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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Medicos o becarios?

APENAS INSTALADO en su despacho oficial, el recién nombrado ministro de Sanidad, Julián García Valverde, debe hacer frente a un conflicto del que tampoco se han librado ninguno de sus antecesores en el cargo desde los primeros años de la transición: el de la integración profesional y salarial de los médicos internos residentes (MIR) en el sistema público de la Seguridad Social.Desde el inicio, a mediados de los años setenta, de los programas MIR -periodo de cinco años de formación y especialización destinado a los médicos recién graduados mediante la correspondiente oposición-, el malestar ha sido connatural al sector. Cuestiones relativas a la convocatoria de las plazas a concurso, a las condiciones de acceso a las especialidades médicas o de trabajo y reivindicaciones salariales están en el origen de la conflictividad. Y lo más descorazonador es que, a pesar de los años y de los esfuerzos, no se ha encontrado la fórmula capaz de resolver el problema.

La huelga que han protagonizado estos profesionales de la medicina ha tenido una motivación económica. A su juicio, sus salarios son escasos e inadecuados a las funciones asistenciales y permanecen prácticamente inalterados desde hace años. El seguimiento masivo de la huelga muestra que el malestar es mayoritario. El propio Ministerio de Sanidad ha reconocido lo evidente, que no es poco. Pero para que su reconocimiento no sea puramente testimonial debe ir acompañado de medidas que resuelvan razonablemente un conflicto que incide gravemente en la asistencia sanitaria de buen número de ciudadanos.

Los algo más de 12.000 MIR constituyen una parte significativa del personal que presta sus servicios en la red sanitaria publica. Su trabajo se centra fundamentalmente en los servicios de urgencia de los grandes centros hospitalarios y en labores asistenciales de los centros médicos. También dependen de ellos, en muchos casos, el funcionamiento de plantas enteras de hospitales. No es, pues, una cuestión menor del sistema sanitario clarificar el marco profesional y laboral en el que deben desenvolverse sus funciones. Y antes que por motivos corporativos, por exigencias de la calidad asistencial que se debe a los pacientes.

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Todo parece indicar que es difícil de resistir la tentación de utilizar a estos jóvenes facultativos como mano de obra barata, pagándoles como a becarios y exigiéndoles en la práctica tareas de especialistas. Y de hecho, la administración sanitaria ha caído en ella, lo cual demuestra que o bien estos programas de formación están mal concebidos o se han desnaturalizado por motivos relacionados con las carencias en la estructura sanitaria. En cualquier caso, esta situación debería ser aclarada cuanto antes, adaptándola a las exigencias reales de la sanidad pública. La confusión sólo puede generar conflictos como el de ahora, y tantos otros en el pasado, y repercutir negativamente en la exigible calidad de la asistencia sanitaria.

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