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Mal tiempo para los derechos

Es algo fácilmente perceptible para un observador medianamente atento de la realidad del país que, sobre todo en algunos campos, la Constitución está siendo objeto de una relectura preocupante. Tanto que, conforme se avanza (entiéndase en sentido puramente cronológico) en su desarrollo, parece cada vez más lejano y retórico el compromiso inicial de "establecer una sociedad democrática avanzada". Ese empeño parece haber dado paso a otro en el que el texto fundamental, a base de la sistemática relativización de determinados principios esenciales, podría trocar su condición de pacto por un "Estado social y democrático de derecho" por la de simple mapa de carretera susceptible de sertransitado en cualquier sentido. Preferentemente, en el de regreso.La evolución del sistema de garantías resulta bien elocuente al respecto. Sobre todo en el orden procesal penal, que continúa siendo un caracterizado banco de pruebas de la solidez de las instituciones democráticas.

Así, en estos días -sobre el fondo bien oscuro de las prácticas policiales y parapoliciales irregulares denunciadas por el Defensor del Pueblo en su informe- vuelve a ser noticia la persistencia del Gobierno en el afán de hacer más endebles libertades como la de domicilio o la de deambulación, bastante comprometidas ya en la práctica. O de progresar -tengo curiosidad por saber hasta dónde y cuál podría ser el próximo paso- en la penalización del consumo de drogas. Es decir, el de sólo aquel sector, ya bien penalizado, de consumidores sin privacidad.

Esto cuando el lector de periódicos ha podido asimismo enterarse -merced a la difusión dada desde la Dirección General de la Policía- de que una providencia de la Sección Cuarta de la Sala Segunda del Tribunal Constitucional asume acrítica y sorprendentemente cierta versión, diríase que platónica, del cacheo y la identificación políciales. Ahora, éstos -se dice- podrían ser practicados a discreción, en virtud de su supuesta inocuidad para la libertad de los afectados. ¿De verdad lo cree así la Sección Cuarta de la Sala Segunda del más alto tribunal? Y en ese caso, ¿tiene noticia cierta de la praxis del cacheo; de las dimensiones de su uso; de hasta dónde, en términos de anatomía, suele llegar la concienzuda y persistente búsqueda de la papelina?

Suma y sigue, junto al endurecimiento de la respuesta represiva que pesa sobre los sectores sociales más desfavorecidos se aprueba la extensión de ciertos privilegios procesales a una ampjia gama de sujetos políticos. Estos quedan exonerados de corriparecer personalmente como testigos ante los tribunales, con el consiguiente objetivo entorpecimiento de lainvestigación judicial de hechos eventualmente delictivos relacionados con sus ámbitos de actividad. Como si la oralidad de los juicios que la Constitución demanda fuese una exigencia caprichosa vacía de significación o una especie de peaje procesal para ciudadanos de a pie.

Todos estos datos, ya directa o bien indirectamente, expresan un diseño político que, mientras se agota en la penalización a ultranza como única respuestapara algunos graves males sociales, propicia, al menos tendencialmente, una mayor dificultad de la persecución de conductas producidas en el marco de actuación de cualificados operadores públicos.Por lo demás, la ya aludida relectura de la Constitución se proyecta también, desde algunos ambientes jurídicos, sobre la disciplina constitucional del proceso. Este fenómeno procede por pasos que comienzan por hacer abstracción del contexto involutivo que ha sido apuntado. De este modo, algunas tendencias sedicentemente modernizadoras que se insinúan estarían respondiendo a una propia dinámica puramente científica y, por supuesto, desinteresada de lo político. Desde luego, con el aval de algunos preceptos constitucionales, aisladamente considerados. Y el apoyo también de cierta expe riencia comparada.

El resultado es bien simple: la Constitución permi . te (espero que no lo exija), y la puesta de nuestro sistema a la altura de los tiempos y de las necesidades demanda, la implantación de criterios de oportunidad en la persecución penal. Esto, como se sabe, pasa por la atribuciónal fiscal de márgenes más o menos amplios de discrecionalidad en el ejercicio de la acción pena] y por la posibilidad de sustituir el enjuiciamiento por expedientes de conformidad, estimulados mediante un uso táctico del poder de acusar. Es, en definitiva, la adopción del modelo americano como nuevo paradigma.

Es obvio que no cabe aquí desgranar todas y cada una de las cuestiones que el asunto suscita. Pero sí denunciar algunas falacias.

Es la primera en el orden ló gico la que consiste en presentar esa nueva opción como inherente al sistema acusatorio, que es el que concibe el juicio como una contienda entre iguales en armas, ante un juez pasivo y separado de las partes. Cuando en realidad la misma es sólo una degradación made in USA de aquél, orientada no a la presentación de mayores garantías, sino a la rentabilización de la organización judicial mediante la eliminación de la fundamental de todas ellas: el juicio oral. Éste desaparece para la inmensa mayoría de los justiciables, que se ven constreñidos a aceptar la pena ofrecida por el fiscal en ese trámite, bajo la amenaza expresa o latente de una petición de mayor condena en el caso de rechazar la negociación.Negocio naturalmente desigual por la prepotencia de una de las partes contratantes, que goza además de la ventaja de hallarse en posesión de la información sobre la otra obtenida en el secreto de la investigación, que no a la luz del debate.

Un planteamiento semejante no sólo no respeta, sino que pone en crisis el orden procesal postulado por la Constitución. En efecto, trivializa el principio de legalidad procesal, que implica la plena y la sola sujeción.a la ley de la función jurisdiccional (artículo 117. 1 ). Dif ¡culta extraordinariamente la vigencia del principio de igualdad y degrada el derecho de defensa, por el desequilibrio de las relaciones procesales que propicia (artículos 14 y 24.2). Y ni siquiera el principio de legalidad penal sale bien parado, por los espacios que la oportunidad -Incluso reglada- abre a la discrecionalidad interpretativa de un órgano, el fiscal, que además, entre nosotros, resulta ser políticamente dependiente.

¿Y qué decir de la efectividad del principio de contradicción y de la publicidad del enjuiciamiento ... ?

El nuevo modelo tiene, eso sí, una virtud que no debe negársele, y es que, con impecable envoltura tecnocrática, viene a dar una mano al Estado ex benefactor en su afán de reducir determinados costes sociales improductivos y/o rentabilizarlos más si cabe en términos de control. En este caso, comprimiendo el ámbito de la jurisdicción en beneficio de un expeditivo ejercicio de la disciplina.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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