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Una Comunidad sin cabeza ni democracia

Charles Maurras, un teórico de la monarquía autoritaria, comparaba las repúblicas a una "mujer sin cabeza", y la consecuencia que de ello se derivaba eran sus democracias. La Comunidad Europea no tiene cabeza y menos aún democracia. La verdad es que allí no manda nadie. El Gobierno se desparrama entre la Comisión, los comités particulares creados por el Consejo, los representantes permanentes de los ministros y las reuniones del Consejo, cuyos miembros son diferentes a tenor de las cuestiones a tratar: asuntos generales, economía, finanzas, agricultura, industria, transportes, etcétera. La personalidad de Jacques Delors tiene una influencia excepcional , pero el presidente de la Comisión comparte el primer rango con el presidente del Consejo, que cambia cada seis meses, ya que este cargo está ocupado por los jefes de Estado o de Gobierno de los países miembros, cargo rotatorio según un orden alfabético. El primer ministro de Luxemburgo, por ejemplo, ha representado a Europa frente al presidente Bush durante la pasada guerra del Golfo.Pese a reunir a 12 países, de los más democráticos del mundo, la Comunidad está dotada de un sistema político autocrático sin parangón en todo Occidente. Y, sin embargo, sus ciudadanos gozan de una doble representación por sufragio universal. El Parlamento Europeo, elegido directamente por los ciudadanos, encarna la voluntad de unión. Formado por los representantes de los Gobiernos investidos por los Parlamentos de los Estados, el Consejo encarna las diversidades nacionales. Las dos legitimidades son iguales y complementarias, pero el Parlamento Europeo no dispone más que de las migajas de un poder legislativo monopolizado casi al completo por el Consejo, y éste toma sus decisiones a puerta cerrada; lo cual equivale a decir que sus miembros no están controlados por sus respectivos Parlamentos.Los representantes de los pueblos de la Comunidad están en la práctica excluidos para elaborar directivas, esas leyes federales que se imponen a los Estados miembros. El Parlamento Europeo no tiene la iniciativa de sus proyectos, ya que únicamente puede rechazarlos o enmendarlos, y esto, a su vez, solamente obliga al Consejo a adoptarlos, bien que por unanimidad. La, batalla a propósito de la sede, Bruselas o Luxemburgo, no es más que una comedia barata, pues lo que en su interror existe es una asamblea teatral que representa obras sin gran influencia fuera de la sala del espectáculo. No es de extrañar que los electores no se tomen muy en serio a sus elegidos, aunque les gustaría ver que cumplen las funciones que corresponden a su mandato.

Estos dos defectos esenciales, que brutalmente acaban de quedar patentes a los ojos de todo el mundo, dada la trágica ausencia de Europa en la guerra del Golfo, podrían tener rápida corrección, pues no en vano, en diciembre pasado, dio comienzo una conferencia intergubernamental sobre la unión polítíca con el propósito de revisar el Tratado de Roma. Si se tienen en cuenta los primeros trabajos cabría deducir, no obstante, que se ha perdido lamentablemente esta extraordinaria ocasión, que no va a tener inmediata continuación. ¿Podrá desatascarse este enredo en la reunión excepcional de jefes de Estado y de Gobierrio convocada a petición de Francia? Sería deseable que los dirigentes implicados estuvieran en el fondo menos divididos sobre la reforma de las estructuras de la Comunidad que sobre la amplitud de sus poderes. La primera podría hacerles más aceptable la segunda. Pero habrá que esperar a que el problema se plantee con claridad y que vayan desapareciendo las visiones tradicionales, tanto del lado de las instituciones comunitarias como del de los Gobiernos nacionales.

La clave del problema está en la transformación del Consejo, órgano fundarnental de decisión en el sistema actual. Y esta transformación supone que se distinga la naturaleza de sus prerrogativas y los sectores sobre los que las ejerce. En la Comunidad económica actual acumula el poder legislativo y, el ejecutivo; en el primero dispone de un monopolio casi total y el segundo lo comparte con la Comisión, que dispone de la mayor parte de ese poder. En ese sector, la Comun Idad debería estar organizada según el modelo federal practicado por la República Federal de Alemania desde 1949 y ampliado a la República Democrática Alemana desde el año pasado. El Consejo se parece ahora al Bundesrath de Bonn, esa segunda Cámara formada por los representantes de los Gobiernos de los Onder, en la que cada uno dispone de un voto bloqueado y ponderado. Para evitar cualquier confusión con el Consejo Europeo debería llamársele Consejo de los Estados. Para democratizar la Comunidad habría que decidir, ante todo, que sus debates y votaciones fueran públicos, con el fin de que los Parlamentos de cada país pudieran controlar las decisiones tomadas por los ministros de este Consejo.

Y, naturalmente, el Parlamento Europeo clebería parecerse, por su parte, al Bundestag, compartiendo, el poder legislativo con el Consejo mediante codecisiones tomadas en la proporción 50%-50%, en lugar de la 10%-90% actual. Los Gobiernos, obviamente, no parecen muy entusíasmasdos ante la idea de una reforma semejante. Pero ¿quién podría negarse a ello cuando todos se reclaman democráticos? Los adversarios de la codecisión se refugian en la idea de considerar a los diputados europeos como unos demagogos a los que no se puede confiar, sin grandes riesgos, el poder de legislar. Sería conveniente, para que cambiaran sus propósitos, que se dieran una vuelta por las bibliotecas para consultar los panfletos de los conservadores del siglo XIX, cuando justificaban su rechazo de los Parlamentos; encontrarían que los argumentos son idénticos, sólo que el estilo de aquella época era mejor.

¿Qué cosa más natural que un Parlamento que no tiene ni siquiera la iniciativa de las leyes y que no participa realmente en las decisiones que le conciernen se pierda a veces en resoluciones que parecen más bien manifiestos de intelectuales? Sus informes sobre los proyectos de directivas y las enmiendas que propone son serios, salvo cuando quiere expresar su voluntad de que tanto el Consejo como la Comisión sean más dinámicos, como así ha pasado recientemente en materia social. Cuando tiene un poder real de decisión mantiene siempre un sentido de la mesura equivalente al de los Parlamentos nacionales. Sí el acuerdo del Parlamento y del Consejo fuera necesario para el voto de las directivas, los compromisos se establecerían con la misma facilidad con la que los diputados europeos han sabido disciplinar a sus grupos parlamentarios. Determinados aplazamientos o procedimientos permitirían superar las divergencias y podría incluso admitirse que el Consejo tuviera la última palabra en determinadas circunstancias.

Dicho esto debería dejarse a la Comisión la plenitud del poder ejecutivo en el campo económico. Se convertiría, en fin, en un verdadero Gobierno al ostentar plenamente el poder reglamentarlo para aplicar las leyes, bajo el doble control de la censura del Parlamento y las apelaciones ante los tribunales. Obviamente, su presidente sería propuesto por el Consejo Europeo para su investidura en el Parlamento, escogería luego a sus ministros y prepararía con ellos un programa sometido a un voto de confianza de este último. En este terreno, los mecanismos parlamentarios clásicos

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Maurice Duverger es eurodiputado por el PCI y catedrático de Derecho Político de la Universidad de París. Traducción: J. M. Revuelta.

Una Comunidad sin cabeza ni democracia

Viene de la página anteriordesempeñarían su papel al completo. No sería anormal, por ejemplo, que el Consejo europeo dispusiera del derecho de disolver el Parlamento a propuesta del presidente de la Comisión, pues eso es lo que corresponde a la doble lógica de la democracia y de la eficacia.

Sin embargo, un esquema como el propuesto no es aplicable, hoy por hoy, al campo de la política extranjera y al de la seguridad. La crisis del Golfo ha mostrado que la Comunidad debía ocuparse de este asunto, pero que no podía ir muy lejos en el campo de la integración. Debería constituirse de inmediato una fuerza europea de intervención, pero es inconcebible, por ahora, que ésta quedara bajo la autoridad de la Comisión, pese a que su presidente debe estar implicado en todas las decisiones por su participación en el Consejo Europeo. Parece evidente que el Parlamento no debería quedar excluido de estas decisiones, dado que representa al conjunto de los pueblos de la Comunidad. Debería quedar libre para organizar debates sobre política exterior y sobre seguridad, y debería oír a sus responsables al menos una vez al año.

En el sector de la diplomacia del ejército, los Gobiernos no están dispuestos a aceptar ninguna autoridad que no sea la del Consejo Europeo. Sin lugar a dudas debería elaborar para éste una especie de reglamento interior inspirado en el Consejo de Seguridad de la ONU, aunque m9jorando este último en el terreno de la democratización. En la cima del edificio, una reforma de la presidencia permitiría investir a un interlocutor capaz de representar a la Comunidad en las conferencias y negociaciones internacionales en materia diplomática y militar, representándole el presidente de la Comisión en las conferencias y negociaciones económicas. Ya ha sido sugerida la idea de transformar la actual presidencia, rotatoria cada seis meses, en una vicepresidencia, siendo el presidente elegido por dos años, renovables, por el Consejo Europeo.

Ninguna de las ideas antedichas es original. La mayor parte de ellas figuran en proyectos o en bocetos de muchos Gobiernos de los Doce. únicamente esa aproximación al tema de la codecisión del Parlamento y al de la primacía del Consejo Europeo en el sector diplomático y militar puede parecer más chocante. Max Weber distinguía la lógica de la acción y la lógica de la ética. La democracia exige una aproximación de las dos. De hecho, lo están en un caso y otro, pese a que la primera es más visible en la segunda, y la segunda, en la primera. Finalmente, si el proyecto que salga de la conferencia intergubernamental sobre la unión política negara al Parlamento Europeo su participación en el poder legislativo, que ostenta por el hecho mismo de ser elegido, sugerimos una idea sumamente original que uniría estrechamente las dos lógicas.

¿Por qué no podría organizar el Parlamento Europeo en la Comunidad un referéndum consultivo basado en el modelo que ha permitido a los ciudadanos de Lituania expresar sus sentimientos? ¿Que no es serio, me dicen? Ni más ni menos que el gesto de los Gobiernos democráticos negando a un Parlamento salido de las urnas el ejercicio de un derecho que constituye la esencia misma de los Parlamentos. ¿Será necesario acaso que la Comunidad sea el único sistema autocrático entre el Atlántico y el mar Negro, al tiempo que se lo presenta como modelo para naciones liberadas de la dictadura?

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