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Marañón y la investigación clínica

Resulta tal vez pasado de moda hablar hoy de investigación clínica. En realidad no hay más que una forma de investigación biomédica, y ésta es igual en sus fundamentos, en sus leyes y en sus objetivos, se trate de un animal el objeto del estudio o bien este objeto lo sea el hombre mismo. Sólo hay una diferencia: en el animal nos permitimos tipos de experimentación que en el hombre nos están vedados. Es sólo el respeto a la dignidad y a la vida del hombre lo que distingue una de otra investigación.Yo, amigos míos, tengo un concepto muy restringido de investigación y de ciencia. He dicho en más de una ocasión que ese árbol de las ciencias de Menéndez Pelayo o de Giner de los Ríos, y que es más o menos el que figura en el emblema de nuestro Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), me parece excesivo. Para mí la ciencia es la ciencia positiva, lo demás es erudición, especulación o filosofía. Igualmente nobles, pero distintas de la pura ciencia experimental moderna. Igualmente, cuando se habla de investigación clínica creo que la mayoría de las veces se confunde el arte de curar científicamente con la verdadera investigación.

Y sin embargo la verdadera investigación clínica existe. Y en estos tiempos, gracias al diagnóstico por la imagen y a la epidemiología, está sufriendo una profunda y eficaz transformación. En una palabra, que basándose sólo en el estudio del hombre enfermo, o, si se prefiere, del hombre a secas se pueden llegar a conocer profundas verdades biológicas. El problema no está, en si hay o no verdadera investigación clínica, sino solamente en calificar como investigación muy pocos de los estudios clínicos que llegan a nuestras manos.

Verdades biológicas

Gregorio Marañón (1887-1960) realizó a lo largo de su vida muchas investigaciones que, con el criterio exigente que acabamos de exponer, merecen llamarse propiamente investigaciones clínicas. Y no sólo por su rigor intelectual y metódico, sino sobre todo porque de ellas se han deducido verdades biológicas que han resistido a la crítica posterior y han quedado como un legado al presente.

Y para no citar más que algunas de las verdades que él, con métodos sencillos de observación casi siempre, enunció, recordemos entre muchas sólo unas cuantas: en 1910 dijo ya que la paratiroides era una glándula de secreción interna; en 1919 comprendió que el climaterio femenino era un proceso endocrino; en 1927 intuyó la variabilidad evolutiva de los sexos y lo que más tarde se había de llamar protogynia y protandria; en 1922 descubrió la importancia de la alimentación yodada en la prevención del cretinismo, y lo que es más importante, de los pequeños retardos mentales del niño, y en 1938 comprendió que hipotálamo e hipófisis funcionaban de acuerdo, poniendo así los cimientos de la neuroendocrinología. Y con estas y otras verdades básicas que seguramente se me quedan en el tintero, contribuyó de una forma que a mi juicio no se subraya lo bastante, a la construcción del sólido edificio de la biomedicina de hoy.

Y ante el cúmulo de sus aportaciones a la endocrinología, a los jóvenes investigadores de ahora se les ocurrirá preguntar: ¿pero cuál era su método?, ¿por qué medios llegaba al enunciado de verdades que han aguantado la prueba del tiempo? Porque de otros fundadores de la medicina moderna conocemos muy bien su metodología. Sabemos de qué manera experimentaban y observaban Claudio Bernard, Pasteur, Virchow o Cajal. Pero cómo se las arreglaba Marañón para decir que la mujer era un estado intermedio entre el niño o el hombre, o que la hipófisis recibía del hipotálamo órdenes que no eran nerviosas, es algo que aun para los que le conocimos y aprendimos de él nos resulta a veces difícil de comprender. Y así muchos de sus discípulos, al creerle un adivino o un mago genial, han magnificado su figura hasta hacerla a veces inhumana, pero en la misma medida han minimizado su obra, creyéndola en su mayor parte especulativa.

Para contestar al interrogante anteriormente expuesto, yo encuentro varias explicaciones, no una sola. Y todas ellas unidas determinaron su método, que era mezcla de varias técnicas distintas a saber: En primer lugar, Marañón, aunque no se diga, fue un discípulo de Cajal, es decir, que aprendió de éste a observar y a relatar fielmente lo observado. En segundo lugar, y sólo en parte consecuencia de lo anterior, Marañón fue un morfólogo. En tercer lugar, dominaba aquellos métodos de exploración clínica de entonces, hoy día ya casi olvidados y mal olvidados, como son la anamnesis, la inspección, la percusión, la palpación y la auscultación. En cuarto lugar, tenía ojo clínico, afirmación así un poco difusa, que requerirá una aclaración ulterior. Y por último, Marañón nunca veía enfermos, sino hombres. Permítaseme decir que era un antropólogo. Desarrollemos estos cinco aspectos de su metódica.

Discípulo de Cajal

Cuando Cajal recibió el Nobel, Marañón era un estudiante que tenía que admirar profundamente, con una admiración silenciosa y eficaz, a su maestro. Él mismo, antes de derivar a la endocrinología, pensó -él mismo no lo ha dicho- en hacerse neurólogo. Pero aunque echó por otros caminos distintos a los que Cajal recorría, conservó de su magisterio la cualidad de observar y describir fielmente lo que se tiene delante. Bien sea una preparación histológica o un hombre enfermo. El rigor en la descripción y en el análisis de lo descrito fue siempre en él un imperativo constante. Saber exactamente interpretar lo que se tiene delante es una rara cualidad que adorna solamente a unos pocos.

En tiempos de Marañón, la investigación era sobre todo morfológica, y consistía en autopsias y en preparaciones histológicas. Incluso la investigación básica -recuérdese a Cajal- se basaba también en la morfología. El primer trabajo que nuestro autor publica, El aparato paratiroideo del hombre, constituye una contribución todavía válida a la histología de esta glándula endocrina. Marañón fue siempre un asiduo al microscopio y a las necropsias. En aquel viejo hospital que hoy en el Centro Reina Sofía se autopsiaba a casi todos los pacientes que morían. Aquellas autopsias hechas al principio por Achúcarro y luego por Del Río Hortega, dos de los más grandes maestros que la anatomía patológica ha tenido en España, eran memorables y todos bajábamos a verlas. Más tarde, la histología de aquellos casos era estudiada atentamente al microscopio. Todos os imagináis a Marañón en su biblioteca de Toledo escribiendo, pero no le habéis visto como yo asomado horas sobre un cadáver o sobre el ocular de un microscopio. En el fondo de muchos trabajos suyos hay un dato anatómico. Así, descubrir en un herido de la guerra de África una bala alojada en el suelo del tercer ventrículo le permitió predecir, mucho antes que Westman o que Harris, las relaciones endocrinas del hipotálamo con la hipófisis. Fue así un pionero, quizá el primero en Europa, pero desde luego en España, de esa neuroendocrinología tan pujante hoy.

Cajal fue su maestro, pero también Madinaveitia, quien le enseñó, con la enorme eficacia que él tenía, el arte supremo de la exploración clínica clásica. Aquellos maestros auscultaban, palpaban y percutían como ya los médicos de hoy -que confían más en sonografias, TAC o resonancias- no saben hacer. Yo recuerdo cómo después de palpar un tumor abdominal dibujaban con lápiz graso en la piel del enfermo sus contornos con una exactitud que la laparotomía unas veces y la autopsia otras, comprobaban. Otras veces, percutiendo un tórax te dibujaban una caverna tuberculosa -aquellas de entonces- mejor que viéndola a rayos X. Sin los medios exactísimos de ahora, cuántos buenos diagnósticos se han hecho en aquel viejo hospital.

Y como entonces se autopsiaban, ya lo he dicho, casi todos los casos que morían, no cabía disimular un error. La medicina, tan rudimentaria entonces, era sin embargo una ciencia que se aproximaba mucho a ser exacta.

Pero hablemos ahora del ojo clínico, que sólo un observador superficial confundiría con el virtuosismo exploratorio que acabo de esbozar. Es como una intuición, como un presentimiento. Y aparentemente tiene mucho de magia y hasta -por qué no decirlo- de histriónico. Pero si examinamos de cerca lo que es el ojo clínico veremos que en realidad es utilizar la computadora antes de que ésta se hubiera inventado. Consiste en archivar en la mente miles y miles de casos, aprendidos y olvidados. Pero que en un momento una mente de ordenador pone en registro y hace abstracción de ellos. Decía D'Ors que la verdadera inteligencia consiste en asociar entre sí cosas que aparentemente no tienen relación alguna. Es lo que las máquinas hacen ahora. Pero que siempre ha habido mentes privilegiadas que lo han hecho sin darse cuenta de que lo hacían. Ese poder de abstracción estadística olvidada y vuelta a recordar en el momento preciso es el secreto de esa que a los profanos parece adivinanza y que vulgarmente llamamos Ojo clínico.

Tras el enfermo, el hombre

Marañón era un gran morfólogo, era un hombre que poseía el virtuosismo de la exploración y además tenía un extraordinario ojo clínico. Pero no era sólo esto. El mismo nos confiesa en sus escritos que muchas veces con dar la mano a un enfermo, con mirarle a la cara y hablar un poco con él ya había hecho el diagnóstico. Y es que él estudiaba no enfermedades, sino enfermos. "Tras la enfermedad, el enfermo; tras el enfermo, el hombre", solía decirnos. Los biógrafos de Marañón discuten cómo hay que clasificarlo: ¿moralista?, ¿pensador y crítico de su tiempo?, ¿naturalista?, ¿biólogo? Yo creo que la definición es mucho más sencilla: simplemente médico, como él quiso que se pusiera en sus esquelas cuando murió. Pero un médico total. Capaz de comprender a un ser vivo en su integridad. Veía la vida en el tiempo y en el espacio con una perspectiva a la vez lejana y clarividente. Pero también capaz de hacerse amigo de sus pacientes y de penetrar hasta lo más profundo no sólo su fisiología y su psicología, sino de las recónditas intimidades de sus entresijos humanos.

José Botella Llusiá es médico.

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