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La procesión del reencuentro

Juan Cruz

El ruido se fue por un tiempo de la ciudad y ahora vuelve en caravana como el sonido de una moto. Madrid ha sido estos días una ciudad desvaída por la que paseábamos unos cuantos esqueletos. Todo se quedó como si se hubiera producido una mudanza gigantesca y la ciudad fue por un tiempo la foto fija del silencio. Hubo alguna hora en que no había restaurantes, y esta ciudad, por perderlo todo, perdió incluso el olor a gambas al ajillo, esa voluntad del arroz de parecerse al aceite.Fue, de nuevo, una ciudad entre corchetes. Más que los paréntesis, que se producen en verano y son largos y propios, las vacaciones leves de la primavera parecen corchetes que llevaran en su interior de aire la esperanza de prolongarse. Los que se quedaron rellenaron esas almohadas del vacío de la ilusión de seguir solos: no vendrá jamás el Domingo de Pascua; seguiremos sobre este asfalto de silencio caminando por las calzadas desiertas y vacías. Y los que se fueron tuvieron en la orilla plana de la playa el final del trayecto. En ese abismo de arena percibieron el vértigo engañoso del verano. Pero aquel domingo temido es ya hoy, domingo, y todos, los unos y los otros, padecerán juntos su lunes.

Vuelven el ruido y la furia. Madrid, como cualquier ciudad española, ha atesorado el ruido como una forma de combatir la soledad. Este lunes, los televisores del vecindario volverán a decirnos que los demás han vuelto vivos. Las radiogramolas y los transistores volverán a llenar de sonido la lentitud de los parques y todo será otra vez la misma algarabía. Los chicos hablarán a voz en grito de las palabras que han descubierto, y los adultos se gritaran entre ellos cuatro verda des viscosas, como si estuvieran narrando el fin del mundo.

En esta ciudad desde la que escribimos hoy en silencio había el miércoles de madrugada una esquina solitaria en Cea Bermúdez. De pronto, a las cuatro de la madrugada, dos parejas s e dispusieron a esperar un taxi, y lo esperaron gritando: las chicas no querían volver, y los chicos, según ellas, eran unos hijos de puta. Chillaban tanto unos contra otros, y se reían de tal manera, que en lugar de esperar un taxi parecía que querían tomar o una determinación o un barco.

De pronto se iluminaron todas las ventanas de la esquina y mujeres con jarras de agua fría aventaron aquel ruido gritando a su vez insultos contra las parejas transgresoras de la procesión del silencio que ha sido estos días la madrugada. Ahora, mientras esperábamos que volvieran los que se han ido, Madrid ha parecido la esquina de un pueblo de Castifla, pringosa y solitaria, con un borracho de alcohol o árnica. Los taxistas conducían con la lentitud de los bueyes, y los ancianos que han permanecido en este solar del mundo han conservado como único futuro la memoría de la nieve.

Una ciudad es como la posibilidad del olvido. De pronto, como los nudillos de un niño, el asfalto siente otra vez la vibracíón de los que vienen, como los lobos escuchan en solitario la tormenta y aúllan. Bailamos con los lobos que escuchan ese ruido veloz que viene en caravana y se acerca irremisible a las puertas de los bares. Desayunaremos otra vez todos juntos. Será la procesión del reencuentro.

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