regalar. El mulato cuidaba su vehículo, al que le había incorporado el motor de un viejo refrigerador soviético, pero no pudo con él colmar las aspiraciones de Alicia, que había visto pasar por su ciudad los modernos automóviles de los turistas como la caravana de Bienvenido mister Marshall.
El 17 de enero, Alicia tenía ya esos llamativos coches a su alcance en la Quinta Avenida de La Habana. Ese día se puso su vestido rosa recién planchado encima de una tanga que le había conseguido Gabriel. Limpió con saliva el polvo de sus zapatos y se retocó como pudo el pelo, teñido de un explosivo rubio casero. Nada pudo hacer con las uñas, pintadas hacía dos meses de un color morado que permanecía con algunos desconchones. Retenía intactas, eso sí, las armas de sus enormes ojos verdes y una figura blanca y ágil de modelo parisiense.
La Marina Hemingway
Gabriel le había explicado brevemente las normas elementales para hacer la calle en La Habana, y Alicia, un poco tímida todavía, levantó la mano ante el primer coche de turistas que se acercaba al cruce con la Calle 42. Adentro iban dos mexicanos cuyo aspecto confirmaba fielmente su origen.
Nerviosa, Alicia no sabía si fijarse en los mofletones del que conducía o en su cadena de oro, no sabía si prestar atención a la mano arrugada y cortita que inmediatamente se postró en su rodilla o al anillo que la adornaba.
Siguiendo las instrucciones recibidas, Alicia sugirió ir a la Marina Hemingway, un desolado club de yates que algún día será uno de los más lujosos embarcaderos del Caribe. Sentada en la mesa del bar, antes de que cayese la noche, pidió una cerveza de importación, unos entremeses de jamón y queso y un paquete de More mentolado que le hizo toser varias veces.
La bailaron, la tocaron, la piropearon con labios de deseo... y la dejaron en la mesa junto a los restos del Habana Club cuando a Alicia, aterrada, se le ocurrió pedirles 100 dólares a cada uno.
Como las reglas del local impiden la permanencia de ninguna chica sola, Alicia se sentó junto a un grupo impar de italianos y cubanas. Las parejas estaban ya formadas, pero Alicia consiguió capturar la atención del más joven, un milanés cuarentón bien vestido que le hablaba de usted y le encendía el cigarrillo con un precioso mechero dorado cuya marca fue incapaz de reconocer.
La noche fue divertida. Voló sobre la ciudad varias veces en un auto con aire acondicionado en busca del siguiente cabaré. Comió maní y chocolate, calmó las pretensiones modestas del milanés en menos de 10 minutos y volvió a casa con 30 dólares, dos latas de Coca-Cola, un bolígrafo y el encendedor dorado, que resultó ser un Bic con las siglas de una compañía de teléfonos.
Mucho más fácil de lo que se había imaginado. Sólo tuvo que contar algunas medio mentiras que los italianos estaban ávidos de creer: que era estudiante de idiomas, que tenía 16 años, que necesitaba comida para una hermanita enferma, que en Cuba se pasan muchas dificultades, que por eso le pedía una ayudita, que nunca había estado con extranjeros, que estaba con el milanés porque le gustaba mucho, que nunca había conocido un hombre tan sexy y atrevido, que si lo podía volver a ver mañana.
Durante cuatro meses repitió esa misma cantinela hasta el agotamiento. De su boca la escucharon vendedores de tornillos de San Sebastián, exportadores de materiales de construcción de Zaragoza y Barcelona, comerciantes de textiles y alimentos de Vigo y Madrid, y turistas, muchos turistas, españoles, italianos, mexicanos y algunos alemanes y canadienses.
Silvio,Rodríguez las ha bautizado en sus canciones como "las flores de la Quinta Avenida". Se han reproducido de forma espectacular en los últimos años, aunque el Gobierno, que tiene a gala haber acabado con la Inmensa mancebía en que la dictadura había convertido Cuba, no admite ahora la existencia de la prostitución en el país. "La policía y los periódicos nos llaman jineteras para no reconocer que somos putas", dice Alicia.
Se han convertido en uno de los principales atractivos turísticos de este país. Las agencias de viaje tienen anotado que el 80% de turistas procedentes de México está integrado por varones. Algunos comerciantes mantienen pequenos negocios de 10.000 dólares al año con Cuba exclusivamente para justificar sus aventuras sexuales.
Uno de los grandes alicientes del comercio del sexo en la isla es su carácter espontáneo y festivo en apariencia.
Muchos visitantes incautos, que creen que en el Caribe el placer cuelga en las ramas de las palmeras, regresan a sus monótonos hogares con la convicción de que la desinhibición y la elocuencia física del trópico los ha transformado en repentinos tarzanes sexuales.
No es infrecuente ver en una mesa del Capri a algún empresa rio español, bastante pasado de años y kilos, compartíendo una ]angosta con una adolescente cu bana de cuello largo y sonrisa clara, pero sería un tanto infantil achacar esa repentina atracción a un milagro de la naturaleza ca ribefla en lugar de a un prosaico interés material.
En muchos casos, el entusias mo se desborda, y cientos de cu banas se dicen novias de modélicos maridos murcianos, romanos y jalicienses. Algunas llegan a casarse con sus acompañantes, de acuerdo a las leyes de la isla, a la espera de la rara oportunidad de escapar tras ellos, tras un nue vo mundo.
La fachada de espontaneidad, de sencillez, esconde casi siempre un ambiente sórdido y cruel, de proxenetas y miseria, común al de la prostitución en cualquier otro país del mundo. Pero tampoco se puede negar por completo una mayor familiaridad en esta tierra con los estímulos cotidianos del deseo.
Un beso por un champú
La sensualidad vive en esos autobuses atestados en los que un mulato sudoroso comparte su metro cuadrado con dos mujeronas de potentes caderas que se tapan lo justo con sus humildes blusas de tirantes. El sexo camina cada fin de semana hacia la playa junto a las largas filas de muchachos fornidos y muchachas portadoras de nalgas que interrumpen el tráfico.
La oferta, la contraoferta, la insinuación y el amor son fuga ces y constantes. A veces llegan hasta la prueba suprema,del in tercambio de un beso por un bote de champú, y entonces em pieza el peligro de una sociedad en crisis cuya juventud negocia con lo que tiene en busca de lo que sueña: diversión, dinero, expectativas.
Es un tema tabú en Cuba. Tanto más conocido cuanto más tabú, tanto más extendido cuan to más tabú. Las autoridades hacen redadas de jineteras en las vísperas de grandes eventos, pero se niegan a estudiar el problema a fondo porque sería tanto como reconocer el desajuste existente entre los eslóganes de la sociedad nueva del Che y la reali dad de repetidos y capitalistas casos de tráfico sexual.
Los protagonistas de esa sociedad subterránea que crece al amparo de la esclerotización oficial ni siquiera son conscientes de que, en un país tan ultrapolitizado, lo que hacen es política y se interpreta como política. Por eso, sin darse cuenta, Alicia ganó sus últimos 30 dólares sobre una cama chirriante presidida por un retrato juvenil de Fidel Castro.
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