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El sueño de la piedad

La guerra del Golfo nos ha traído grandes enseñanzas; o, quizá, más que enseñanzas, confirmaciones de nuestros personales criterios. Unos opinaron a favor; otros, en contra; a todos, al parecer, los hechos les han confirmado en lo que pensaban; ya se sabe que el hombre aprende con la experiencia, aunque seguramente esta afirmación es más predicable del método científico empírico que de la vida, que es una experiencia, pero no un experimento, y así, sea individual o colectiva, enseña a la gente en gran medida lo que ya sabía; la experiencia como aval del pre-juicio. O sea, el triunfo de la razón.Así es entre la generalidad de las gentes, y más aún en el mundo restringido de los profesionales del pensamiento, la escultura, la prédica y no digamos de la política. Es decir, precisamente entre personas que hacen del razonar quicio de su actividad profesional, de su dedicación, del ejercicio de su vocación. Algo así como que los que más razonan fueran menos sensibles al razonamiento que contradice la propia convicción.

Pero las discusiones sobre la guerra sí que han aportado algunas enseñanzas, ¿o quizá sólo actualización de viejas ideas o recuerdos? Por ejemplo, hemos comprobado la vigencia de la virulencia personalizada, insultante, como tiene que ser, entre hermanos discrepantes; por ejemplo, el dogmatismo subyacente o evidente; por ejemplo, la apropiación excluyente, no ya de la verdad, que es poca cosa, sino de la bondad, benignidad, longanimidad y otras generosas virtudes personales.

La indignación de algunos brillantes faros intelectuales de la izquierda se ha centrado en otros faros, no menos brillantes, de gentes que eran, o siguen proclamándose, de la misma izquierda, pero que han opinado de modo dispar. Porque, es natural, los que han opinado de la misma manera dispar, pero ni son ni han sido nunca de esa izquierda, no merecen ni la indignación, son gentes que, de verdad, no cuentan; habitan en las tinieblas exteriores, donde todo es llanto y crujir de dientes; están condenados, enfangados en su propia maldad, que les hace intelectualmente inocuos. De acuerdo con la más fina tradición intelectual, lo que cuentan son las personas que opinan, no tanto sus ideas. Algunas personas de pretérita o presente izquierda, atacadas con saña por sus hermanos que aún conservan la pureza de las reacciones primigenias, se han sentido dolidas. Orgullosos es lo que deben sentirse, ya que han merecido nada menos que la santa indignación de los puros.

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Otros faros, éstos de la derecha, al comprobar que gentes de izquierda notoria han escrito y dicho palabras que ellos podrían compartir, han sentido no menor indignación que los hermanos puros y castos; 6se puede tolerar que sujetos de tan fea catadura coincidan en algo con la gente bien de toda la vida? Pero no crean que nos van a engañar, siguen siendo unos hijos de puta, por mucho que circunstancialmente se vistan de seda. La lógica del cristiano viejo, es decir, del monopolista de la pureza: en este caso, frente al nuevo; en el anterior, frente al traidor renegado.

Como se ve, polémicas de altos vuelos intelectuales, el triunfo de la razón. Pobre relativismo, que es la única fuente de convivencia entre discrepantes. Y todo ello adobado de ataques personales, rencorosos, en la mejor de las tradiciones. Gente bondadosa, en medio de todo, si se piensa que algunas de las más altas cimas de nuestra mejor literatura, hace tres o cuatro siglos, se dirigían, por motivos menos graves, lindezas tales como bujarrón, marrano, cornudo, jorobado y, así. Ahora sólo les llaman orgánicos y vendidos.

Pero he de reconocer que, para mí, la mejor enseñanza, o confirmación, ha venido después, acabada la guerra. Porque la guerra ha terminado y, sin embargo, continúa. Lo que pasa es que ahora es sólo una guerra civil. Y como tienen que ser las buenas guerras: sin testigos y a calzón quitado; fuera los corresponsales extranjeros; rienda suelta al método más eficaz, aunque sea ilimitadamente cruel. Creo que las guerras civiles también producen víctimas: muertos, heridos, viudas, huérfanos, hambre, enfermedades, y, más aún que las otras, torturas, humillaciones, abominaciones. Y, sin embargo, el coro de los piadosos, antes tan sonoro, se ha tomado, al parecer, vacación. Y es que estas víctimas no cuentan, no son capaces de suscitar el mismo clamor que las que, entre la misma gente, se producían hasta hace unos días. La calidad de la víctima depende, seguramente, de la del agresor.

Unos se lavan las manos en virtud del impúdico principio de no intervención; otros no saben qué decir una vez que el agresor por antonomasia ha puesto fundas a los cañones; siempre hay, desde luego, personas, grupos que nos recuerdan a las víctimas.; pero hacen poco ruido. En muchos la piedad se ha tomado un descanso.

¿O es que era una piedad ficticia? No, yo creo que no. Era auténtica, pero con la extraña condición de ser un recuelo del odio. El odio al agresor, quizá no a cualquier agresor; saquemos a los tullidos a la calle para que la gente vea lo terrible que es el tullidor. Y ésta es, para mí, la enseñanza: la piedad, a veces, no tiene más soporte que el odio, la indignación, la acusación. Y, a su vez, el odio se alimenta de la piedad. Ya sé que la piedad puede, o quizá debe, ir acompañada de la energía que clama por la justicia. Pero esa piedad no decae, se producirá siempre que haya víctimas, aunque no haya agresor al que acusar.

Y, mientras tanto, las víctimas están ahí, y aumentan todos los días. ¿Qué le da a la víctima que el agente sea proyectil inteligente del temido y odiado poderoso o la bomba incendiaria convencional, o la modesta bala artesana disparada en nombre de cualquier padre de la patria, en este caso iraquí? La víctima es siempre víctima, aunque el agresor sea irresponsable. El asesinado por un loco merece la misma piedad que el asesinado por obra de la mente lúcida de un mafioso o de un terrorista. Y en la guerra es igual. El perdedor es el muerto, el hambriento, el humillado, el torturado, el herido. Sea del bando que sea. Observo con pesadumbre la actitud del forastero que les dice a los del lugar: si queréis, mataos los unos a los otros, pero Ojo, emplead la técnica apropiada, porque si no utilizáis los instrumentos convencionales os vamos a sacudir a base de bien. Sin duda que experimenta algún alivio comparativo el que sólo ha sido muerto por un arma convencional.

Y digo que siento pesadumbre porque el día en que cesó el fuego exterior muchos piadosos dieron un respiro de alivio y se desentendieron de las nuevas víctimas; se detuvo el causante de su indignación y se congeló su piedad, y los forasteros, incluso los que más plañían, contemplan el espectáculo con curiosidad de entomólogo que observa la eliminación ritual del zángano. Y siento pesadumbre porque los forasteros siguen las incidencias con atenta curiosidad, y sólo se encalabrinan los más sensibles cuando comprueban que la matanza se produce con vulneración de reglamento. No son buenas víctimas, puesto que no se aprecia agresor de suficiente calidad, Al fin y al cabo, sólo se están matando entre ellos, pobre gente, como buenos hermanos.

Jaime García Añoveroses catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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