Lluvias y Iodos
Una de las características más sobresalientes en la evolución de los mercados financieros a lo largo de los últimos lustros ha sido la intensa reducción operada en los Sistemas de regulación y supervisión pública que sobre ellos venía recayendo.Lo fundamental de las estructuras reguladoras tiene su origen en las políticas desarrolladas para combatir la crisis financiera de los años treinta. Tras el fin de la II Guerra Mundial, dichas estructuras fueron consolidadas, constituyendo a partir de entonces, y durante casi tres décadas, un determinante básico de la marcha de los mercados financieros en numerosos países.
En cuanto a las razones para la regulación, hay una justificación de fondo que tiene que ver con la razonable caracterización de las finanzas como un sector muy singular, capaz de potenciar la evolución cíclica de la economía en su conjunto y de proyectar sobre ella fuertes dosis de incertidumbre e inestabilidad; de lo cual se deduce la necesidad de someter a las actividades financieras a un estricto control. De un modo más concreto, las motivaciones básicas que han estado detrás del progresivo establecimiento de medidas reguladoras han sido la necesidad de vigilar el mecanismo de pagos y la solvencia bancaria evitando la concentración excesiva de riesgos los comportamientos temerarios irracionales, dotar de mecanismos de protección a depositantes e inversores, asegurar la competencia y evitar la desmedida concentración de poder financiero.
Junto a ello, en muchos países los controles y normas fueron también respondiendo de una forma creciente a otra clase de objetivos, tales como la necesidad de proteger de la competencia externa a las entidades bancarias nacionales, el abaratamiento generalizado del crédito, la financiación preferente de determinados sectores productivos o incluso la potenciación de la recaudación fiscal. Una madeja de motivaciones demasiado complicada, en fin, como para no resultar problemática con el paso del tiempo.
En efecto, ya en la década de los sesenta algunos elementos del sistema de regulación comenzaron a mostrarse como una carga excesiva para la evolución saludable de los sistemas financieros. Y lo que es más grave, llegaron incluso a afectar negativamente a la estabilidad financiera. Ejemplo claro de esto último la encontramos en la persistencia de fuertes restricciones a la expansión territorial de la banca norteamericana que a la larga ha conducido a una escasa capacidad de resistencia frente a las dificultades por parte de una buena porción de aquel sistema bancario.
Cambio de tendencia
La evidencia de este panorama de cierta sobrerregulación y la necesidad sentida de romper con lo que tenía de corsé es el primer factor que permite explicar el significativo cambio de tendencia experimentado a lo largo de los años setenta. El segundo es acaso más relevante y consistente: la dinámica de franca internacionalización de los mercados de capitales. Porque, dada la situación de desventaja comparativa de las instituciones financieras que actúan en el marco de los sistemas nacionales más regulados y el consiguiente incentivo para localizar crecientemente sus actividades en el exterior, no están faltos de razón quienes afirman que intentar detener la desregulación hubiera sido como poner puertas al viento.
Pero hay todavía un tercer factor, en este caso ideológico, que explica el fenómeno. Nos referimos a la presión ultraliberal. Cierto es que no todos los economistas liberales propugnan la desregulación financiera, pero es indudable que el clima generado por las generalizaciones antiintervencionistas favoreció abiertamente ese tipo de prácticas.
En la perspectiva de hoy, ¿cómo debemos juzgar la marcha hacia los mercados deregulados? ¿Cuáles han sido sus consecuencias más relevantes y acaso perdurables? En primer lugar debemos mencionar el importantísimo proceso de innovación en toda la gama de productos, servicios y técnicas financieras, que en unos pocos años ha transformado hasta hacerlos casi irreconocibles los esquemas de financiación en todo el mundo. El surgimiento de un gran número de nuevos instrumentos ha sido posible por la dinámica del cambio técnico en el universo bancario, principalmente en la reducción en los costes de transacción, pero también, y sobre todo, por los cambios legislativos dirigidos a la liberalización de los mercados. La innovación avanzó con singular fuerza en el ámbito de las finanzas internacionales; las tres tendencias predominantes en la evolución reciente de los intermediarios financieros -ya se sabe: liberalización, innovación, internacionalización- aparecerían así como profundamente interrelacionadas y mutuamente influyentes. Y el resultado final no ha sido otro que el notable aumento de la competencia y la pugna abierta tanto en la esfera de las operaciones activas como en las pasivas. El problema, claro, radicaría en los procedimientos que algunas entidades pudieron utilizar para ello, forzando no pocas veces los límites tolerables del riesgo y la racionalidad económica.
Es aquí donde nos encontramos con los efectos más preocupantes y controvertidos de los procesos de desregulación. Porque si es innegable que merced a ellos los mercados financieros han ganado en diversidad, flexibilidad operativa y, lo que es más importante, en grado de liquidez, no es menos cierto que, con su implantación, una pequeña caja de Pandora se ha ido entreabriendo, hasta convertirse en una amenaza real para la evolución de algunas economías.
Las medidas liberalizadoras han favorecido el auge de determinados instrumentos de perfil altamente especulativo -el ejemplo casi obvio es el de los ya famosos bonos basura- e introducido elementos de fuerte volatilidad en los precios de algunos activos. Al mismo tiempo, un importante segmento de las entidades de crédito de ciertos países se ha volcado excesivamente en la cobertura de determinadas actividades económicas -piénsese en el sector inmobiliario en Estados Unidos-, llegándose con ello a situaciones de fuerte deterioro en la calidad de los activos bancarios. El menor grado de control por parte de las autoridades supervisoras ha tenido otras dos consecuencias que cabe calificar de nefastas; por un lado, el estímulo de prácticas fraudulentas, sobre las cuales podría recaer la responsabilidad de un elevado porcentaje de los problemas bancarios del presente; por otro, la mengua en la capacidad real de mantener bajo sujeción las variables monetarias, es decir, una pérdida de eficiencia relativa de la política monetaria.
Algunos sistemas
Difícil es no relacionar todo lo anterior con la situación, cuando menos delicada, que atraviesan en la actualidad algunos de los principales sistemas bancarios. Por mencionar el caso más relevante y claro, el norteamericano, la crisis parece haber llegado ya al núcleo de la gran banca naclonal, después de dejar en situación de práctico colapso a un número importante de bancos locales o estatales y savings and loans. En un sistema en el que en menos de tres años (1987-1989) se registraron más de 11.000 casos de irregularidades bancarias, se ha calculado que casi un tercio de los activos pertenecen a entIdades de depósito en dificultad. Y aunque de un modo más atenuado, las señales de alarma han comenzado a sonar también en otros sistemas bancarios, en la forma de un empeoramiento de la calidad de las carteras, las tasas de beneficio y las cotizaciones bursátiles, aunque sin llegar, al menos por el momento, al estallido de crisis bancarias abiertas. En cualquier caso, es observable un significativo cambio en el comportamiento de bastantes grandes bancos, que ahora tienden a apartarse de algunas de las líneas operativas en las que más se comprometieron en el inmediato pasado.
Posiblemente a lo largo de los años ochenta se ha dado una de las peores combinaciones concebibles en el ámbito de las relaciones financieras: intensa liberalización junto con la persistencia -o incluso su ampliación- de los sistemas de cobertura y aseguramiento de depósitos. El conocido problema teórico del azar moral ha cobrado así semblantes muy reales, al sentirse muchas entidades crediticias comprometidas en actividades ultraespeculativas o resguardo de las posibles tormentas por eIlas originadas. Ello explica que en los últimos años se haya desatado en aguda polémica acerca del funcionamiento de tales sistemas, de la cual seguramente resulte una no lejana reforma en profundidad.
La vigencia de los mecanismos de supervisión yregulación y la oportunidad de su aplicación han sido muchas veces percibidas y valoradas de forma contrapuesta según el signo de la coyuntura económica y financiera. Hoy es obligado concluir que el movimiento desregulador ha contribuido a agrietar las bases de estabilidad de los mercados financieros nacionales y mundiales, pero una identificación demasiada simplista y lineal entre ambos fenómenos podría conducir a errores graves: la actual crisis financiera se asienta sobre una trama harto compleja, por lo que sería desafortunada una terapia que consistiese tan sólo en la implantación de rtuevas medidas de control.
La superación de esa situación de crisis exige, en todo caso, la definición de un nuevo marco regulador, el cual debiera actuar de un modo más selectivo. Además, la vía reguladora propiamente dicha quizá deba ceder protagonismo a la potenciación de unos procedimientos de supervisión más estricia, profunda y ágil sobre el comportamiento de las entidades de financiación; pero es evidente que el uso de determinados instrumentos muy especulativos deberá. ser restringido de forma drástica.
Y lo que es más importante, las medidas de intervención se mostrarán irrelevantes a no ser que se adopten en un contexto de cooperación supranacional, Ahí radica, en nuestra opinión, el núcleo de este arduo asunto: la urgencia de consolidar los compromisos internacionales en estos ámbitos y reforzar la capacidad supervisora de agencias multilaterales y organismos como el Banco de Pagos Internacionales. La eficacia de los esquemas de control, y con ello la línea del horizonte de nuestros sistemas financieros, las condiciones para su estabilidad futura, dependen en buena medida de ello.
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